El 6 de noviembre celebró su cumpleaños uno de los músicos más grandes nacidos en la isla de Cuba: Arturo Sandoval. Trompetista, compositor, arreglista, pianista y maestro de generaciones, Sandoval ha sido y sigue siendo una fuerza de la naturaleza musical. Su nombre se pronuncia con respeto en los escenarios más prestigiosos del mundo, desde los clubes de jazz en Nueva York hasta los grandes teatros europeos. Su carrera es un ejemplo de superación, talento y entrega absoluta al arte.
Para Sandoval, la isla de Cuba fue el punto de partida, pero nunca un límite. Desde muy joven comprendió que su vocación trascendía fronteras, que su trompeta no estaba destinada a sonar solo en su tierra natal. Como tantos otros artistas cubanos de gran talento, emprendió el camino hacia la libertad creativa, un viaje complejo, lleno de sacrificios y desafíos personales. Décadas después, la historia ha demostrado que aquel impulso fue necesario: la música de Sandoval pertenece al mundo entero, y quizás incluso más allá, porque como suele decirse entre los músicos, el universo también se le quedó pequeño.
Tuve el privilegio de conocer a Don Arturo hace más de una década, cuando se mudó a California, el estado donde ambos residimos. Recuerdo perfectamente la primera vez que me abrió las puertas de su casa: fue como entrar en un templo de la música. En su estudio de grabación, rodeado de instrumentos, micrófonos, partituras y recuerdos de una vida dedicada al arte, se respiraba una energía única, una mezcla de disciplina, humildad y genialidad.
Después de aquella visita al estudio, llegó la hora del almuerzo. Con la hospitalidad que lo caracteriza, él y su esposa me invitaron a compartir unos frijoles negros con arroz blanco y bistec, preparados al mejor estilo cubano. Fue una comida sencilla, pero llena de afecto y autenticidad. Ese gesto, tan cotidiano y humano, me reveló una faceta del maestro que muchos desconocen: detrás del virtuosismo deslumbrante, hay un hombre cálido, cercano, profundamente cubano, que nunca ha olvidado sus raíces ni su gente.
A lo largo de mi carrera he tenido la oportunidad de estudiar y admirar a grandes figuras tanto de la música clásica como del jazz. Pero encontrar a un músico capaz de dominar ambos universos con igual profundidad es algo excepcional. Arturo Sandoval es una rara combinación de técnica impecable, sensibilidad desbordante y conocimiento académico. Puede tocar una cadencia barroca con la misma precisión con que improvisa sobre un estándar de Dizzy Gillespie. Y no es casualidad: su formación en Cuba, su curiosidad y su disciplina lo han llevado a explorar todos los lenguajes posibles de la música, convirtiéndose en un puente entre mundos que tradicionalmente se perciben como separados.
Además de su talento, Sandoval encarna valores fundamentales para cualquier artista: la dedicación, la perseverancia y el respeto absoluto por el oficio. En sus redes sociales suele compartir pensamientos que inspiran a jóvenes músicos de todo el mundo. Repite constantemente que no hay atajos en el arte, que el éxito real proviene del trabajo constante, del estudio diario y del amor por lo que se hace. Esa filosofía, tan sencilla y tan poderosa, lo ha convertido en un modelo de conducta y en una voz de aliento para las nuevas generaciones.
Su influencia va mucho más allá de su trompeta. A través de sus escritos y reflexiones, Sandoval defiende la importancia de las artes como herramienta de crecimiento humano. Ha sido un firme defensor de los géneros musicales que, por razones comerciales o mediáticas, no siempre reciben el reconocimiento que merecen. En un mundo dominado por la inmediatez y la cultura de consumo rápido, su mensaje resuena con fuerza: el arte verdadero necesita tiempo, paciencia y una entrega absoluta.
Desde mi infancia, el nombre de Arturo Sandoval formaba parte de las conversaciones en casa. Uno de mis mentores y amigo Andrés Alén, pianista y compositor cubano, solía hablar de él con admiración. Recuerdo aquellas charlas junto a mis padres —el dúo Rosell y Cary— en las que nos maravillábamos al escuchar historias sobre su talento desbordante y su energía inagotable. En esas tertulias, Sandoval aparecía casi como un mito viviente, una figura capaz de convertir el aire en luz a través de su trompeta. Hoy, con el paso del tiempo, puedo confirmar que todo aquello era verdad: su música tiene la capacidad de conmover, de elevar el espíritu y de recordarnos la fuerza del arte cuando nace del alma.
Cuba, su pueblo y su diáspora deben seguir amando y respetando a sus pilares culturales, sin importar las diferencias ideológicas o los caminos que cada uno haya elegido. Los artistas como Sandoval son patrimonio de todos, no de una parte. Juzgarlos o marginarlos por sus decisiones personales o por pensar diferente es un error que la historia terminará reconociendo como tal. En cincuenta o cien años, los libros de arte hablarán de sus logros, de su legado y de su contribución a la música universal, y no de las divisiones que a veces nos ciegan en el presente.
Celebrar hoy a Arturo Sandoval es celebrar la grandeza del espíritu humano, la capacidad de soñar, de crear y de superar fronteras. Es reconocer que, más allá de los pasaportes y las ideologías, el arte es el verdadero territorio de la libertad. Su trompeta sigue sonando como una voz de esperanza, una llamada a la excelencia y un recordatorio de quiénes somos los cubanos cuando entregamos el corazón por completo a lo que amamos.
Feliz cumpleaños, Maestro. Gracias por su música, por su ejemplo y por recordarnos que el talento, cuando se acompaña de humildad y pasión, puede tocar el cielo.