Y ahora todos empezarán a irse de vacaciones y tú te quedarás ahí parado, con esa cara de acelga ecológica, aspirando el vapor del asfalto derretido de esta horrible ciudad. Diría que no estás preparado para asimilar seiscientas posturitas caribeñas por minuto en Instagram, recibir a todos los vecinos que han decidido dejarte en casa sus llaves y mascotas durante unas semanas y leer en la prensa cientos de especiales sobre los mejores destinos para este verano, eso que escriben de oídas los periodistas, soñando con parajes que jamás llegarán a pisar con su sueldo, salvo que atraquen un banco o vendan fotos privadas de las bodas de sus amigos futbolistas; ya me entiendes, una exclusiva de verdad y no es basura inservible de infiltrarse en comandos terroristas a la que nadie le daría like, excepto los muertos del atentado anterior.
La ciudad se irá llenando de esos tipos pálidos a los que les ha dado un rayito de sol en la pantorrilla y han quedado marcados como el ganado. Los conocerás en seguida. Hay dos modelos. Uno, delgadísimo, que va vestido como Josep Borrell cuando visita a un ministro negro de algún país exótico y trata de camuflarse vaciando los almacenes de Coronel Tapioca. Y otro, enrojecido y obeso, que viste embutido en una camiseta de talla infantil y lleva el flotador al aire, dispuesto de tal manera que dan ganas de apoyar el cubata. No lo haces al calcular que de un solo mandoble podría enviarte de vacaciones al sur de África. Sin vacunar, ni nada.
De algún modo querrías decirles a tus colegas que sí, que también te vas a Bali, que seguro que se te ha perdido allí cualquier cosa, empezando por la paga extra, o tal vez que tú también necesitas vivir nuevas sensaciones, y que por eso te has decidido por un crucero por el Báltico, coronado por una gran discoteca en la que, si olvidas la medicación contra el mareo, puedes presumir de todos los síntomas de una cogorza trasatlántica sin necesidad de gastar ni un céntimo en whisky.
Que sí. Que te gustaría enseñar tu billete a Ciudad del Cabo, y danzar delante de tus amigos con el ticket pegado a la frente como en una despedida de soltero, y hacerte una foto muy sonriente desde el aeropuerto, que a poco que tardes un par de días en hacerla pública, será póstuma. Tal vez podrías presumir de tu próxima aventura cubana, donde puedes disfrutar como turista lo que jamás podrás ver como cubano, y eso es algo que siempre te hace sentir importante, aunque en el fondo sea bastante miserable. Si se trata de reafirmar tu autoestima, un apartamento de lujo en Nueva York tiene su encanto, y si has perdido por completo los papeles, cualquier fotografía junto a esas imitaciones monumentales en Dubai pondrá los ojos como platos a tus amigos más ordinarios, suponiendo que no sean ellos los autores de la foto.
Que esa es otra. Recorres millones de kilómetros por el aire, atravesando fronteras, océanos y husos horarios, porque estás harto de Cuenca, quieres perderte de Cuenca, no quieres ver durante tres semanas a un solo conquense, quieres llegar a olvidar por completo la vida, el paisaje y la rutina de Cuenca, y en realidad odias infinito todo lo que tiene que ver con Cuenca y… ¿Sabes qué te encuentras nada más llegar al parque nacional Uluṟu-Kata Tjuṯa? A un tipo de Cuenca, claro, haciendo cola en la recepción del resort. Que te dice: “¡Coño, vecino! ¡Qué pequeño es el mundo! ¡A tope con Cuenca! ¡Hay que celebrar este encuentro fortuito! ¿Cenamos juntos esta noche? ¡Cuenca unida jamás será vencida!”. Y entonces recuerdas que estás en el desierto y que tal vez las estrellas se alineen a tu favor, y el tipo se deje la ventana de la habitación abierta y se lo coma una hiena a la hora de la siesta. Claro que, si ocurre, las televisiones españolas te buscarán, te encontrarán, y te pedirán que entres en directo en algún programa matutino para explicar lo triste que estás, lo mal que te sientes por tu compatriota, y lo mucho que te habías alegrado de encontrártelo en Uluru, allá donde Bill Gates perdió el WiFi, para recordar vuestros añorados paseos dominicales por las callecitas de Cuenca.
Quizá te horroriza todo esto de las vacaciones, su festival del mal gusto y sus sacrificios penosamente compensados; me refiero a los atascos, a las mordeduras de animales exóticos y a los timos en restaurantes para turistas bobos, donde ya que te sisen la VISA te da igual, si al menos te aclarasen si esos taquitos en el arroz que te has comido en el almuerzo eran de cerdo o de gato. Y me temo que no lo sabrás hasta que sea luna llena y te sorprendas maullando al cielo en el balcón y entonces todas las precauciones serán pocas para evitar comerte el hámster del vecino.
Pero si realmente aborreces toda esta fiebre por viajar a lugares muy remotos a mezclarte con culturas muy freaks, siempre puedes unirte a mi legión de cínicos: somos los que aseguramos que es genial cuando no tenemos vacaciones en verano, porque la ciudad está vacía y podemos circular tranquilamente para ir y venir del trabajo. Eso es. Es genial. Es maravilloso. Es estupendo tener toda la ciudad para ti solo y trabajar mientras el resto del mundo se zambulle en aguas cristalinas en algún país que no sale en los mapas. Ya ni siquiera te consolará pensar que, con un poco de suerte, serán devorados por un cocodrilo.