Crimen, fe y medio trillón de dólares detrás del narcorégimen venezolano
Convertir una demanda amedrentadora en un juicio público, con su élite petrolera sentada frente a un juez estadounidense, era un costo infinitamente mayor que dejar pasar el reportaje
Crimen, fe y medio trillón de dólares detrás del narcorégimen venezolano
Por Elizabeth Sánchez Vegas | Venezuela Late
En la casa de los Ocando la memoria no era una idea: era un olor. Olor a químicos de revelado, a papel húmedo colgando de ganchos, a cuarto oscuro en Santa Ana de Coro iluminado por una luz roja. Allí, un niño miraba a su padre, Casto J. Ocando, entrar y salir con la cámara al cuello y volver siempre con algo más que fotos: volvía con pedazos de país atrapados en negativos.
Procesiones, huelgas, bautizos, entierros, actos cívicos, presidentes de paso, borrachitos de esquina, maestras, curas, obreros, candidatos. Décadas de Venezuela comprimidas en una montaña de sobres numerados. De ese trabajo queda hoy un archivo de 40 o 50 años, con 15.000 a 20.000 fotografías digitalizadas y un libro de 500 páginas que apenas roza la superficie de esa vida detrás del lente. No es un álbum familiar: es la memoria visual obstinada de una ciudad y, en el fondo, de todo un país.
En medio de ese trajín hubo una historia que partió en dos la manera en que la familia entendía el oficio.
En uno de los barrios más pobres de Coro, el padre está haciendo lo de siempre: buscando historias. De pronto ve a una niña descalza, pegada a la pared, avanzando a tientas como si el mundo fuera una sombra. Algo no le cuadra. En vez de disparar la cámara y seguir, se detiene. Toca la puerta.
Adentro descubre que no es solo ella: tres niños de esa casa están al borde de la ceguera por una enfermedad degenerativa. Lo fácil habría sido la foto lacrimógena, el pie de foto indignado y a otra cosa. Hizo lo contrario: escribió un reportaje para El Nacional, empujó una campaña nacional, habló con quien había que hablar.
El caso llegó al Ministerio de Salud. La familia fue trasladada en avión a Caracas, un lujo inimaginable para ellos. Vinieron las cirugías. Los niños recuperaron la vista. Con el dinero recaudado, la familia pudo comprar una casa. Años después, esos niños serían profesionales, padres, ciudadanos comunes que ven el mundo porque un reportero decidió que su trabajo no terminaba al bajar la cámara.
Casto hijo conocería esa historia tiempo después. Pero allí está el germen de todo: el periodismo no es solo mirar; a veces obliga a intervenir con actos que cambian vidas.
Durante un tiempo, ese niño intentó escaparse del destino. Estudió ingeniería civil, resistió varios semestres entre vigas y cargas, resolviendo ecuaciones mientras en casa se discutían portadas, golpes, fraudes electorales, abusos policiales, historias mínimas sin titular.
El ruido de las obras nunca pudo tapar el de las rotativas. Entendió que lo suyo no estaba en el concreto, sino en el relato. Dejó la ingeniería, se fue a estudiar comunicación social en la Universidad del Zulia y entró a trabajar en lo que, sin saberlo, llevaba toda la vida ensayando: el periodismo.
Primero en Venezuela: Oficina Central de Información, después El Universal, cubriendo gobierno, educación, economía, lo que hiciera falta. Luego el salto a Estados Unidos: El Nuevo Herald en Miami y, más tarde, la Unidad de Reportajes Especiales de Univision. Ahí su curiosidad encontró método: bases de datos, documentos, contratos, expedientes y fuentes que se movían dentro de estructuras que se suponían herméticas.
Con Univision formó parte de investigaciones como “Temporary Work, Permanent Insecurity”, sobre trabajadores temporales en Estados Unidos, nominada al Emmy de periodismo de investigación en español. Más tarde integró el equipo del especial “El Chapo: El Eterno Fugitivo”, que obtuvo el Emmy. No eran trofeos de vitrina: eran pruebas de que, cuando las historias se documentan con rigor quirúrgico, se mueven cosas en los despachos donde se toman decisiones.
Paralelamente escribió libros como Chavistas en el Imperio, fundó y dirige el portal http://PrimerInforme.com, levantó la marca Casto Ocando News en YouTube y redes, y se metió en un proyecto de otro tiempo: The Venezuelan American Archives, una fundación para ordenar la larguísima, casi olvidada, historia común entre Estados Unidos y Venezuela.
En esos archivos asoman Francisco de Miranda conspirando en el norte y reuniéndose con George Washington; un joven Simón Bolívar haciendo escala en Carolina del Norte; debates en el Congreso estadounidense entre 1810 y 1820 sobre el dinero enviado para comprar armas para la independencia; y la delirante aventura de la República de la Florida: en 1817, desde Margarita, zarpa un barco comandado por el general escocés Gregor MacGregor, casado con una hermana de Bolívar. Toman la isla de Amelia, proclaman una república con el venezolano Pedro Gual como presidente, resisten unos meses y el desenlace es una operación financiera: España termina vendiendo Florida a Estados Unidos por 7 millones de dólares.
Tiene incluso un libro inédito sobre la vida de Marcos Pérez Jiménez en Miami, entre espionaje, Guerra Fría y teorías que lo señalan como posible autor intelectual del asesinato de John F. Kennedy. Podría haberse quedado ahí, en la historia de archivo. Pero el presente lo arrastró a un agujero más oscuro.
El quiebre vino hace unos veinte años.
Desde el Miami Herald, Casto accedió a contratos internos de PDVSA y comenzó a atar cabos. Lo que encontró tenía una lógica sencilla y obscena: en algunas operaciones había hasta siete comisionistas interpuestos, y una comisión fija de 0,50 dólares por cada barril de petróleo que se vendía a través de esos intermediarios.
Medio dólar parece poco hasta que se entiende la escala: PDVSA no vende cajas de refresco. Vende millones de barriles. Medio dólar por barril, multiplicado por uno, dos o tres millones, se convierte en una manguera desviada que alimenta fortunas privadas mientras el discurso hablaba de socialismo y justicia.
Publicó una serie de dos reportajes, lunes y martes. La respuesta fue una demanda de 200 millones de dólares contra el Herald y contra él, impulsada por un bufete poderoso en Washington. Un intento de decapitar a quien se había metido en la caja fuerte.
En la reunión con los abogados del periódico hubo una sola pregunta que importaba:
—¿Con qué sostenemos esto?
Casto llegó con carpetas apiladas: contratos, estados de cuenta, copias de transferencias, documentos internos. En la investigación aparecían 15 personas vinculadas a esos negocios: altos funcionarios, operadores y comisionistas, entre ellos el entonces todopoderoso Rafael Ramírez; Argenis Chávez, primo de Hugo Chávez; otros gerentes clave y representantes de una compañía radicada en Houston que también se sumó a la demanda.
Los abogados entendieron que la defensa no sería un acto de fe, sino un combate de archivos. Usaron la ley de Florida a su favor: antes de ir a juicio, el demandante está obligado a agotar una vía de conciliación. Eso significa abrir la puerta a que el periodista entreviste, uno por uno, a todos los nombres señalados y les pregunte, con papeles sobre la mesa, dónde está el supuesto error.
Y si el caso llegaba a una corte federal, esos mismos Rafael Ramírez, Argenis Chávez y compañía podrían ser citados a declarar bajo juramento en un tribunal de Estados Unidos sobre cada contrato, cada comisión, cada barril.
En Miraflores y en la sede de PDVSA en La Campiña entendieron rápido. Convertir una demanda amedrentadora en un juicio público, con su élite petrolera sentada frente a un juez estadounidense, era un costo infinitamente mayor que dejar pasar el reportaje. La demanda se retiró. La historia quedó. Y Casto salió de ahí con una frase tatuada:
“Si yo le tuviera miedo a esto, estaría en el negocio equivocado”.
Ese día dejó de ser un periodista incómodo para convertirse, oficialmente, en enemigo.
A partir de entonces, Venezuela se fue cerrando para él como una puerta de seguridad que no vuelve a abrir.
Fuentes dentro del propio sistema le contaron que su foto circulaba en manos de la DGCIM, pegada en paredes de aeropuertos y puntos de entrada, con la orden de detenerlo si intentaba volver. Desde 2011 no pisa el país. Sabe demasiado bien que un periodista de investigación no va a parar a un calabozo común.
Eso le cambió la vida. Decidió no exponer a su familia. Nunca exhibe su intimidad en redes. Mide con quién se reúne, dónde, quién invita. Ha recibido amenazas, campañas de descrédito y también intentos de compra, de “acercamientos” suaves para ver si es posible neutralizarlo con halagos y contratos. Sabe que una parte de lo que sabe no puede decirlo, porque comprometería a fuentes que se juegan mucho más que un trending topic.
Se volvió, por fuerza, un hombre recluso y desconfiado, viviendo con una mezcla incómoda de rutina y vigilancia permanente. Pagó con vida privada el derecho a seguir mirando.
Con los años, su archivo fue dibujando un mapa mucho más grande que el de la corrupción petrolera.
Lo que hoy sostiene es demoledor. Las cifras que maneja ponen la piel de gallina. De acuerdo con estimaciones de organismos estadounidenses, desde el territorio venezolano salen cada año unas 500 toneladas de cocaína. Eso equivale a alrededor de 8.000 millones de dólares anuales solo por la cocaína. En una década, 80.000 millones. Aun así, advierte, esa cifra es “demasiado conservadora”.
A ese flujo hay que sumarle el oro del Arco Minero del Orinoco que sale por canales paralelos, el contrabando de combustible, la minería ilegal, las redes de extorsión, secuestro y trata de personas, y el uso intensivo del sistema financiero internacional y ahora también de criptomonedas para lavar ese torrente de dinero.
En el cálculo de Casto, lo que el régimen y su entorno han generado y movido, de forma directa o indirecta, se acerca y, probablemente, supera los 500.000 millones de dólares. Medio trillón.
Con medio trillón de dólares se pueden sobornar funcionarios, financiar campañas políticas en otros países, pagar bufetes carísimos, sostener aparatos represivos, influir en procesos electorales, levantar alianzas geopolíticas y comprar silencios en bancos, partidos y gobiernos que jamás se reconocerían a sí mismos como cómplices de una narcodictadura tropical.
Casto ha investigado, por ejemplo, cómo recursos de origen venezolano han lubricado carreras de la izquierda radical latinoamericana, incluidos dirigentes en Chile y Guatemala, todos con cuentas en paraísos fiscales, y cómo ese dinero se ha conectado incluso a organizaciones de izquierda en Estados Unidos, algunas vinculadas a figuras como Bernie Sanders y a movimientos capaces de incendiar calles al estilo de Black Lives Matter. Ha documentado intentos del régimen de sobornar funcionarios de agencias federales norteamericanas para torcer investigaciones y la construcción de una red en la que políticos de distintos países se convierten, de hecho, en rehenes financieros.
En el terreno, la cosa es concreta: 50 o 60 pistas clandestinas operativas hoy en el estado Apure para sacar droga por vía aérea; estructuras similares en el Zulia; acuerdos con carteles colombianos y mexicanos; conexiones con mafias en Europa, China, Medio Oriente; rutas que llevan cocaína y oro venezolano a África y, desde allí, a puertos europeos. No es “narcotráfico que se coló en el Estado”: es un Estado puesto al servicio del negocio criminal.
Por eso insiste tanto en que el problema venezolano no es local ni regional: es un riesgo global.
Cuando se habla de “plata de la dictadura”, muchos imaginan cuentas clásicas en bancos europeos. Casto cuenta otra cosa. Explica que, tras décadas de operación, el régimen aprendió la lección: las cuentas bancarias tradicionales son rastreables. Una parte creciente de esos recursos se ha ido moviendo a través de criptomonedas, en especial USDT (Tether) y otras stablecoins, usando wallets y plataformas con sede en lugares como las Bahamas.
No es casual que organismos como el FinCEN, del Departamento del Tesoro estadounidense, hayan empezado a mirar con lupa estas plataformas y a seguir el rastro de transacciones sospechosas que pasan por ahí, muchas veces vinculadas a operaciones de PDVSA, del oro ilegal o de redes de corrupción. Una parte del dinero está congelada o bajo observación; otra parte, sin embargo, sigue circulando y alimentando la máquina.
Que el régimen esté en crisis de caja para gobernar el día a día no significa que no exista el dinero. Significa, dice, que no pueden moverlo todo sin delatarse. Cada movimiento grande puede convertirse en una pista para fiscales y unidades de inteligencia financiera. Por eso buena parte del botín se queda agazapado, como una mina sembrada bajo el piso de varios países.
En medio de este panorama, Casto ha visto algo cambiar en el mundo: la manera en que se mira a Venezuela.
Durante años, muchos gobiernos trataron al chavismo como una molestia manejable, un experimento ideológico más. Eso se acabó. Cuando Estados Unidos empezó a mover fichas de máxima presión, incluida la presencia militar en el Caribe y el despliegue de activos como el portaaviones USS Gerald R. Ford, países que habían guardado prudente silencio comenzaron a hablar: Guyana, Trinidad y Tobago, Panamá, Costa Rica, República Dominicana, entre otros, empezaron a usar en público la palabra que antes evitaban: amenaza.
Detrás del despliegue militar, explica, hay algo más que demostración de fuerza: preocupación real. Preocupación por el tipo de armamento que el régimen puede haber adquirido con dinero sucio, incluyendo sistemas de origen iraní, por la posibilidad de que ese armamento se use para desestabilizar la región, por el rol de Colombia bajo Gustavo Petro en esta ecuación. El exministro de Defensa colombiano Juan Carlos Pinzón ha sostenido que Petro llegó al poder en buena medida gracias a los carteles; si eso es cierto, el peligro ya no viene solo de Caracas.
Para Casto, Estados Unidos se enfrenta a una ecuación incómoda:
*O asume el costo político, militar y económico de desmantelar esa estructura.
*O asume un costo mucho mayor a largo plazo, dejando que un cártel con medio trillón de dólares, controlando un Estado petrolero y con redes en varios continentes, siga operando a sus anchas.
Cree que en Washington ya se entiende que “esto no puede continuar”. Que el tema no es si el régimen caerá, sino cómo y cuándo, y a qué precio.
En medio de tanta cloaca, sorprende la manera en que Casto habla de la fe.
Tiene una formación religiosa sólida. No la exhibe como escudo, pero reconoce que sin ella la podredumbre que ha debido documentar lo habría quebrado. Cuando habla del régimen, no se limita a términos técnicos; lo describe como una fuerza del mal organizada, que tortura, mata, encarcela, miente y roba de forma sistemática, y que incluso ha intentado secuestrar la fe popular con prácticas de brujería, sincretismos a su medida y pseudo-religiosidad oficial.
En contraste, cuando habla de María Corina Machado, usa un registro distinto. No la idealiza como mesías, pero sí como alguien que ejerce un “liderazgo espiritual”. Recuerda haber escuchado a alguien decir que era “como si estuviera atravesada por una luz que no viene de ella misma”, y confiesa que la imagen le hizo sentido. Ve en sus recorridos un fervor casi religioso, una multitud que se aferra a algo más que a un programa político: a la certeza de que “lo vamos a lograr”, frase que repite como mantra.
Para él, la lucha venezolana no se puede explicar solo en clave de encuestas, negociaciones y sanciones. Es, también, una batalla por el alma del país: entre un mal profundamente organizado y millones de personas que se niegan a aceptar que esa oscuridad sea la nueva normalidad. Sin una recomposición ética, advierte, ningún cambio político será sostenible.
Vivir veinte años mirando ese abismo tiene un precio.
Casto habla de insomnio, cansancio, frustración, de noches en las que uno preferiría contar historias amables. Habla de la sensación de estar siempre en un “rabbit hole”, una cueva de conejo que se bifurca infinitamente: sigues un caso y apareces en España, tiras de otro hilo y llegas a Panamá, investigas una operación y descubres a un expresidente europeo haciendo de intermediario “respetable”.
Aun así, hay algo que lo mantiene en la trinchera. Una mezcla de adrenalina y sentido del deber. Cada documento que aparece, cada fuente que decide hablar, cada expediente que se abre, renueva esa energía rara que hace que alguien siga cavando cuando ya debería estar exhausto.
Está convencido de que lo que hace sirve. Sirve para que una demanda de 200 millones se venga abajo. Para que un banco, ante la amenaza de un escándalo, cierre una puerta. Para que un político ya no sea “presentable”. Para que un funcionario extranjero se lo piense dos veces antes de aceptar el dinero que lo convertirá en rehén. Para que una víctima sepa que su historia no cayó en el vacío.
Cuando se le pregunta por el futuro, no se arriesga a fechas ni a guiones heroicos. Cree, eso sí, que este sistema será superado. No por magia ni por cansancio, sino porque su nivel de peligrosidad lo hace insostenible incluso para potencias que antes lo toleraron.
Y entonces habla del día después.
Se imagina regresando a Venezuela, no como analista de estudio, sino como obrero de la memoria. Sentado frente a mesas largas con fiscales, jueces, comisiones de la verdad, historiadores, periodistas jóvenes. Abriendo cajas, discos duros, carpetas físicas y digitales. Cruzando nombres, fechas, montos, empresas, propiedades, rutas financieras. Ordenando la historia clínica de un país que fue secuestrado por un aparato criminal que se vistió de revolución.
Quiere hacer a escala nacional lo que vio hacer a su padre en un barrio de Coro: devolver la vista. Aquella vez fueron tres niños a punto de quedar ciegos que volvieron a ver gracias a una nota de prensa y una campaña obstinada.
Hoy es un país entero el que camina a tientas, golpeado, confundido, intoxicado de propaganda. Para que Venezuela pueda ver con claridad qué le hicieron y quién se lo hizo, hará falta algo más que voluntad: harán falta archivos.
Y esos archivos ya se están escribiendo. El día en que Venezuela cambie de página, cuando toque nombrar responsables, reparar daños y reconstruir confianza, una parte esencial de la verdad estará guardada bajo un apellido: Ocando. El del padre que fotografió medio siglo de país. Y el del hijo que decidió que, frente al crimen organizado con poder de Estado, la única respuesta digna era mirar de frente, escribir, archivar… y no callar.

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