miércoles 4  de  diciembre 2024
OPINIÓN

Putin-Jinping, socios en Ucrania

Un análisis minucioso y normativo que plantea reflexiones y tiene en cuenta los dictámenes de la historia
Diario las Américas | ASDRÚBAL AGUIAR
Por ASDRÚBAL AGUIAR

Conmovido el mundo con el acto de agresión de Rusia a Ucrania, cuya condena no debe cesar, ojalá se amalgame sobre su real trasfondo. Corremos el peligro de que, bajo el dominio del ecosistema de instantaneidad y virtualidad dominante, miremos los árboles, no al bosque.

Lo hecho por Rusia es y no es un Cisne Negro. Lo es, en tanto que todos distraídos con el jolgorio del relativismo cultural y político en boga, catapultado por la caída de la URSS y el ingreso de la Humanidad a las revoluciones digital y de la inteligencia artificial, ahora nos hacemos los sorprendidos por el acto señalado de violencia militar, más propio del siglo XIX y la primera mitad del XX.

Pero no lo es, puesto que la agresión al pueblo ucraniano y su artera masacre es una escala en la estrategia de relajamiento de las fortalezas de Occidente, forjada desde el Oriente. El adormecimiento de nuestras conciencias avanza desde hace tres décadas. El COVID-19 lo ha acelerado. Los temas singulares de aquella han contado con la complacencia, incluso, de los gobiernos democráticos. Ninguno ha querido reparar en que son distractores del verdadero propósito, a saber, la forja de un orden global sustitutivo del anterior, nacido en 1945. Desde entonces, no siempre con éxito, a la soberanía de los Estados y al poder de sus gobiernos se les ha contenido bajo la regla universal del respeto y garantía de los derechos humanos.

Rusia y China, a los que se les aproximara Irán han creado una «triple alianza». El pasado 21 de enero la presentaron en sociedad, con las maniobras navales conjuntas en el océano Índico. Dos días antes, el presidente iraní Ebrahim Raisí visitó a Vladimir Putin para afirmar tal comunidad estratégica: “Llevamos más de 40 años enfrentando a los estadounidenses. Y jamás detendremos el progreso y el desarrollo debido a sanciones y amenazas”, dijo.

Llegado el 4 de febrero, Putin y su homólogo chino Xi Jinping, trazan por escrito las bases de lo que será, según ellos, la nueva realidad planetaria: “Las relaciones internacionales entrando en una nueva era y el desarrollo sostenible global”, reza el título del documento que suscriben.

No se requiere ser perspicaz para constatar que, todas a una de las realidades e ideas fuerza que se han cocinado en Occidente – así en Venezuela, bajo égida cubana y ruso-china – y tienen como ejes al Foro de Sao Paulo, a su reconversión progresista del Grupo de Puebla, al Partido de la Izquierda Europea asociado a estos, y trasegados sus insumos a la Agenda de la ONU 2030, alcanzan su gran síntesis y paraguas, para lo sucesivo, en el Acuerdo Putin-Jinping/2022.

La contracara histórica, mirándola por el retrovisor, es y son la Declaración de St. James y la Carta del Atlántico, de 1941, y la Declaración de Washington de 1942, en las que Occidente se comprometió a construir una paz duradera sin amenazas de agresión, bajo un régimen colectivo de seguridad, afirmado sobre la idea compartida de la dignidad humana.

Efectivamente, la posibilidad de que las cuestiones mundiales se conjugasen, normativamente, en favor de la libertad – de allí la consagración de los derechos a la participación política y la asociación, bajo el imperio de la ley y para garantizar al conjunto de los derechos humanos, según la Declaración Universal de 1948 – requería de un poder comprometido con el sostenimiento del sistema de Naciones Unidas naciente, consecuencia del Holocausto.

Pero, como paradoja, Rusia, China, Estados Unidos e Inglaterra, desde el mismo Teherán, habían fijado esa estrategia militar necesaria en 1943, concretada en el Consejo de Seguridad de la ONU. Todo esto ha llegado a su final.

Putin y Jinping vuelven en su acuerdo, obviamente sobre los temas preferidos del globalismo: gobernanza digital, transición verde, identidades, nacionalismos culturales, entre otros. La innovación, es que a diferencia de sus tributarios anteriores se refieren, esta vez, a la democracia y al Estado de derecho. No lo hace siquiera la Agenda ONU 2030, presumiendo que se pueden asegurar derechos humanos en defecto de la experiencia integral de la democracia.

Pero los padres del manido acuerdo sobre el orden naciente, quienes se autoproclaman “potencias mundiales”, han resuelto. La democracia y los derechos han de ser los que determinen cada pueblo, cada nación, a su arbitrio: “Una nación puede elegir las formas y métodos de implementar la democracia que mejor se adapte a su estado particular, basado en su sistema social y político, sus antecedentes históricos, tradiciones y características culturales únicas”, dicen. Y agregan lo que es un oxímoron, a saber, que la gente de cada país puede decidir democráticamente si su Estado es o no democrático.

Lo que sí es un Cisne Negro, a todas estas, es que Rusia y China han podido moverse con la fluidez de los amos por los pasillos de las Américas y Occidente, predicando y financiando la validez de las dictaduras del siglo XXI.

Para asegurar el desorden emergente y el deconstructivismo cultural y político que este apareja, aquellas anuncian como garantía de su fórmula “el equilibrio de poder internacional y regional”. Hablan de multipolaridad, pero sólo resucitan el principio del equilibrio de las fuerzas, fundamento de la vieja Sociedad de las Naciones (1919) y que, por lo mismo, mal pudo la Segunda Guerra Mundial. Lo oponen al de su sucesora, la ONU (1945), aún vigente, que intenta asegurar la paz mirándose en la Humanidad mancillada y no en los cañones.

Putin y Jinping, por cierto, anuncian que reescribirán la historia de esa Segunda Guerra, con énfasis en la memoria de los nazis derrotados con sus armas, no reparando en sus víctimas, los judíos. Así que, al mover la primera pieza en el tablero de ese ajedrez geopolítico naciente, Putin se escuda y excusa en que está persiguiendo a los nazis ucranianos, mientras China se abstiene y guarda el silencio de los cómplices.

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