Los políticos, como los amantes, intentan seducirnos. El político despliega todas las técnicas de seducción que posee para hacernos creer que lo necesitamos, debemos confiar en él, debemos votar por él. Para ganar nuestra confianza y, por extensión, nuestro voto, el político hace un esfuerzo deliberado para exagerar sus virtudes y soslayar sus defectos. Toda persona, por virtuosa que sea, tiene una zona digamos limpia y un lado digamos oscuro. El político no quiere que conozcamos su lado oscuro: sus traspiés, sus pasos en falso, sus miserias, sus esqueletos en el closet. Sabe o calcula o intuye que, si nos enteramos de su lado oscuro, dejaremos de respetarlo y ya no votaremos por él. Al ocultar sus vicios y defectos, sus derrotas y fracasos, las feas manchas de su pasado, el político nos miente a sabiendas. Al proyectar en tono épico, grandioso, sus supuestas virtudes, sus grandes triunfos académicos, profesionales, empresariales, su amor a los pobres, su pasión por la patria, el político vuelve a mentirnos, porque construye una identidad tan heroica que ya no corresponde a su verdadera personalidad.
Con los amantes, las parejas, nos pasa algo muy parecido. El amante, el pretendiente, necesita ganar nuestra confianza, no para llegar al poder, no para gobernar un territorio o un país, sino para conquistar nuestro cuerpo, para gobernar nuestro cuerpo y acaso también nuestro espíritu. El pretendiente o postulante a gobernar nuestro cuerpo, a hacer suyo ese territorio esquivo, el de nuestra piel, hace un esfuerzo consciente o inconsciente, planeado o intuitivo, para mostrarnos todo lo mejor de sí mismo, exagerando bastante, y encubrirnos o escamotearnos todo lo peor de sí mismo, a sabiendas de que, si conocemos todo lo malo que nos oculta, seguramente le daremos la espalda, no confiaremos en él, le negaremos la conquista de nuestro cuerpo. Ocurre entonces que el amante, como el político, se ve en la desesperada obligación de mentir, o camuflar la verdad, para conseguir su objetivo. Teme que, si nos dice toda la verdad, y exhibe ante nosotros su perfil más humano y deleznable, perderá la competencia, dejaremos de confiar en él, lo daremos de baja, no contestaremos más sus llamadas ni sus mensajes.
Dado que nos mienten para gobernar un territorio o gobernar nuestro cuerpo, es comprensible que, víctimas del engaño, nos hagamos una opinión errónea de ese individuo. Los pretendientes al poder o a nuestro cuerpo falsifican tanto su identidad, su biografía, sus intenciones, que, si son buenos embusteros, mentirosos creíbles y persuasivos, nos harán creer que son unas personas bien distintas de las que realmente son, las personas nobles, altruistas, desinteresadas y de gran corazón que, en realidad, no son, no pueden ser, nunca fueron. Entonces, engañados, es decir ciegos, o cuando menos miopes, porque la mentira es un velo o una niebla que nos impide ver las cosas como son, votamos por ese político o nos entregamos a ese amante, y quizás hasta admiramos y glorificamos a ese político y nos enamoramos hasta los huesos de ese amante. Es decir que esas personas han ejecutado cabalmente, como profesionales, el operativo de seducción, y nosotros hemos caído mansamente en sus telarañas para atraparnos.
Luego viene la decepción, la inevitable desilusión.
Si nos han mentido tanto, es porque esas personas no son lo que creíamos que eran. Una vez en el poder, el político va mostrando sus verdaderos colores, su auténtica identidad, quién es de veras. Entonces, escandalizados, nos enteramos de que es un mitómano, un fariseo, un ladrón, un tramposo, un cínico, un miserable. Una vez en dominio de nuestro cuerpo y quizás hasta de nuestro espíritu o nuestros sentimientos, el amante se relaja, deja de sobreactuar sus virtudes, piensa que nuestro cuerpo ya le pertenece, que nos ha colonizado mental y sentimentalmente, y entonces se harta de fingir que es la buena persona que no es y se abandona a la placidez de ser quien de verdad es: un mitómano, un manipulador, un cínico, un vago, un ladrón, un mediocre, un bueno para nada, un cero a la izquierda, o un tipo con talento para mentirnos, tener amantes en la sombra y humillarnos.
Desolados, nos preguntamos: ¿cómo no nos dimos cuenta de que ese político era un mentiroso y un ladrón? ¿Cómo no advertimos que ese amante era un mentiroso y un cínico? Esas preguntas rebajan la estima que nos tenemos, socavan nuestro amor propio. Nos sentimos unos tontos. Vemos la foto del político que nos sedujo, del amante que nos conquistó, y pensamos: Cómo fui tan bobo, en qué estaba pensando, como no adiviné que el corderito escondía al lobo agazapado. Y entonces nos decimos: todos los políticos son iguales, unos mentirosos despreciables, no volveré a votar, a confiar en ninguno de ellos. O nos decimos: todos los hombres son iguales, unos asquerosos manipuladores, unas ratas inmundas, que solo quieren llevarnos a la cama y luego engañarnos con otra, no volveré a enamorarme.
Pero a veces no nos mienten tanto, tan descaradamente, y, sin embargo, terminamos decepcionándonos de todos modos. Con frecuencia sucede que el político honesto, bien intencionado, con las manos limpias, que gana nuestra confianza, se va convirtiendo en otra persona cuando llega al poder, o incluso cuando no llega. De eso ya no tenemos la culpa: el tiempo, el poder, la proximidad a montañas de dinero, la facilidad para robar, el conocimiento de que todos o casi todos medran del poder, lucran de él, va corroyendo la honestidad del político, contaminándola, viciándola, al punto de tornarlo en una persona sucia, mezquina, que usa su cercanía al poder para enriquecerse indebidamente, sin advertir que esas vilezas constituyen traiciones a nosotros, quienes confiamos en él, pero sobre todo a sí mismo, a quien era originalmente cuando se postuló al poder. De eso no cabe duda: el poder raramente mejora a las personas, casi siempre las empeora. Y entonces nos preguntamos: ¿cómo voté por ese ladrón, esa alimaña, esa sabandija? Y la respuesta simple es: porque no era un ladrón cuando votaste por él, solo que, ya en el poder, la facilidad para robar y la certeza de que sus robos quedarían impunes los llevó a delinquir. Ese individuo no era un delincuente cuando votamos por él, y acaso no sabía que podía convertirse en un delincuente, pero el poder lo vuelve un criminal, y la sospecha de que sus crímenes serán ignorados y quedarán sin castigo lo convence, en una simple operación costo-beneficio, de que le conviene robar, porque nosotros, quienes confiamos en él y lo llevamos al poder, nunca lo sabremos. Hasta que nos enteramos, y el político va a la cárcel, y nos deprimimos porque nos sentimos unos estúpidos por no haber visto a tiempo al ladrón que nos embaucó con su verbo florido y su sonrisa taimada.
Con las parejas amorosas nos pasa más o menos lo mismo. Quizás el pretendiente no te miente para seducirte, quizás se permite ser honesto, brutalmente honesto, mostrando su zona limpia y su lado oscuro, sin maquillar el lado oscuro. Y lo aceptamos tal como es y nos entregamos a él. Pero luego el tiempo cambia a las personas: va cambiando a nuestra pareja y también a nosotros, o uno cambia y el otro no, o nos movemos en direcciones opuestas. Y esas mutaciones, esas alteraciones en la personalidad, esas lentas y soterradas metamorfosis que operan en el corazón de nuestra identidad y nuestras manías, antojos y caprichos, nos van alejando a uno del otro, al punto que, años después, ninguno de los dos es quien era cuando nos enamoramos. Es decir que el amor unió genuinamente a dos personas honestas, pero ahora las separa porque el tiempo las ha convertido en unas personas tan distintas que ya el amor no resulta posible, no fluye, se ha perdido, el tiempo lo ha enterrado bajo la fina arena del desierto del desamor. Es otra forma de decepción, aunque se diría que una menos dolorosa: cómo no me imaginé que la persona de la que me enamoré terminaría siendo quien es ahora, o cómo pensé que yo sería tan inocente que podría estar con esa persona el resto de mi vida. Cuando vemos una foto de cuando teníamos dieciocho años, pensamos: es increíble, esa persona no soy yo, veo en ella a un extraño. Y es verdad: ya no somos esa persona. Seguimos habitando ese cuerpo, pero los rasgos esenciales del huésped han cambiado. Nos pasa igual cuando vemos una foto antigua de una pareja dada de baja: esa persona se nos antoja irreconocible, vemos en ella a un extraño, un enemigo, un impostor. Pero, cuando la conocimos, en los tiempos añejos de aquella foto, era tal vez otra persona, y por eso nos entregamos a ella.
En mi país, casi todos los políticos poderosos, si no todos, terminan siendo unos grandes ladrones. En mi biografía sentimental, casi todas mis parejas me han traicionado, me han humillado, me han incinerado y hecho cenizas. Lo que me lleva a preguntarme: ¿Cómo podemos darnos cuenta de que ese político es un ladrón? ¿Cómo podemos advertir que esas promesas de amor acabarán en la deslealtad y la felonía? ¿Cómo podemos ver al lobo, sin engañarnos con el cordero?
Es bueno recordar que las personas no cambian, o cambian solo para mal. Los políticos que pasan por el poder sufren una suerte de radiación tóxica que los daña gravemente y empeora bastante. Para sobrevivir en la pelea desalmada por el poder, tienen que recurrir a sus zonas más innobles, sus instintos más subalternos. El político que solo dice la cruda verdad no te seduce, no llega al poder. El amante que solo nos dice la verdad desnuda y no hace un esfuerzo histriónico por mostrarse deseable, apetecible, no te conquista, no llega a gobernar tu cuerpo.
Entonces, ¿cómo podemos protegernos de los mentirosos, detectar a tiempo sus embustes, traspasar la niebla de sus sobreactuaciones y ver con nitidez quiénes son? No hay que creer lo que nos dicen, nos prometen, nos juran sobre su honor o sobre la memoria de su madrecita muerta y en el cielo. Hay que ver lo que hacen, lo que han hecho, su conducta. Una persona no es lo que dice que es, sino lo que ha hecho con su vida. Si un político tiene fama de ladrón, es un ladrón. Si tiene fama de mentiroso, es un mentiroso. Si un pretendiente tiene fama de mujeriego, es un mujeriego. El ladrón no cambia, el mujeriego tampoco, el mentiroso menos. No prestemos atención a las palabras, la hojarasca retórica, los cantos de sirena: miremos con frialdad los hechos, la conducta, la andadura o ejecutoria del postulante al poder o a nuestro cuerpo. Lo que han hecho antes de nosotros es lo que harán después de nosotros o lo que harán con nosotros. No cambiarán, no mejorarán, o cambiarán, si acaso, solo para peor.
La mejor manera de no llevarse grandes desilusiones es no hacerse grandes ilusiones. Y hacerse grandes ilusiones con los vendedores profesionales de ilusiones es, con seguridad, un error que nos costará caro.