Recientemente viajé a La Habana con un pequeño grupo de peregrinos para participar en varios eventos de la Iglesia, en celebración del aniversario 500 de la fundación de la capital de Cuba. Viajamos con visas religiosas (no turísticas), nos alojaron en la Casa Sacerdotal, una instalación similar a un retiro, operada por la Arquidiócesis de La Habana.
Durante la breve estancia, visitamos varias parroquias y participamos en misas en la histórica catedral, en algunos santuarios marianos, y con futuros sacerdotes en el seminario del país. Tuvimos la oportunidad de ver directamente el trabajo de Cáritas (el brazo de servicios sociales de la Iglesia), visitamos programas parroquiales de comidas calientes para ancianos pobres, centros preescolares para niños en barrios marginales y un hogar de ancianos para personas en delicado estado de salud, dirigido por religiosas. (Y, por cierto, los programas de almuerzos en las parroquias de toda la nación insular cuentan con el apoyo de la Asociación Cubana de los Caballeros de Malta, con sede en Miami).
También asistimos a una impresionante presentación en la catedral del “Réquiem Alemán” de Brahms, con un coro y una orquesta integrados por cantantes y músicos cubanos y alemanes.
Por supuesto, con el “triunfo de la revolución” en 1959 y la revelación gradual de sus premisas marxistas-leninistas, la Iglesia sufrió la expulsión de muchos sacerdotes y religiosos y la confiscación de sus escuelas e instituciones caritativas. Muchos de sus laicos más activos se exiliaron, y los que se quedaron, aunque eran “libres” de asistir a la misa dominical, encontraron que hacerlo daba lugar a represalias discriminatorias por parte del Estado, oficialmente “ateo”. El Estado comunista no permitía ningún espacio público a ninguna institución fuera de su control.
La política del Partido Comunista de desalentar activamente la práctica religiosa parecía apuntar más a crear apóstatas que mártires: muchos cubanos con poca formación o convicción cristiana simplemente abandonaron los sacramentos para no ser “incluidos en la lista negra”, y verse así privados de oportunidades de avanzar profesionalmente o de obtener empleos para ellos o sus hijos. De este modo, a fines de la década de 1960, escasa de sacerdotes y con un número cada vez menor de fieles, la Iglesia se vio forzada a adoptar una postura defensiva de “mantenimiento”.
Sin embargo, el Espíritu Santo nunca abandona al pueblo de Dios. A mediados de la década de 1980, los obispos cubanos tuvieron la previsión y el coraje de convocar al histórico Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC). Con el ENEC, la Iglesia católica de Cuba buscó ir más allá del mero “mantenimiento”, hacia una postura de “compromiso” activo con la sociedad cubana. La Iglesia reclamaría su espacio adecuado, no como agente político sino como levadura evangelizadora, para transformar esa sociedad y a su pueblo con el Evangelio de Jesucristo. El ENEC hizo posible la visita del papa Juan Pablo II en 1998, el primero de los tres papas que han visitado Cuba.
La visita de San Juan Pablo II marca un “antes” y un “después” en la historia de la Iglesia católica de Cuba. Los sermones y mensajes de Juan Pablo II durante su visita, siguen siendo un recurso valioso que continúa orientando la actividad pastoral de la Iglesia en la Isla. 21 años después, la cantidad de personas que participan en la vida de la Iglesia ha aumentado considerablemente. De hecho, muchos, si no la mayoría, de los católicos de la Isla hoy en día, podrían considerarse nuevos “conversos” o “hijos pródigos”. A pesar de más de medio siglo de gobierno marxista, la visita de Juan Pablo II reveló que Cuba todavía tenía un “alma cristiana”.
Sin embargo, con sólo unos pocos más de 300 sacerdotes (y aproximadamente la mitad de ellos nativos de Cuba) en un país de 12 millones de habitantes, los desafíos pastorales de atender a este creciente rebaño no son insignificantes. Y aunque el gobierno ha suavizado su retórica antirreligiosa, la Iglesia aún tiene que recorrer un largo camino antes de que pueda disfrutar de la plena libertad de acción y del espacio que necesita para llevar a cabo su misión de evangelización con serenidad.
La reciente decisión de la administración de los Estados Unidos de fortalecer las restricciones sobre los viajes, y de limitar las remesas a Cuba, se tomó, aparentemente, para responsabilizar al gobierno cubano por su mal comportamiento en Venezuela. Sin embargo, estas medidas, como el prolongado embargo, tienden a funcionar como instrumentos contundentes en lugar de ser instrumentos quirúrgicos: es decir, dañan a los inocentes más que a los culpables. No está claro por qué el duplicar la política de aislar a Cuba, que ha durado décadas, acelerará en lugar de demorar aún más los necesarios cambios en la Isla.
Entre la población cubana, la incertidumbre sobre el futuro no es poca, y a veces esa incertidumbre evoca el miedo. Pero, en medio de ese temor e incertidumbre, está presente la Iglesia, para predicar la reconciliación y repetir el mensaje de San Juan Pablo II: “No tengan miedo de abrir sus puertas a Cristo”.
La Iglesia de Cuba es una Iglesia pobre, pero como los Apóstoles Pedro y Juan, ante el hombre tullido de Hechos 3: 6, la Iglesia cubana no tiene “ni oro ni plata” que ofrecer, sino sólo el nombre de Jesucristo: y no hay salvación en ningún otro nombre.
*Arzobispo de la Arquidiócesis de Miami