Se anuncia, desde Venezuela, que el Metro de Caracas, emblema de su modernización e integración social, deja de funcionar pronto. Requiere de una inversión reparadora – que no se le hace en las últimas dos décadas – de algo así como de 12.000 millones de dólares. Duele saberlo, y me duele por haber gobernado a la ciudad capital que recibe la trágica noticia. Acudí a su inauguración, que provoca un cambio cultural en el caraqueño, hace 27 años, que se cumplirán el 2 de enero próximo.
Los venezolanos, pues, nos quedamos sin transporte subterráneo. Entre tanto, algunos malos hijos de nuestra patria, responsables de lo último, emigran a Santiago de Chile para quemarle el suyo.
A la tarea de liquidación deliberada de íconos, le anteceden el saqueo y la canibalización de la infraestructura eléctrica nacional, prueba cabal de la siembra del petróleo ocurrida durante la República civil, con efecto social universal. ¡Y es que esa electricidad – termoeléctrica e hidroeléctrica – incluso se exporta entonces a Colombia, Guyana y Brasil!
El propósito destructivo - se constata - es el aislamiento del país. Reducirlo a las sombras, encadenarlo en una cueva que proyecte irrealidades desde su oscuridad, para facilitar su dominación.
Tengo presente la protesta airada que el emergente chavismo me hace en 1998, cuando ejerzo como presidente encargado. Montado sobre el argumento del ambientalismo globalizador, impide terminar la electrificación a lo largo de la carretera hasta Santa Elena de Uairén, para beneficio de las comunidades indígenas. La electricidad, en efecto, hace posible que el venezolano pasase de 53 años a 73,5 años de vida promedio en 1999, al dejar las letrinas y recibir servicios de aguas blancas como la canalización de aguas servidas.
La cuestión es de hondo calado. Mal puede reducirse a lo que se repite ahora: Que tenemos un gobierno usurpador y de ladrones, que sí lo es, o de incompetentes e improvisados, que lo es y deliberadamente.
Hugo Chávez Frías, instrumento de tal catástrofe humanitaria, profundizada por su sucesor, Nicolás Maduro, celebra, en 2001, la acción terrorista sobre las torres gemelas de Nueva York. Son el frontispicio del mundo moderno. Sus conmilitones “progresistas” apuntan seguidamente al corazón de la cultura occidental y cristiana, para que todos y no sólo los europeos nos sintamos avergonzados de nuestros genes. Defecan sobre los símbolos de esta y destruyen su prestigio. Arrasan a las Iglesias, como lo hacen las mesnadas primitivas – mujeres desnudas que en grito airado recrean al planeta de los simios – en las lejanas tierras australes, en México, en Nicaragua.
La modernización de Venezuela fue social antes que democrática. Fue real, no virtual, como lo muestran las estadísticas que incomodan a quienes con espíritu adánico se empeñan en reescribir la historia: sean los socialistas del siglo XXI, sean los tecnócratas de academia, que reducen la complejidad social y cultural al testeo de políticas públicas.
En 1958, así las cosas, 19.927 km de carreteras cruzan la geografía venezolana, con 5.500 km asfaltados. Ascienden a 95.529 km en 1998, asfaltándose 62.819 km. Los 228 hospitales de 1958 – 89 son privados – para 1998 suman 927 como hospitales generales, a los que se le agregan 4.027 ambulatorios, contándose con 39,6 profesionales de la salud por cada 10.000 habitantes.
La penúltima dictadura militar nos lega la construcción de 149.654 letrinas y el agua potable cubre a 1.600.000 personas, en 1958. Los acueductos benefician a 19.142.910 personas en 1998, y las cloacas a 15.220.686 personas.
Son 5 las universidades venezolanas en 1955, 3 oficiales y 2 privadas. En 1998, los centros de educación superior son 200, de los que 33, como universidades, siembran sus núcleos en toda la extensión del país. Y la escuela primaria, de los 18.000 maestros de 1958, es atendida por 288.087 maestros en 1998.
Dos enseñanzas, de inicios y finales de la segunda mitad del siglo XX cabe guardarlas para la memoria, sin prejuicios subalternos.
Rómulo Betancourt, en 1964, advierte que “Venezuela es, acaso, el país de la América Latina donde con más voluntariosa decisión se ha realizado junto con una política de libertades públicas otra de cambios sociales, con simpatía y respaldo de los sectores laboriosos de la ciudad y el campo. Resulta así explicable – dice – cómo, el régimen de La Habana, conceptuara que su primero y más preciado botín era Venezuela, para establecer aquí otra cabecera de puente comunista en el primer país exportador de petróleo del mundo”.
Rafael Caldera, en 1999, admite que “si bien es cierto que porción apreciable del dinero del petróleo se malgastó en erogaciones no justificables, y buena parte se dedicó a la hipertrofia de una burocracia ineficiente, y que desgraciadamente otra parte se la apropiaron indebidamente muchos funcionarios y sus cómplices, también hay que reconocer que un porcentaje importante se dedicó a obras de infraestructura que transformaron a un país rural y atrasado en uno de los países modernos y progresistas de la familia latinoamericana, y sobre todo, que la mejor siembra del petróleo ha sido la educación”.
Más que proponer lo imposible – volver al pasado – o cambiar de gobierno, se trata hoy de dejar atrás una desviación grave que nos mantiene bajo secuestro y reclama volver a “instituir”, desde la moralidad. Luego seguirán las políticas públicas y el armado de programas de país, adecuados a un siglo que se nos atrasa por culpa propia.