La primera vida que perdí, si las cuento bien, si recuerdo con exactitud, ocurrió cuando había cumplido veintiún años. Me enamoré de un amigo, quise poseerlo, quise ser suyo, quise entregarme a una pasión deliciosa y abrasadora, arder en los fuegos del deseo más animal, y mi amigo no me amó como yo lo amé a él, se alejó de mí, se espantó de mí, se asqueó de mí, y quedé herido, malherido, y por eso compré un frasco de pastillas para dormir, me alojé en un hotel señorial de la ciudad en que nací, tomé todas las pastillas y esperé la muerte sin rezar, pues ya entonces era ateo. Pero no llegó la muerte, llegó otro amigo, que me amaba como yo no podía amarlo a él, y me salvó la vida. Qué habrá sido de ese otro amigo salvador, no lo sé, le perdí el rastro. Engordó, se dedicó al golf, se hizo cocainómano, tuvo hijas, mucho más no sé, pero está siempre en mi memoria. Aquella vida me la quité a no dudarlo, pero, por fortuna, morí y seguí respirando, me maté con melodrama y aspaviento, pero sobreviví improbablemente.
Aspirando cocaína todas las noches, y cocaína de alta pureza, y tres noches seguidas con sus días mal dormidos, fue, creo, otra vida que segué, amputé de mi futuro. Pude morir cualquiera de esas noches, quise morir cualquiera de esas noches. Yo mismo conseguía la cocaína arriesgando la vida, lo hacía con gran aplomo criminal, la compraba con los dólares abundantes que ganaba en la televisión de otros países, y me la metía por la nariz tratando de escapar de mí mismo, de olvidar mi identidad insoportable, mis deseos pecaminosos, prohibidos, sucios, repugnantes, deseando que cayera por fin el telón y se acabara la obra teatral desdichada y sin posible final feliz que era entonces mi vida mal avenida. Cada línea, cada raya, cada tiro, era, por supuesto, un intento de suicidio, y si mi corazón resistió tantos embates arteros fue sólo porque no estaba en mi destino morir todavía, duro, tieso, salpicado de perico, empolvado de las caspas del inca, sangrando por la nariz. Morí una y muchas veces ahíto de cocaína, deslenguado, traspasado por la angustia de recordar que mi vida parecía condenada a la infelicidad, a la soledad, al dolor y al pavor, al exilio de mi familia, que me veía como un paria, un apestado. Morí y sobreviví y dejé la cocaína y nunca más quise suicidarme, o no al menos de esa manera atropellada, insuflada de palabras presurosas. Cómo así no me dio un infarto, cómo no caí fulminado jugando fulbito durísimo de cocaína, no lo sé, nunca lo sabré. Pero muchas cosas cayeron por las ventanas de mi apartamento, arrojadas por mí mismo: fotos familiares, premios de la televisión, prendas de vestir, recuerdos que evocaban a mi padre.
Creo que dilapidé una vida más, o hasta dos, cuando el actor famoso y apasionado me hizo el amor, sin protegerse, y cuando yo le hice el amor al músico lunático, sin protegerme. Nadie se cuidaba demasiado en esos tiempos pistoleros, o nosotros no nos cuidábamos, pensábamos que éramos demasiado bellos y famosos y talentosos como para enfermarnos de aquella epidemia que diezmó a tantos ángeles lujuriosos y eunucos gozosos. Pudimos enfermar como enfermaron algunos de nuestros amigos, pudimos haber muerto de una neumonía como murieron ellos, privados de sus defensas, pudimos haber muerto vistiendo pantalones de cuero negro, como murió un amigo con las botas puestas, en su ley. Pero los duendes del azar se amariconaron con nosotros y nos fueron propicios y nos protegieron de los desafueros eróticos que perpetramos, tan contentos. En verdad, no hacíamos el amor: follábamos, cogíamos, tirábamos, copulábamos como animales, como si no hubiera mañana, como si fuera el fin de los tiempos. Y eso de ponernos condón nos parecía una cosa burguesa, pizpireta, de señoritas. Éramos demasiado poetas malditos para ponernos un condón, nos jugábamos la vida en cada polvo, acaso nos parecía una manera digna de morir. Y sin embargo sobrevivimos todos, o todos los que yo recuerdo ahora, que siguen vivos, seguimos vivos.
No creo que pueda uno morirse de la pura tristeza, de la pena más honda y sin remedio, pero yo sentí que me moría lenta y morosamente cuando mi primera esposa se fue a vivir con nuestras hijas a una ciudad lejana, en otro país, a cinco horas en avión, y la casa quedó vacía, ocupada por sombras y espectros, por recuerdos lacerantes, habitada por los ecos de unas voces que se apagaban, por ánimas y fantasmas que venían a acecharme tarde en la noche, cuando me metía en los cuartos de las niñas ausentes, me echaba en sus camas, buscaba sus olores y lloraba desolado por ese fracaso imperdonable, ese amor torcido, contrariado, envenenado, que me había sumido en una depresión de la que no parecía haber salida. No sé cómo encontré fuerzas para seguir escribiendo, tal vez fue eso mismo, escribir, lo que me salvó la vida. Me puse a escribir una novela sobre los años en que fui un niño y gracias a ella pude olvidar de a pocos el dolor tan grande de fracasar con mi esposa y con mis hijas y verlas partir. Ya entonces fui descubriendo lo que se había prefigurado con cierta insolente nitidez desde mis primeros libros, y es que las novelas, o mis novelas, estaban hechas de fracasos, de derrotas, de lágrimas y dolor, y que escribirlas era una manera desesperada de evadir la aspereza brutal, insoportable, de la vida misma. No sé cómo morí y seguí vivo, escribiendo. Ahora que he vuelto a casarme y vivo con mi esposa y mi hija menor, pienso que si ellas me abandonaran, no encontraría ya fuerzas para persistir en el raro oficio de vivir, no hallaría palabras para continuar escribiendo. Pero aquella vez las palabras me salvaron la vida, mitigaron esa tristeza que parecía incurable.
No siento que estoy exagerando si digo que otra vida se me escapó de las manos, se me escabulló y reventó como una pompa de jabón, cuando, tratando de escapar de un insomnio vicioso, tenaz, que me asaltó en una lejana ciudad muy al sur del continente, me hice adicto a las pastillas para dormir, primero a los ansiolíticos, luego a los hipnóticos, finalmente a todas juntas, y llegué a tomar tandas de diez pastillas cada tres o cuatro horas, hundiéndome en sueños tan profundos, tan oscuros, tan mórbidos, que debían de ser la antesala de la muerte misma. Porque dormía diez, doce horas dada noche, pero tomando diez pastillas cada vez que despertaba, y despertaba cada tres, cuatro horas. Mi casa era una farmacia, mis maletas eran las de un boticario ambulante, mi cuerpo era un laboratorio químico, mi mente estaba siempre sedada, dopada. Yo quería dormir y sólo dormir y seguir durmiendo y no despertar más. Ya todo me aburría, me parecía odioso, predecible, vulgar. Ya no tenía más historias que contar, más amantes que seducir, más escándalos que maliciar. Estaba harto de ser yo mismo, de habitar esta piel, cargar estos conspicuos kilos de grasa. Quería escapar suave, delicadamente, sin hacer mucho ruido, sin infligirme dolor. Lo intenté con bastante ahínco. Morí dormido muchas veces. Quise morir durmiendo y tragué centenares de hipnóticos sin prescripción, tantos que mi aliento olía a químicos, apestaba a sustancias extranjeras al cuerpo humano. Dormía casi muerto en los aviones, en los hoteles, en los autos rumbo a la televisión, en mis camas de paso. Dormía y me arrastraba y la lengua se me enredaba y se tornaba pastosa y ya no sabía qué día era, qué fecha era, en qué mes y en qué año estaba viviendo. Vivía en la niebla, en la neblina. Sólo distinguía, allá lejos, ya no tan lejos, la muerte, el descanso tan deseado. Pero no llegó, no quiso llegar. Llegó una mujer y me salvó la vida. Dejé todas las pastillas para dormir y ahora duermo como un bendito, mejor que nunca.
La última vida de cuantas he perdido me abandonó hace pocos días, cuando, de la nada, un auto me embistió como si fuera un toro persiguiendo un paño rojo, sacándome de la pista a alta velocidad, desviándome hasta estrellarme contra un poste de luz, dejándome aturdido, inconsciente, mi carro reducido a un amasijo de fierros y latas aplastados. De la nada viene el caos más avieso y te mata. Te mata cuando estás manejando tranquilo y un imbécil que se cree inmortal se cruza en tu camino y te saca de la pista; te mata cuando estás manejando a prudente velocidad y te detienes en el semáforo y te cae encima un puente peatonal en construcción; te mata en un santiamén y sin posibilidad de decir una última plegaria cuando un tarado que está mandando una foto de sus genitales a una pobre chica que lo cree atractivo pierde el control de su auto y te atropella mientras montabas en bicicleta. Esa última vida que perdí no quise perderla, me fue arrebatada, me la secuestraron brusca e inopinadamente, se la llevó el idiota que me chocó y se dio a la fuga, recordándome que son ya muchas las vidas que he muerto, voluntariamente y no tanto, y que no han de ser muchas más, por consiguiente, las que me queden por vivir. Por eso, por eso mismo, porque estoy más muerto que vivo, trato todos los días de escribir un poco más, porque sólo cuando escribo siento que la vida, ese viaje solitario a ninguna parte, no debe interrumpirse todavía, no al menos mientras no haya terminado la novela, y siempre habrá una novela más por escribir.