martes 25  de  marzo 2025
AVENTURA

Cada argentino es un volcán

Yo, que soy un argentino frustrado, que pienso mudarme a Buenos Aires cuando me retire de la televisión, que soy el nuevo "peruano parlanchín" que ama todo lo argentino, incluso lo más irracional
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Cuando le pido a mi esposa que viajemos a Buenos Aires este fin de semana para escapar de la rutina sosegada de Miami, ella me dice:

-Es demasiado lejos. No hay Amazon. No hay Uber. Es Tercer Mundo.

Yo, que soy un argentino frustrado, que pienso mudarme a Buenos Aires cuando me retire de la televisión, que soy el nuevo “peruano parlanchín” que ama todo lo argentino, incluso lo más irracional, desmesurado y pintoresco, le digo:

-Yo no sé si es Tercer Mundo o Primer Mundo. Pero nunca me he aburrido en Buenos Aires. Es la ciudad más divertida del mundo.

Mi mujer hace un mohín y dice:

-Solo pensar en el taxi viejo, enano, destartalado, con un chofer que fuma y no para de hablar, llevándonos del aeropuerto al hotel, ya me desanima por completo. Y luego, qué, ¿te parece divertido que salgamos a caminar y me roben el reloj y la cartera dos chicos en una moto?

-¡Eso pasaba antes! –le digo-. ¡Ya no pasa ahora! ¡Las cosas han cambiado, están mejorando!

Mi esposa, que habla como argentina perfectamente, que sigue a varias youtubers argentinas, Malena Pichot su predilecta, que tiene tres amigas argentinas en la isla en que vivimos, me dice:

-¡Vos vivís en una nube de pedo, nene!

Luego trato de explicarle que este domingo será un día histórico porque, con suerte, la ex presidenta demagoga y charlatana, agazapada detrás de placas tectónicas de maquillaje, el pelo de un color sopa de calabaza con rodajas de remolacha y jengibre, perderá las elecciones, y sería lindo estar en Buenos Aires para celebrarlo, pero ella, joven al fin, ajena a los jaleos y tribulaciones de la política, me dice:

-Si quieres ver quién ganó las elecciones, prendemos la tele y ponemos Telefé Internacional, ¿te parece? Pero no vamos a viajar diez horas…

-Nueve.

-…para que nuestra hija pierda una semana de clases en el colegio. ¡Ni hablar! ¡No podemos ser tan irresponsables!

-¿Pero no me decías anoche que sería genial mudarnos a Hawaii y hacernos veganos los tres y sacar a Zoe de la escuela y educarla en un estilo de vida saludable, pajero, feliz, cero competitivo?

-Si es a Hawaii, me apunto, viajamos este fin de semana –concede mi mujer-. Pero a Buenos Aires, olvídalo, ni loca.

Despechado, sentencio:

-Entonces viajaré solo.

Como ella sabe que he tenido novio y unas pocas amigas cariñosas en Buenos Aires (una de ellas, ninfómana), y no es boba, y presiente el peligro, y me imagina ligando en bares de ambiente, o directamente en bares decadentes, me baja la persiana, sin dudarlo:

-Ni lo pienses. Eso no va a ocurrir. Si viajas solo, le digo a tu madre que te dé el encuentro allá. Y te jodes. Tienes que llevarla a misa todos los días.

Me quedo en silencio, refunfuñando. Ya no soy un hombre libre, soy un rehén de la familia, y así está bien. La verdad, si viajo solo, extrañaría a mi hija y mi esposa, y no sé si la pasaría bien. Además, ¿qué carajos haría una semana en Buenos Aires? Nada, realmente nada. Es decir: dormir hasta mediodía, comer como un animal, ir al cine todas las tardes, reírme viendo los programas de chismes truculentos en la televisión, comprar todos los periódicos y revistas en el quiosco y entregarme a esa lectura perfectamente inútil, prescindible y sin embargo gozosa, comprar un montón de libros que a buen seguro no voy a leer, tomar el té como una señora derechista en el Alvear, que yo siempre he sido una señora muy de derechas, pero de derechas liberales, libérrimas, libertinas.

-No vería a nadie –le digo a mi esposa-. No tengo ganas de ver a nadie de mi pasado. Ni siquiera tengo ganas de ir a una discoteca. Tú sabes que no tomo alcohol, no me drogo más, solo me aplico aceite de marihuana en la cara y el pelo antes de dormir. ¿Me dejarán pasar los controles en Ezeiza con mis frascos de cannabis oil?

Mi mujer me mira desdeñosamente y no pierde su tiempo hablándome, está abducida por la tableta bruñida enfrente suyo.

-¿Qué será de la vida de Andrea? –me pregunto, como si la extrañara, y es verdad que la echo de menos.

Andrea es escritora, librera, publicó un libro precioso, se tatuó mi nombre, “Jaime”, en la nuca, menos mal que no escribió “Jayme”, como a menudo lo escriben en esta ciudad, y luego nos peleamos ferozmente por una persona que no lo merecía y me agravió como nunca nadie me había insultado:

-Sos un negro culosucio.

Siempre le amaré por haberme insultado de esa manera memorable y genial. No conocía esa invectiva deliciosa, aquella procacidad arrabalera, musical. Solo los argentinos te insultan así, tan lindo.

-¿Qué será de la vida de Paola? –digo.

Paola era la ninfómana, ¿lo seguirá siendo? Cabalgó sobre mí una y otra vez, rebajándome a la condición de poni peruano amaestrado, diezmado en sus energías, acezante, en la víspera de que viniera a entrevistarme el joven periodista que, en un rapto autodestructivo, se infligió el padecimiento de ser mi novio, cuánto lo quise, cuánto nos odiamos ahora.

-Me gustaría reunirme con Durán Barba –le digo, y recién entonces deja la tableta, me escudriña con desconfianza y pregunta:

-¿Quién es Durán Barba?

-Un ecuatoriano –respondo-. Un genio.

-Qué improbable, un genio ecuatoriano –observa ella, desde el prejuicio.

-Gracias a él, Macri es Presidente –continúo-. Quiero pedirle que dirija mi campaña.

-¿Qué campaña? –pregunta mi mujer.

-Mi campaña presidencial –digo-. Solo Durán Barba, que se peina igual que yo, podría obrar el milagro de hacerme Presidente del Perú.

Mi esposa ríe con desparpajo. Se burla de mí. Me ve como un viejito terco, empecinado, delirante, de espaldas a la realidad.

-¿Sigues pensando que los peruanos te van a elegir Presidente? –pregunta, en tono socarrón, hiriendo mi ego-. Con la fama de puto que tienes, ¿van a votar por ti? ¡Por favor!

-Pero estoy casado contigo y soy padre de tres hijas –me defiendo, a duras penas.

-Eso no te hace menos puto –zanja ella la cuestión, dejándome demudado-. Todo el mundo sabe que eres la señora de nuestro matrimonio y que cuando tu ex te llamaba La Gorda Pasiva, tenía razón.

-Sí –alcanzo a farfullar, derrotado-. Tenía razón. Siempre he sido pasivo. En todo.

Luego quedo en silencio, cavilando, y digo, para mí mismo:

-¡Qué ironía que en el banco me acusaran de lavar activos! ¡Con lo pasivo que soy!

En efecto, me acusaron de lavar activos porque retiraba mucho dinero en efectivo, prefería no usar la tarjeta de crédito, y me cerraron todas las cuentas en el Citibank, aún no puedo creerlo, tamaña humillación a la que me sometieron solo por tener la costumbre antigua, sí, es verdad, de usar efectivo. Pero nunca he lavado activos porque mis novios y amantes ocasionales, todos activos, sabían hacer solos sus abluciones y no precisaban de mis cuidados higiénicos.

Como me resigno a la desdicha de que no viajaremos a Buenos Aires este fin de semana, me dedico a mirar en internet apartamentos en venta en Recoleta y Palermo, hasta que mi mujer mira de soslayo mi tableta y dice:

-Te he dicho que no vamos a comprar un departamento allá. Olvídalo. No va a ocurrir.

Pero yo sigo maliciando la idea de que allá, algún día, retirado, exiliado de la televisión, escribiendo cosas viscerales, biliosas, seré feliz, todo lo feliz que no pude ser acá. Si sólo pudiera comprar esa casita tan linda en Barrio Parque Aguirre… Si sólo pudiera convencer a mi mujer para pasar los inviernos allá… Si sólo pudiera estar seguro de que la ex presidenta no ganará este domingo ni en las próximas elecciones presidenciales…Pero la magia de la Argentina radica precisamente en que todo es impredecible, todo puede pasar, todo es delirante, afiebrado, inmoderado, volcánico. Cada argentino es un volcán, un volcán en latencia, a punto estallar, o un volcán en erupción, y sus palabras inflamadas, flamígeras, son magma quemante, y nadie pisa la Argentina sin chamuscarse un poco y, al mismo tiempo, sin presenciar esa ceremonia sobrecogedora y hechicera, la de un volcán majestuoso en perpetua erupción que echa al aire partículas ígneas de lava y materia cenicienta en forma de palabras que nunca cesan.

-Algún día me iré a vivir a Buenos Aires –le digo, pero ella se ha quedado dormida.

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