En la Isla, según las leyes, todos somos iguales. Pero la realidad es que unos son más iguales que otros. Si no fuera tan dramáticos el despotismo y las carencias que sufrimos, supondríamos que ese disparate llamado revolución cubana formaría parte del guión de alguna novela marcada por el surrealismo mágico. El Macondo literario del Gabo podría ser Babiney en la región oriental, el poblado del Cayuco en la provincia de Pinar del Río o el barrio de Carraguao, municipio Cerro, a veinte minutos en automóvil del centro de La Habana.
Contaba el colombiano Gabriel García Márquez en el comienzo de Cien años de soledad, la novela que lo llevó a la fama y al Premio Nobel de Literatura en 1082, que muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía recordaría aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Siempre he sospechado que el Gabo se acercó a Fidel Castro con el bisturí en la mano para diseccionar en un futuro al manicomio socialista de su compadre, el dictador caribeño.
El Gabo murió en 2014, dos años antes que Castro. Escribió dos o tres crónicas mostrando la grisura y mediocridad del comunismo en Europa del Este y una nota retratando la glotonería del barbudo, cuando en un día de apetito insaciable el autócrata se zampó dieciocho bolas de helado y un pargo asado. Un escritor como García Márquez, el analista y politólogo Carlos Alberto Montaner o el soberbio poeta y periodista Raúl Rivero podrían describir de una manera diferente la pobreza extrema que sufre el 90 por ciento de los cubanos.
Por ejemplo, la de un anciano que ha perdido la visión por falta de atención médica en un país donde las autoridades alardeaban de ‘ser la primera potencia del mundo en salud pública’. Se llama Benito. Tiene 84 años y vive en el barrio marginal de Carraguao. Su esposa Caridad falleció por Covid en 2021. Su hija pasa tres veces a la semana para llenarle los cubos de agua y criticar durante dos o tres horas al ineficiente régimen que administra el país.
“Desde hace siete años estoy en uns lista para hacerme una operación de cataratas. Como soy negro, pobre y no tengo dinero para pagarle al médico, nadie se acuerda de mi caso. Además, por falta de medicamentos, la hipertensión y la diabetes no la puedo controlar”, dice Benito.
Reside en una destartalada habitación interior de una cuartería. Hace sus necesidades en un tibor. Come lo que aparezca o un poco de caldo caliente que le regala algún vecino. Quisiera morir rápido y sin dolor. “Ya quiero unirme a mi esposa. Ella me está esperando”. En medio de una miseria atroz su último deseo, antes de que Dios se lo lleve, "es comerme un pan con bistec como los que vendían ante de 1959 en cualquier timbiriche".
Benito no pide dinero, mejores condiciones de vida ni democracia para Cuba. ¿Cómo hubieran relatado García Márquez, el gordo Rivero o Carlos Alberto las historias de miles cubanos que en algún momento apoyaron a Castro y hoy viven en la más absoluta miseria?
Indudablemente lo hubiesen contado mejor. Recuerdo una tarde que mi madre Tania Quintero, periodista independiente exiliada en Suiza desde 2003, le contó a Raúl Rivero un auténtico circo romano desplegado en la parada de ómnibus contigua a la Plaza Roja, en la barriada habanera de La Víbora, en cuando la policía mostró, esposados y encimas de un camión, a cinco jóvenes mestizos acusados de supuestamente ser carteristas.
Era una escena dantesca. Estilo aquellos años del terror rojo durante la Revolución Francesa. Lo que sin guillotina. Con un altavoz, el oficial de la policia invitaba a los transeúntes a que denunciaran a los detenidos si los reconocían y habian sufrido algún robo. Mi madre redactó una noticia con los hechos. Raúl Rivero, le pidió permiso, y la transformó en una joya periodística publicada años después con el titulo de Cincos negros al tiro.
Esa capacidad de contar el horror con poesía solo está al alcance de los elegidos. Niurka, 71, años, residente en Babiney un pueblo a medio camino de la ciudad de Bayamo, provincia Granma, me escribe un chat por WhatsApp para contarme la odisea que padece hace cinco años.
“El socialismo en Cuba es una estafa. Cada año que pasa vivo peor. Estoy jubilada desde 2020 y el dinero no me alcanza para comer ni para comprar medicinas. Paso hambre. Me dieron una tarjeta de asistencia social. Lo único que me han dado en estos cinco años es un jabón y una botella de aceite donada por Rusia. Las dificultades son muchas. Apagones entre quince y treinta horas desde hace más un año”.
“No tengo gas para cocinar, hace meses que el Estado no lo distribuye. Cocino con leña, porque el saco de carbón lo venden a 1,500 pesos, más o menos lo que me pagan de pensión. Mi nieta, cumplió quince años y ni fiesta pudimos hacerle. Cuando le baja la menstruación tiene que ponerse trapos viejos u hojas de plantas hervidas. Esto no es vida. Me estoy volviendo loca y el pelo se me cae a montones. Quisiera morirme”, concluye Niurka.
Ciro, nieto de una familia que fue desplazada de manera forzada por la dictadura en los años 60 desde la zona montañosa del Escambray al municipio Sandino, Pinar del Río, acusados de ayudar a las guerrillas anti castristas, hoy reside en el caserío El Cayuco, cercano al Cabo de San Antonio.
A sus 36 años, Ciro lo ha intentado todo. “Soy graduado de técnico medio en veterinaria. He cortado caña, sembrado tabaco, arroz y cultivos varios. Trabajé de custodio, manejé una camión y he recogido apuestas de la bolita (lotería ilegal). Pero nunca he podido salir de la miseria. Ahora estoy cortando leña con mi hijo de 16 años, quien por nuestras penurias familiares se ha visto obligado a trabajar conmigo. Luego de hacer carbón, vendemos el saco a 800 pesos, pues en esta zona la mayoría de la gente no tiene dinero”.
Cuando cae la tarde, comenta Ciro, su hijo se queda sentado en los arrecifes, mirando el horizonte marino. “Ya me habló de hacer una embarcación e intentar llegar a Yucatán. Voy en esa, le dije. No tengo nada que perder. De pobre pa’ bajo no hay más pueblo”.
Mientras el país se cae a pedazos y los cubanos sufren los rigores del socialismo tropical implantado por Fidel Castro, el régimen vive en otra dimensión. En la prensa estatal un amanuense escribe sobre el desarrollo de la computación cuántica y la inteligencia artificial en la Isla en un país donde comer es un lujo. Los diferentes ministerios diseñan aplicaciones extravagantes, entre ellas, una que debe mostrar por dónde se encuentra el ómnibus más cercano. Sucede que en la práctica no hay guaguas. Solo la aplicación.
Se han creado plataformas de ventas que no funcionan. Sitios de la presidencia para que ‘el pueblo expresara sus criterios’. Jamás le dan respuesta ni ofrecen soluciones. El impresentable Miguel Díaz-Canel, elegido a dedo por Raúl Castro como presidente, con su lenguaje anodino y distante decreta unas leys tras otras, como si fueran perros calientes, sin un sustento que las justifiquen.
En un momento de lucidez, el propio Díaz-Canel reconoció que Cuba es un país anormal. “Hay una ley de ganadería y no hay carne de res, una ley de pesca y no hay pescado y una ley alimentaria y no hay comida”. Si lo hubiera dicho un opositor, la sentencia no bajaría de diez años. La Isla flota entre dos aguas. La cruda realidad y la utopía de los mandarines que dirigen la nación como si fuera una plantación de esclavos.
Me contaba una noche cualquiera Raúl Rivero, tomando café en el balcón de su apartamento en Centro Habana, que el Gabo se dejó el bigote para parecerse al bolerista caribeño Bienvenido Granda y que persiguió a Armando Manzanero para que le enseñara a redactar uno de esos poemas que se bailan. Me comentaba Rivero que García Márquez solía decir que se sentía capaz de cambiar toda su obra literaria por la posibilidad de escribir un buen bolero. El propio poeta, me reveló en Miami, un año antes de morir, que su sueño era regresar a Cuba.
Su único deseo era tener una mesa para jugar billar y una vitrola para escuchar a Olga Guillot. Carlos Alberto Montaner cerraba los ojos y te describía hasta el más mínimo detalle los entresijos de su Habana natal. Cuánto se les echa de menos. Ellos magistralmente explicarían el absurdo que vive Cuba. Un país donde la realidad casi siempre supera a la ficción.