El otro día cumplí cincuenta y dos años. No hubo grandes celebraciones. A mi edad, los años no se celebran, se conmemoran.
El otro día cumplí cincuenta y dos años. No hubo grandes celebraciones. A mi edad, los años no se celebran, se conmemoran.
Vinimos a Montreal, como el año pasado, para recibir el cumpleaños. Aquel viaje fue tan feliz que decidimos repetirlo este año, aunque parecía imposible igualarlo, no digamos ya superarlo. En febrero del año pasado nuestra hija conoció la nieve y quedó maravillada. Además se hizo muy amiga de una joven canadiense, María, alias La Pistola, y moría de ganas de verla nuevamente. Por eso vinimos, porque nuestra hija nos dicta los viajes, la agenda, los compromisos sentimentales.
Fue, a no dudarlo, una buena decisión. Pero yo tenía miedo de que algo saliera mal en esta ocasión, dado que todo había salido tan bien el año pasado: esperar tantas felicidades nuevamente parecía forzar la buena suerte.
El día que cumplí cincuenta y dos, un domingo, fuimos al Mont Royal. Había salido un sol esplendoroso. El termómetro marcaba 9 grados centígrados, lo que para los canadienses es una primavera prematura, casi sofocante. No había tanta nieve en el monte. Y no alquilaban las llantas con las que nos tiramos tantas veces el año pasado. Hubo, pues, una primera decepción. Al ver que no podríamos deslizarnos en los neumáticos, nuestra hija comprensiblemente se entristeció y pensó que sería un día contrariado. No fue así. En otra pendiente del monte, los niños se arrojaban sobre pequeños deslizadores de plástico. Le prometí a mi hija que le compraría un deslizador a alguna familia menesterosa o fenicia o pícara. Hice varias ofertas que fueron rechazadas de mala gana. Hasta que un amable habitante de Montreal, con el aire apacible y sosegado que despiden las gentes afrancesadas de esta ciudad, entendió que estábamos desesperados por un deslizador, fijó el precio, no negocié un ápice, mejoré su precio base y le pagué. Luego nuestra hija pudo bajar la montaña varias veces usando aquel deslizador celeste. Yo no osé sentarme sobre él, temeroso de partirlo en tres con mis rechonchas doscientas veinte libras (desnudo, porque vestido para la nieve peso diez libras más, y no exagero).
Lo mejor, sin embargo, vino después. Muertos de hambre, subimos a la camioneta y manejamos, buscando un restaurante donde almorzar. Guiados por la pura intuición, vimos un bistró sencillo, nos aventuramos y resultó una discreta maravilla. Las sopas, los croissants de jamón y queso, de pollo, de roast beef, fueron espectaculares, un regalo de los dioses, y luego los postres nos dejaron anonadados. Sentí que el azar había conspirado para que pasáramos un día feliz. No fue, sin embargo, un día perfecto, porque eché de menos a mi madre, quien tuvo que quedarse en Lima, algo delicada de salud.
Hay señales alentadoras de que los cincuentas, década que recién comienzo, van a ser los mejores años de mi vida. Estos primeros dos años han sido fantásticos, sin duda los más felices que pueda recordar. Esperemos que tanta felicidad, a veces ya obscena, desmesurada, no se interrumpa.
Porque los treintas fueron, en su primer lustro, gloriosos, memorables, un quinquenio en el que todo me salió bien (las novelas, la televisión, el dinero, incluso el divorcio, que, triste y doloroso como fue, resultaba indispensable para volver a respirar tranquilo); pero enseguida las cosas se torcieron, tal vez porque tuve el mal gusto de celebrar con exuberancia mis treinta y cinco años, dando la única gran fiesta que he organizado en mi vida, y los dioses me castigaron por hacer alarde de mis triunfos, y me condenaron a una serie de humillaciones tremendamente dolorosas: me despidieron por primera vez de un trabajo (la cadena Telemundo), me estafaron (compré un apartamento que nunca me entregaron), enfermé de insomnio hacia los treinta y ocho años, me hice adicto a las pastillas para dormir y, aun peor, me hice adicto al helado de chocolate, y engordé como una bestia.
Los cuarentas fueron exactamente lo contrario: el primer lustro fue espantoso, deplorable, principalmente porque mi salud se vio muy diezmada, y me operaron de problemas biliares y hepáticos, y porque mi adicción a los barbitúricos empeoró en grado sumo, poniendo en peligro mi vida cada noche, y porque vivía en un avión, saltando de Miami a Lima a Buenos Aires, y porque, aunque tenía éxito en la televisión de esas tres ciudades, no era feliz, estaba triste, deprimido, solo, exhausto, cansado de vivir en mi cuerpo: la verdad es que ya tenía ganas de bajar el telón y acabar la función.
Hasta que conocí a Silvia y me enamoré de ella y le pedí que me diera un hijo. Eso ocurrió cuando yo tenía cuarenta y cinco años. Los cinco años siguientes los pasé con ella, y fueron geniales, porque nos casamos, y fuimos padres de una hija divertida y amorosa, y porque Silvia puso mucho empeño en cuidar mi salud, y me prohibió durante un tiempo largo subirme a un avión, y me llevó a doctores competentes, y fue curándome poco a poco de mi adicción a los hipnóticos, ansiolíticos, calmantes, opiáceos y estimulantes. De modo que los primeros cuarentas fueron malos, y estuve al borde de morir, y los segundos, una recuperación tan improbable como urgente, debida toda a Silvia, que me devolvió a la vida y me llenó de ilusiones.
Estos primeros cincuentas, dos años apenas, han sido fenomenales porque un doctor descubrió que soy bipolar y me recetó dos pastillas que, literalmente, me cambiaron la vida. Gracias a ellas, estoy siempre contento, tranquilo, relajado, de buen humor. Duermo bien, como con un tremendo apetito, celebro el amor, tengo ganas de viajar, no quiero meterme en líos, soy feliz en el ámbito privado de los sentimientos, me llevo incluso mucho mejor con mi madre y mis hermanos, los extraño, tengo ganas de verlos. Y si mi madre me pide que la acompañe a misa, la acompaño. Y si mi hija me pide volver a Montreal, volvemos. Y si mi esposa aprende a esquiar en las montañas al norte de Montreal, y mi hija toma sus primeras lecciones de esquí y ya casi aprende también, y ambas me piden que aprenda yo también, contrato a una instructora y paso dos horas en la nieve, bajo una lluvia muy fina, aprendiendo a esquiar. No lo hice tan mal: me caí un par de veces, luego fui ganando confianza y, guiado por la instructora, bajé el montecito tres veces, sin rodar como un saco de patatas. Tengo que enviarle los videos a mi madre, no va a creer que a mis cincuenta y dos años estoy aprendiendo a esquiar con la ilusión y el desparpajo de un niño. Y es que no me da miedo caerme. Me he caído tantas veces en la vida misma, y he conseguido levantarme y ponerme de pie, y he seguido caminando, que el esquí me recuerda aquella lección tan simple: en la vida no puedes tener miedo a caerte, a fracasar, tienes que ser valiente y arrojado y hacer tu mejor esfuerzo y bajar la montaña y, si te caes, te levantas y lo intentas de nuevo, no pasa nada. Eso es siempre mejor que tener miedo de fracasar y no intentarlo y quedarte mirando como un pusilánime asustado de caerse.
Mañana volveremos a las montañas al norte de Montreal (Avila, Saint-Sauveur, Tremblant) y seguiremos aprendiendo a esquiar. En realidad Silvia ya aprendió, y lo hizo sola, sin instructor, y al segundo día se tiró por las pistas más altas y empinadas y se cayó, pero es una valiente, no se queja, no hace dramas, y sigue esquiando, aunque ahora de un modo algo menos imprudente. Yo no me hago grandes expectativas: me tomará varias clases más aprender a bajar yo solo el montecito infantil, sin la instructora a mi lado, pero, cuando eso finalmente ocurra, en este viaje o en otros, acá o en las pistas de Whistler de las que tanto me ha hablado mi hermano, sentiré que he triunfado en toda la línea, que he derrotado a la adversidad (mi gordura, mi torpeza, mi cobardía) y que los cincuentas prometen ser los mejores años de mi vida. Porque Silvia, ya adicta al riesgo y el vértigo de bajar la montaña zigzagueando, pide ahora conocer las pistas de Aspen, Vail y Snowmass, y mucho me temo que eso ocurrirá el próximo invierno, si no antes. Y Zoe ama el efecto sedante de la nieve tanto como yo, no porque seamos intrépidos, que desde luego no lo somos, o no en un sentido físico, sino porque los paisajes de estas montañas boscosas, las Laurentinas, cubiertas de nieve, alejadas del estrés y la carrera de ratas, son profundamente saludables para el espíritu y tiñen la mirada del viajero de un blanco tranquilo, sin manchas, esperanzador, como espero que sean los ocho años de esta década, los cincuentas, que me quedan por vivir.