Entre abril y julio de 1776 se libró un importante debate ideológico destinado a justificar la legalidad jurídica de las decisiones del Segundo Congreso Continental, alcanzando su paroxismo político con las Resoluciones de Halifax del 12 de abril. A través de ellas, Carolina del Norte se convirtió en la primera colonia en autorizar explícitamente a sus delegados a votar por la independencia.
La Declaración de Independencia (1776), la Constitución (1787), los Papeles Federalistas (1788) y la Carta de Derechos (1791) son las obras cumbre de la Revolución americana. Ellas inauguraron una nueva época, cuyo legado —con virtudes y defectos— sostiene una nación considerada uno de los monumentos políticos más relevantes de la historia.
Los trece estados nacientes transitaron del idealismo al realismo. Pero, a diferencia de otras revoluciones, en EEUU no hubo guillotina, ni ahorcados, ni fusilamientos masivos: solo un perenne y firme intento de construcción democrática.
A través de este artículo, pretendo diseccionar —de forma somera— aspectos que van desde las causas de la Revolución americana, la Declaración de Independencia, la transición hacia la Constitución y algunos hechos que matizan este grandioso momento histórico.
Insurrección no, revolución
Massachusetts, Old North Bridge de Concord, 19 de abril de 1775, 11:00 a.m. Jorge III, el “rey loco de Windsor”, apelaba a los últimos estertores militares del Imperio británico, carcomido por la Guerra de los Siete Años (1756–1763), para no perder a una de sus joyas coloniales: Nueva Inglaterra. Ni siquiera los protagonistas de la Revolución americana alcanzaban a dimensionar la magnitud histórica del proceso que comenzaba; definido por Ralph Waldo Emerson en El himno de Concord (1837) como “el disparo que se escuchó en todo el mundo”.
Las razones de los colonos para sostener la convicción de separarse de Inglaterra se agolparon. Altos impuestos para paliar la debacle económica de la metrópoli derivaron en la Ley del Azúcar o de los Ingresos (1764), la Ley del Sello (1765) y las Leyes de Townshend (1767). Estas medidas afianzaron el malestar de las trece colonias, que además veían limitado su acceso hacia los territorios conquistados a los franceses (Canadá y la Luisiana).
Los sucesos del 5 de marzo de 1770 marcaron un punto de giro. Aquel día, un joven aprendiz de fabricante de pelucas, Edward Garrick, se acercó a un centinela británico en la Casa de Aduanas exigiendo el pago de un encargo. Disparos inoportunos contra la multitud reunida provocaron la muerte de cinco personas —acotando que Garrick no estuvo entre las víctimas—.
John Adams bautizó el hecho como el primer capítulo de la independencia, y Samuel Adams —su primo— lo inmortalizó como La masacre de Boston. No podemos responsabilizar a Garrick del nacimiento de los Estados Unidos, pero su regreso al lugar con varios pobladores, que comenzaron a lanzar palos y piedras a los soldados, aceleró el curso de los acontecimientos.
A este hecho le siguió el Motín del Té, el 16 de diciembre de 1773. Colonos disfrazados de indios arrojaron 46 toneladas de té al agua desde los barcos Eleanor, Dartmouth y Beaver, anclados en la bahía de Boston. El cargamento estaba valorado en 18000 libras esterlinas. El historiador Benjamin Carp, en su obra Defiance of the Patriots: The Boston Tea Party and the Making of America, asegura que este suceso fue la génesis de las acciones no violentas como método de lucha en la historia moderna y un hito fundacional de Estados Unidos como nación. Su impacto fue tal que se replicó en Nueva York, Charleston y Georgetown, e incluso influyó en el tránsito cultural del consumo de té al de café en Norteamérica.
En un último intento de reconciliación, John Dickinson redactó la Petición de la rama de olivo (Olive Branch Petition), un documento aprobado por el Segundo Congreso Continental y enviado a Gran Bretaña en julio de 1775. Buscaba la paz, la armonía, e imploraba al rey Jorge III que intercediera “para aliviar nuestros miedos y celos afligidos”. El monarca, sin embargo, ni siquiera leyó el texto. Fue una evidencia de que no había aprendido nada. Así, la historia giró desde un 1774 en el que Benjamin Franklin aseguraba que ningún americano, “ni sobrio ni borracho”, quería la separación, hacia uno de los movimientos sociales más trascendentales de la contemporaneidad.
En una carta de John Adams a Thomas Jefferson, fechada en 1815, se sintetiza aquella etapa: “¿Qué queremos decir con revolución? ¿La guerra? Esa no fue parte de la revolución; fue solo una consecuencia. La revolución estaba en la mente del pueblo, y se hizo efectiva en el transcurso de quince años, de 1760 a 1775, antes de que la primera gota de sangre se derramara en Lexington.”
La simbiosis entre los hechos y las frustradas negociaciones con la monarquía británica llevó a Patrick Henry, en la Convención de Virginia del 23 de marzo de 1775, a exclamar: “¡Oh Dios omnipotente! Ignoro el curso que otros tomarán; pero, en lo que a mí respecta: ¡Dadme la libertad o dadme la muerte!”
La suerte está echada
El 23 de mayo de 1776, Thomas Jefferson alquiló una casa de tres pisos en el número 700 de la calle Market, en Filadelfia. Para su instalación, ordenó que le llevaran su escritorio de siete patas y una cama de campaña plegable, llamada “el campo de campaña de Jefferson”. Allí redactaría uno de los documentos más influyentes de la historia política universal: la Declaración de Independencia.
La elaboración del texto se llevó a cabo entre el 11 y el 28 de junio. El comité responsable estuvo integrado por John Adams, Benjamín Franklin, Roger Sherman, Robert R. Livingston y Jefferson, responsable de la redacción casi íntegra del documento.
John Adams explicó que Jefferson fue elegido porque era un excelente escritor, con un estilo elegante, de expresiones moderadas y buen porte. Se trataba de un hombre capaz de conciliar posturas divergentes y sus giros lingüísticos estaban dotados de potencial lógico sin necesidad de exageraciones.
Él mismo confesaría que su texto no buscaba ser original ni disruptivo, sino expresar de forma clara y contundente el espíritu de los colonos: “La Declaración no fue concebida para ser innovadora, ni para encontrar principios o argumentos nuevos, sino para ser un instrumento de expresión; su objeto era declarar las causas que habían llevado a una separación necesaria.”
Jefferson, políglota y apasionado lector de los clásicos, se apoyó en pensadores como Locke, Newton, Bacon, Montesquieu, Aristóteles y George Mason. También se inspiró en la Declaración de Derechos de Virginia (1776), donde se afirmaba que todos los hombres son “naturalmente libres e independientes”.
Redactó el texto en tres partes: una introducción que justificaba la ruptura con la monarquía británica, un cuerpo central donde establecía los principios filosóficos del nuevo gobierno republicano y una lista de agravios contra el rey Jorge III, considerado en el texto como “un tirano que no es digno de ser el gobernante de un pueblo libre”.
El 2 de julio de 1776, el Congreso votó la moción de independencia propuesta por Richard Henry Lee. Ese día, John Adams escribió a su esposa Abigail: “El segundo de julio de 1776 será la fecha más memorable en la historia de América.” Se equivocó por dos días.
El 4 de julio fue aprobado el texto definitivo. Aquella noche, el impresor John Dunlap realizó unas 200 copias en imprenta, conocidas como las Dunlap broadsides, que fueron distribuidas por todo el territorio. El 8 de julio, la Declaración fue leída públicamente en Filadelfia. En Nueva York, los patriotas derribaron la estatua de Jorge III y fundieron el bronce para fabricar balas de cañón. El acto simbólico era claro: la guerra por la independencia había dejado de ser un deseo y se convertía en un hecho irreversible.
La firma del documento por los 56 delegados se completó gradualmente hasta el 2 de agosto. Jefferson quedó como su autor principal, pero el mérito fue colectivo: un pueblo que se atrevía a proclamar que “todos los hombres son creados iguales” y que “los gobiernos derivan sus poderes justos del consentimiento de los gobernados”.
De la Declaración de Independencia a la Constitución: la continuidad de un ideal
La Declaración de Independencia no solo marcó el nacimiento político de una nación; también sentó las bases filosóficas, éticas y jurídicas sobre las que se erigiría su futura Constitución. Cuando en 1787 se redactó la Carta Magna, los delegados lo hicieron desde el espíritu de 1776. La idea de que el poder legítimo emana del consentimiento de los gobernados, donde todos los hombres son creados iguales, y que el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad son inalienables, fue la matriz doctrinal que guió cada línea de la arquitectura constitucional.
Si la Declaración proclamó los ideales, la Constitución los operacionalizó. La primera habló de principios; la segunda, de mecanismos. Como dijo Lincoln, la Declaración fue la “expresión más elevada del espíritu americano”, y la Constitución fue su aplicación práctica.
La influencia es palpable en el preámbulo constitucional, donde se declara: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos…”. No es un rey quien dicta, sino el pueblo quien funda. La Declaración también permeó la Carta de Derechos (1791), que consagró libertades fundamentales como la expresión, la religión y el debido proceso.
Aunque la exclusión inicial de mujeres, esclavos y pueblos indígenas fue un lastre histórico, el impulso igualitario del documento de 1776 permitió que futuras generaciones —desde abolicionistas y sufragistas hasta defensores de los derechos civiles— retomaran su lenguaje para ampliar la promesa americana.
Como escribió Pauline Maier, “la Declaración nunca ha sido un documento muerto; es la fuente viva de la legitimidad americana”. Y la Constitución no la contradice, sino que la convierte en ley duradera.
El legado de la libertad y la promesa del porvenir
La historia de Estados Unidos no es sólo el relato de una revolución exitosa o de una independencia bien articulada: es la epopeya de una nación que, desde sus orígenes, se atrevió a soñar en grande. Fundada sobre los ideales de libertad, igualdad y autogobierno, la república americana fue concebida como un experimento democrático que aún inspira a millones de personas en todo el mundo.
El excepcionalismo americano —término que suele usarse para describir la singularidad de Estados Unidos en la historia política moderna— encuentra sus raíces en ese momento fundacional. Al proclamar que el poder legítimo emana del pueblo, siendo los derechos inalienables, y la búsqueda de la felicidad un derecho tan esencial como la vida misma, la Declaración de Independencia elevó a los ciudadanos sobre los monarcas, y a la ley por encima de la arbitrariedad.
Desde entonces, Estados Unidos supo corregirse, reinventarse y renovarse. Superó una guerra civil, abolió la esclavitud, reconoció el derecho al voto femenino, luchó por los derechos civiles, y hoy continúa enfrentando desafíos en materia de justicia social, equidad económica y cohesión nacional. Pero lo hace desde una base sólida: su Constitución, su sistema de contrapesos y su compromiso con la libertad individual.
En la actualidad, emanan de la Declaración de Independencia retos que trascienden su cumplimiento literal, exigiendo una relectura filosófica en una época de complejidad moral y tecnológica. La afirmación de que “todos los hombres son creados iguales” convoca, más que a una igualdad fáctica ya alcanzada, a una promesa ética aún en construcción: la de una comunidad política donde la dignidad no sea prerrogativa sino principio universal.
En tiempos de hiperindividualismo, crisis de verdad y nuevas formas de dominación simbólica, la libertad que Jefferson vislumbró exige ser defendida no solo frente al tirano externo, sino frente a las múltiples formas de servidumbre voluntaria que hoy acechan al ciudadano contemporáneo. El gran reto no es conservar la independencia, sino dotarla de sentido en una polis global donde el consentimiento de los gobernados debe surgir de un diálogo informado, justo y profundamente humano.
Estados Unidos no fue grande por ser perfecto, sino por su capacidad de corregirse a sí mismo. Por la fuerza cívica que permitió abolir la esclavitud, ampliar el sufragio, conquistar derechos civiles, generar ciencia, acoger a millones de inmigrantes, reinventarse tecnológicamente y proyectar ideales democráticos a escala global. La Constitución escrita por hombres blancos propietarios fue enmendada por generaciones que expandieron el significado de “nosotros, el pueblo.
Como escribió Thomas Paine en The Crisis: “Estos son los tiempos que prueban el alma de los hombres.”
A más de dos siglos de la Declaración de Independencia, el alma de Estados Unidos sigue a prueba y renovación constante. La promesa de la libertad sigue viva. Y como dejó escrito Abraham Lincoln, esa promesa es que “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la Tierra”.
Versión del artículo publicado el 20 de julio de 2022, EEUU: el día más memorable en la historia de América