Las dictaduras (sean de izquierda, derecha o ambidiestras) se reproducen por sus cantos de sirenas, amplificados por cuanto medio de comunicación engañen, traicionen o arresten. Y por cuanto inocente, snob o desvalido repita sus consignas. Los dictadores conocen el poder de la palabra. Y también el de las imágenes en libertad, a las que siempre deben domesticar.
Néstor Almendros, cineasta cubano ganador de un Oscar por The Blue Lagoon, decía que a los dictadores suele gustarles el séptimo arte. Ahí están Mussolini, Stalin, Perón, Mao, Hitler, Franco, los Castro, Kim Jong-il, incluso Chávez y hasta su eco Morales. Astutos y virulentos caudillos a quienes sedujo y seduce el cine, no como arte sino como medio de comunicación (o desinformación). Utensilio para inyectar y exportar su excéntrica ideología. Los dictadores no creen en el arte. Sólo en el kitsch totalitario –y utilitario- que estimulan y que les estimula. El arte nace en libertad, o en su búsqueda, y los dictadores, por naturaleza, aborrecen la libertad. Por eso más que fanáticos del cine, son celosos celadores de la televisión.
A los dictadores les molesta lo finito. Si hay algo que de verdad veneran (más allá de sí mismos) es la eternidad. Para estas crápulas de élite lo más cercano a la eternidad es gobernar eternamente, y en su afán de conseguirlo son capaces de cualquier cosa. Es curioso como desde que Fidel Castro se hizo del poder desaparecieron no sólo muchos de sus contrincantes sino también los aliados que vio como posibles competidores. Mientras él sigue ahí, como un cáncer victorioso. Un lunático monumento a nuestra incapacidad para extirparlo.
El caso de Castro es asombroso. Después de su apartamiento del poder -que como buen monarca entregó a su hermano- ha seguido firmando sus maniáticas reflexiones y compareciendo, aunque sea unos minutos, en eventos a los que es "invitado" para ser aplaudido, recitar sus ideales y decir tonterías. Trotamundos del disparate regional, no deja de lanzar sus desequilibradas clasificaciones a propósito de cualquier tema: lo que debe hacer el primer Papa latinoamericano, las Cumbres izquierdistas, el Congreso del PCC, Obama y el restablecimiento de las relaciones EEUU-Cuba, el calentamiento global. Cualquier cosa. Papel de viejo ridículo, diríamos los cubanos. Sólo daría risa si no fuera un chiste macabro. Pero el dictador va a cumplir 90 años y no hay quien le impida seguir timando y asfixiando la nación, sembrando el terror. Él y sus ecos.
No hay duda: a los dictadores no les gusta el silencio. Le tienen fobia, lo odian. A lo que más temen es a no ser escuchados, a no ser tomados en cuenta, a la duda, al razonamiento más allá de mitos, órdenes y proclamas. Abominan la justa competencia, el libre mercado, el liberalismo, la democracia, la información. Maldicen cualquier conjetura o anhelo que difiera de los suyos. Por eso embisten sin la menor tolerancia las voces que se niegan a servirle de coro. Voces que corren el riesgo de la mordaza y el olvido.
Y es tan delicada su propagación como sus emboscadas, su famélico armamentismo, sus fantasías imperiales, su rencor trasnochado. Mucho cuidado con subestimarles, como le sucedió a los cubanos hace más de medio siglo y a los venezolanos hace casi dos décadas. Sus sinrazones son muy peligrosas, aunque a veces parezcan sólo extravagantes necedades.
El mayor deseo de los dictadores es gobernar la eternidad. "La gloria soy yo" sería su canción preferida, el himno que escucharían cada mañana en una inmensa plaza atestada de fanáticos. Pero ni siquiera estos endiosados seres son inmortales. Eso sí: suelen germinar con increíble destreza. Inmenso peligro al que no siempre se le presta atención. De ahí que en las últimas décadas aumentaran su poder, número e influencia en Latinoamérica, frágil incubadora de estos huevos culecos traídos de la antigua Europa, donde también se secundan semejantes esquizofrenias. Pablo Iglesias, aprendiz aventajado y financiado de Chávez, es hoy día una amenaza real.
Siempre están al acecho. Las dictaduras son magnodemencias recicladas, atemporales epidemias disfrazadas de antídotos, delirios de grandeza que convierten la desdicha en institución sagrada, mientras el gran coro ríe en medio de la asfixia. No lo olvidemos: jamás podemos descuidarnos.