Suele repetirse que América Latina vive un proceso de transición, pero esto no es del todo cierto: lo que ocurre es un proceso de retorno a la democracia.
Suele repetirse que América Latina vive un proceso de transición, pero esto no es del todo cierto: lo que ocurre es un proceso de retorno a la democracia.
¿Por qué? Hablar de transición amerita que, antes que nada, exista una dictadura en el sentido tradicional del término, es decir, gobiernos militares, en los que hay un solo partido que gana todas las elecciones (si con suerte se hacen); en los que no hay separación alguna de poderes (ni interés en aparentarlo); en los que no existe prensa independiente (sólo propaganda), y en los que la persecución a la disidencia es dura, sin ningún tipo de recato ante la opinión internacional.
Esas condiciones han existido durante los últimos años exclusivamente en Cuba, lo que no quiere decir que otros gobiernos como los de su principal aliado, Venezuela, y los de Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Brasil, Perú y Argentina se hayan desempeñado como unas democracias puras y transparentes: son sistemas híbridos. Y en estos gobiernos las aparentes democracias, principalmente maquilladas con el derecho al voto, ocultan prácticas oscuras, propias de las dictaduras más férreas.
¿Por qué hablamos de retorno a la democracia o redemocratización? Porque la opinión pública se le ha volteado a estos gobiernos, principalmente por los escándalos de corrupción de sus dirigentes o por el desencanto ante los resultados frustrantes de modelos económicos fracasados, inspirados en El Capital de Marx –si es que algunos de sus ejecutores lo comprendió– o en las políticas fracasadas de la Unión Soviética.
En Venezuela el chavismo se ha ido desmoronando, perdiendo ampliamente el apoyo popular, como lo evidenciaron los resultados de las elecciones parlamentarias de 2015, en los que la oposición ganó con 65,2% de los votos, obteniendo 112 de los 167 diputados que integran el Parlamento.
A partir de ahí, el deterioro de Nicolás Maduro continúa. El último estudio de la prestigiosa encuestadora Venebarómetro (julio 2016) reveló que 10,8 millones de electores, de los 19 millones inscritos en el Registro Electoral, estarían dispuestos a votar en apoyo a la solicitud de la oposición para revocar el mandato del presidente. Sólo 1,4 millones votaría en respaldo al mandatario.
Con su Socialismo del Siglo XXI, Hugo Chávez fue el máximo exponente suramericano de esta doctrina en la última década. El deterioro de su proyecto en manos de sus sucesores ha tenido repercusión en otros países. Cuba, cuyo principal músculo económico lo constituye el petróleo venezolano, ha volteado su cara hacia su socio tradicional del siglo XIX: Estados Unidos, para iniciar una apertura económica obligada, que Raúl Castro astutamente busca para sobrevivir. Es un guiño al capitalismo y una leve aceptación del fracaso de su modelo económico.
En Brasil, otro país de institucionalidad cuestionada, los escándalos de corrupción han separado a la izquierdista Dilma Rousseff de la presidencia, y podría perderla definitivamente a finales de agosto, si así lo aprueba el Senado. Era una aliada fundamental del madurismo, así como Cristina Fernández en Argentina, cuyo candidato, Daniel Scioli, perdió las elecciones presidenciales de 2015 ante el liberal Mauricio Macri.
Son dos virajes inesperados, que desvanecen los matices del socialismo en América Latina, y le complican las cosas a Venezuela. En este momento “el hijo de Chávez” está en serios aprietos por sus violaciones a los derechos humanos, por los presos políticos, irrespetos a la Asamblea Nacional y control absoluto e inconstitucional sobre los poderes del Estado. En la Organización de Estados Americanos se topó con un intransigente ante esos abusos, el secretario general, Luis Almagro, quien asegura ya ha iniciado el proceso de aplicación de la Carta Democrática Interamericana contra Caracas.
En el Mercado Común del Sur, las cosas tampoco pintan bien, como lo demuestra que Venezuela no haya logrado hacerse con la presidencia rotativa del organismo –que le corresponde por orden alfabético–, precisamente por la negativa de Brasil, Argentina y Paraguay. El impasse se agravó cuando Maduro, en lamentable bravuconada, proclamó que ya su país ejercía la presidencia y llamó “corruptos y narcotraficantes” a los gobernantes de Paraguay, “dictadores” a los de Brasil y “demacrados” a los de Argentina.
Lo cierto es que aún no se ha definido qué ocurrirá con ese vacío institucional que reina el Mercosur, pero los países miembros, menos Uruguay, han propuesto una presidencia colegiada mientras Venezuela no respete los derechos humanos, las prácticas democráticas y libere a sus presos políticos.
Si bien es cierto que atrás quedaron los horrores de las dictaduras del Cono Sur en el Siglo XX, América Latina vive un retorno a la democracia, un regreso de cierta lucidez que brinda esperanza. La presión internacional, repite insaciablemente la oposición Venezolana, será indispensable en la posibilidad de que el Poder Electoral venezolano –controlado por el chavismo– ceda ante el deseo mayoritario de revocar al “hijo de Chávez”. Los países han virado en la dirección correcta para empujarlo.