Me impactó ver la transformación del apartamento de Rolando. La madre, que solo llevaba unas semanas de visita en Miami lo había cambiado todo y no para mejorar: buscando espacio para sus pomos desplazó los adornos y corrió los sillones contra la pared.
“Ya tiene pasaje de regreso y se piensa llevar todo esto”, me decía entre burlón y frustrado el único hijo de la señora quien me había buscado con la esperanza de que fuera yo quien la convenciera y la sacara del frenesí que la dominaba.
La madre de Rolando me saludó afectuosa por encima de su hombro, pero sin desatender el fregadero, inundado de pomos plásticos de todas las dimensiones. En ese instante batallaba por desprender la etiqueta de papel de una botella de leche. Tenía también una colección de parafernalias para fregar, desde esponjitas de dos colores, hasta largos hisopos, botellas de detergente y estropajos de aluminio, que no los veía desde Cuba.
“Como gasta agua compadre y no entra en razonamiento, la van a acusar de loca cuando llegue a Cuba con toda esta mierda. ¡Ayúdame please!”, Rolando me llevó al cuarto para que viera las maletas de la señora, repletas de pomos plásticos limpios y con tapas. Algunos tienen pintados nombres de personas y descripciones, “son los destinatarios de semejantes regalos”, me dice el hijo, “así piensa desembarcar en La Habana, llena de esta basura, para ella son los presentes perfectos”.
La señora descubrió las intenciones de mi visita y secándose las manos con el mismo paño con que limpió el último pomo se me adelantó con sus razonamientos. “Que manía de botar la que tienen ustedes aquí, con la basura de Miami vive Cuba dos veces, ¡mira estos pomos nuevos!”, y arranca a describirme el uso y destino de algunos de sus recién fregados: unos vasitos de yogurt pegados en tira habían sido rebautizados como el pastillero de Mercedes, un bote de boca ancha con tapa de presión sería el meadero de Alfonso, la cajita plana era para los rulos de la peluquera y un frasco azul va como adorno para no se quien, en fin, que cada uno de los pomos ya tenía un receptor asignado.
“¡Presa vas a acabar cuando en la aduana de Cuba te abran las maletas!”, le dice Rolando al borde del desespero, “compadre que no tengo mucho dinero, pero alguna bobería podemos comprar, esta obsesión es de locos ya”.
Ella se ríe, “loco tú que quieres soltar tus ahorritos para fingir que eres millonario, ja, hay que ser práctico”.
La pareja de Rolando abandonó temporalmente la casa, se sentía agobiado con el tren de fregado montado por la señora, “no hay ni donde sentarse, que solo es un cuarto lo que tenemos y mira cómo se achica con sus maletas”. Me confiesa que a veces se levanta dispuesto a botárselo todo antes de que despierte, “porque cae muerta de cansancio después de tanto trabajo”, pero luego piensa en lo triste que se pondría y desiste.
Yo que debía interceder a favor de Rolando me siento dominado por una ternura injustificada con la anciana acumuladora que cree haber encontrado la fórmula mágica para llevarle regalos a todos sus conocidos. “sopórtala” le digo, “déjala en paz con sus tarecos” y toco retirada en medio de los reproches del amigo que me pidió ayuda.
La perspectiva desde el ángulo de la necesidad de los que viven en la isla es arrolladora para los que llevamos años en el exilio y para personas decididas como la madre de Rolando la lógica pesa más que las apariencias.
Debo confesar que cuando llegué a este país, (mucho antes de pelearme con la harina, los desodorantes con alcohol y los triglicéridos), los basureros me provocaban una atracción especial, tenía que controlarme para no frenar la vieja camioneta cada vez que en una esquina divisaba un bulto de muebles o trastos desechados. Y sentarme en sillas recicladas no me hizo ni mejor ni peor, igual descansaba. Soy un emigrante más de los que consiguió arrancar en este país gracias a los basureros y las camisas heredadas de los parientes que llegaron antes, entre muchas otras cosas.
Ayer volvía a ver a Rolando y luego de intercambiar los saludos de oficio me espetó, “se lo llevó todo, hasta el último pomo, ¡cómo no me ayudaste!”.
Me río con el recuento de todo lo que tuvo que botar para que su pareja regresara, “porque las cosas de fregar no se las llevó”. Le digo que ya se inauguró en la cultura consumista que comenzó a botar cosas también. “Nahh”, me respondió, “lo que no le entraban en las maletas, no tenía espacio ni para comprimir las esponjitas”.
Rolando se pone jocoso, dice que la señora me mandó un mensaje: “quiere que sepas que Alfonso quedó encantado con su meadero”.