Gina Cabrera decidió que el mundo real era un escenario de televisión, la gran artista cubana ignoró la canícula del verano habanero y comenzó a pasearse vestida como una dama inglesa del siglo diecinueve. Esta mujer madura, hermosa y llamativa se presentaba a toda hora con un disfraz que incluía un largo sobretodo de paño, una enorme pamela, guantes y medias blancas que le cubrían totalmente los brazos y las piernas.
Sudando la gota gorda con aquella facha y arrastrando un carrito de “mandados”, caminaba con elegancia sobreactuada las seis cuadras que separaban su casa del mercado La Copa. Su mejor arma era una sonrisa despampanante con la que saludaba a todos, tanto a los que se burlaban como a los que la compadecían. Había que verla al momento de pagar el litro de leche o los panes de la libreta, estirando uno por uno los dedos de tela para retirarse el guante y luego entregar el dinero al cajero que malamente contenía la risa, ella no se daba por enterada.
Aquí en Miami una amiga me comenta que el performance de Gina no era solo en mi barrio, que ataviada con todo aquel trapo se montaba en la guagua y llegaba a los estudios de la antigua CMQ bautizado como ICRT por los interventores. La “dama inglesa” ignoraba que la habían dejado en la gaveta de los olvidados y preguntaba una y otra vez por los protagónicos que le debían haber asignado. Con la misma sonrisa y las manos vacías regresaba a la abarrotada parada de la heladería Coppelia para divertimento de los burlones que la comparaban con D'Artagnan.
Gina se fabricó su refugio para escapar de la decadencia que la cercaba, en su demencia no se sintió asediada ni desesperada como el resto de sus vecinos. La divina demencia era un edificio seguro para quienes se veían obligados a actuar como gladiadores en un circo sin leones.
A dos cuadras de Gina vivía Noemí Suarez Rivas, la única que quedó de aquella familia de alto arraigo republicano que escapó al exilio tan pronto llegó Fidel a La Habana.
La locura de Noemí era diferente, esta abuela se convirtió en la miliciana acosadora de los muchachos que jugaban en la calle o los novios que se besaban en el parque. Temprano en la mañana salía de la casona que heredó del antiguo ministro batistiano para convertirse en el hazmerreír del barrio, persiguiendo a quienes le gritaban desde loca hasta hija de puta.
Cuando Noemí se cruzaba con Gina se detenía a contarle los pormenores de sus acciones revolucionarias. Gina con toda la calma del mundo y la sonrisa a prueba de balas le escuchaba las historias absurdas de supuestos agentes de la CIA que robaban mangos de un patio vecino o de la increíble provocación de la vieja Gómez Mena que le volteaba la cara cuando coincidían en la acera.
Eran dos mundos paralelos que chocaban por un momento, sin hacerse daño, tolerándose en sus fantasías, incompatibles pero inofensivas. Luego cada cual retomaba su paso, Gina el andar elegante, Noemi su ridícula marcialidad.
Se lo cuento a Naday en el exilio, argumentándole que la locura puede ser el último recurso para sobrevivir a los apagones y la desgracia de la isla. Naday me desmiente, dice que ahora Gina y Noemi no son espectadoras sino las que mandan, porque el Diaz Canel en uniforme militar de las últimas horas es la Noemí de mis memorias y que los ministros del régimen viven en el reparto privado de Gina.
Me entristezco y le rebato, “mis locas” como ella dice, eran limpias y en lo que cabe elegantes. Además, no hay locura en el consejo de estado cubano, sino una mezcla de incapacidad, maldad y oportunismo.
Naday sigue riéndose, se está imaginando a Diaz Canel con la pamela y los guantes de Gina, “al menos así se vería más lógico y no patrullando la avenida como Noemí”.
Luego enumera los locos de su época: uno que se creía la guagua, otro que juraba ser un metafísico y hasta una que defendía un supuesto título nobiliario.
“Y nosotros”, me dice, “fuimos unos locos abusados que se creían personas con derechos”, Naday se viste de filósofa para sentenciar: “a lo mejor los cuerdos eran Gina y Noemí, o al menos los únicos felices en esta historia”.