jueves 23  de  enero 2025

Mi abuela Carlota

Mi abuela Carlota fue una mujer extraordinaria. Vivió 98 años. Tengo muchos recuerdos de ella: sentada en la mesa de mi casa, sentada en la mecedora del cuarto de mi padre, parada, caminando altiva, mirando su reloj, levantando el dedo, esperando al ascensor, sentada en su poltrona, bajo el toldo azul de las playas del Club Villa. n

La extraño. Es curioso porque cuando murió, no lloré. Estaba en Wong comprando un regalo para mi u201camigo secreto u201d del colegio, tenía trece años, estaba enamorada de una mujer, no lo sabía entonces, solo escuché que sonó el teléfono de mi madre, era mi padre y ella solo dijo: u201cokay, entiendo, u00bfestás bien?, nos vemos en la casa, te amo u201d. No necesité que me dijeran nada, yo ya lo sabía. Mi abuela, que toda la vida había sido una mujer de hierro, tanto así que aún ahora me recuerda a Margaret Thatcher, había estado en cama los últimos dos meses. n

La última vez que la vi, no había podido hablarme, estaba en sus últimos días, no había podido decirme siquiera hola, aunque todavía podía ver el amor en sus ojos. Podía sentir en su mirada que yo era un gran amor en su vida. n

Hacía meses que ella estaba mal, de hecho la última vez que la vi, ya no podía hablar. Estaba en Wong ese día con mi madre, el día que recibió esa llamada. Escuché el teléfono sonar, y supe que había fallecido. No lloré, hice como si no hubiera pasado nada. Mi madre me miró a los ojos y me dijo: ha fallecido tu abuela y yo le dije: llevemos este yo-yo, no sé qué más comprar. Esa fue mi respuesta. n

Llegando a la casa, ocurrió algo extraño. Estábamos almorzando mi madre y yo (mi padre aún no llegaba, estaba con mi abuela, en casa de ella, porque así fue como decidió morir, en su casa, con su balón de oxígeno al lado, escondido detrás de la cortina). Estábamos a la mitad de la comida, cuando mi padre entró a la casa y enseguida la lámpara del comedor en el que estábamos comiendo, que ella nos había regalado unos años antes, explotó. No explotó el foco. Explotó una de las partes de cristal que colgaban de la lámpara. n

No dije nada, seguí en silencio, haciendo como que no importaba tanto. Lo único que me importaba entonces era que, a diferencia de algunos de mis hermanos o primos, que dijeron que no pudieron ir a u201cdespedirse u201d, yo sí tuve tiempo para ir un día a buscarla a la clínica y ver su sonrisa, siempre triunfante, luego de algún tratamiento que le habían hecho, porque nunca le hicieron quimioterapia, nunca la vi sin pelo, siempre la vi despierta, diciendo: u201cestoy bien, no tengo nada u201d.
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Incluso en ese último momento, cuando me acerqué a su cama, en su casa y ella abrió la boca para decirme algo, pero nunca supe qué fue lo que quiso decirme, solo la tomé de la mano, porque no me dio el coraje para darle un beso, pensé que no lo tomaría bien, siendo ella tan altiva, tan fuerte, me dio miedo que tomara mal algún gesto de cariño mío, levemente desigual al que ella había estado acostumbrada por mi parte. Solo la miré a los ojos y le dije u201cestá bien, está todo bien u201d. Y sonreí (aunque no tuviera ganas). n

Lloré exactamente un mes después. Mirando Titanic en la tele. Ese camisón blanco, esos pies arrugados caminando casi al final de la película al borde del barco, dejando caer ese collar con una piedra preciosa, que el amor de su vida le había regalado, y que durante tantos años había guardado para sí, me hizo romper en llanto en mi cuarto, a solas, durante horas. Fue como si hubiera visto a mi abuela en esa actriz de camisón blanco y pies arrugados, dejándome ir en el fondo del mar.
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De mi abuela tengo recuerdos increíbles. Ella es la mujer que me gustaría ser cuando sea mayor. Se quedó viuda relativamente joven, como a los cuarenta, mi abuelo, su esposo, era dueño del cine Lux en el Centro de Lima, en las épocas en que ir al Centro de Lima era más agradable, y cuando él falleció ella se encargó del negocio y fue cada noche al cine a ver que todo estuviera bien y fue fuerte, nunca le conocí una crisis de nervios, nunca vi en ella una preocupación, una mala cara. Pero sobre todo: nunca tuvo nunca un amante conocido o no conocido. Guardó en ella la memoria de mi abuelo como nadie le pidió que lo hiciera. Y en ese punto me identifico una vez más con ella, no necesito un reconocimiento masculino (ni femenino) para sentirme fuerte, me basta con mi imaginación.
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Mi abuela Carlota me inició en el arte (si es que algún arte cabe en mí), me llevó al teatro por primera vez, me llevó al cine por primera vez (con ella vi Lion King y lloré escondiéndome), me llevó a muchos quioscos y fue la primera persona en decirme u201ccómprate todo lo que quieras u201d. Eso sí, la regla siempre estuvo clara: u201ctodo menos chicles u201d, cómo odiaba a la gente que comiera chicles, no sé por qué odiaba el chicle en general y cuando me veía comiendo uno, me obligaba a botarlo y me lo cambiaba por un caramelo que (siempre) tenía escondido en su cartera.
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Mi abuela Carlota era como yo, me veo en ella, siento que ella vive en mí, que cada pulsión mía por leer este libro o ver esta película es ella diciéndome: u201ctenemos que verla u201d. No era una mujer de poner sugerencias. Ella dictaba los planes, siempre, a menos que yo me opusiera, si yo me oponía, ella me dejaba elegir.
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Con qué orgullo me presentaba con sus amigas, con qué orgullo me miraba sin que yo me diera cuenta, con qué orgullo escuchaba mis historias absurdas, como cuando le decía que adentro de mi clóset había un balcón escondido en el cual solo yo podía entrar. Me desaparecía por minutos y ella me esperaba afuera, sentada en mi cama, con una sonrisa y las manos entrelazadas sobre las rodillas. n

Cada día que pasa, cada día que vivo, cada momento feliz, cada persona ruin que conozco, cada minuto que me aburro mirando a la nada, la recuerdo y me acuerdo de que ella no solo nunca se aburría, sino que fue una persona que solo trajo cosas buenas a mi vida.
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Cuando murió, dejó su biblioteca personal a sus tres hijos, que, a su vez, se vieron obligados a deshacerse de muchos de ellos, pues eran muchos, muchos libros, pero uno de ellos se llamaba u201cLos últimos días de La Prensa u201d, de Jaime Bayly, y estaba firmado al comienzo por ella: u201cCarlota Drago de Núñez del Arco, Lima 1996 u201d. n

Cada libro que había terminado y digamos, aprobado, estaba firmado por ella, siendo presidenta del Club del Libro de Campo Abierto (nunca supe bien dónde quedaba, pero hey, era importante). Perdonen la jactancia, pero sabrán comprender que al ver el libro firmado (además por supuesto de la trama genial del escritor) me lo leí completo. Ya sé que lo que ocurrió luego, no estaba en sus planes. Aún así, creo que ella hoy entendería. Y por eso me gustaría darle un abrazo y decirle que, cuando me demoré en llorar, solo estaba queriendo ser como ella.

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