Solo hay algo peor que escribir, dice O’Rourke, y es promocionar lo que has escrito. Estoy pasando por la aventura por segunda vez en un año y es hora de admitir que no me hace cosquillas. No nacimos para escribir, sino para quejarnos, por eso nos hemos atrincherado en el periodismo y nadie podrá desalojarnos; al menos, mientras los adelantos editoriales por libro no incluyan acceso Vip a las más lujosas barras libres de la ciudad y unos cuantos coches, muy deportivos y muy horteras, que podamos destrozar a golpes, para terminar un mal día sin el cargo de conciencia de tener que pagar la reparación. Hay un hormigueo especial en la sensación de destrozar el coche de otro. Lo he probado con el propio y, sinceramente, no es lo mismo.
Vender es algo demasiado ordinario para un escritor. No olvidemos que, por lo general, somos gente maldita, proscrita y de agrio carácter. Sonreír en televisión a primera hora de la mañana nos supone un esfuerzo extra de incalculables dimensiones. No somos eso que a la calle suele llamar “buena gente”. O no siempre. Y hablar de lo nuestro nos incomoda. Natural, por otro lado, cuando precisamente nos pasamos el día dejando por escrito girones de nuestra intimidad. Casi siempre termino pensando que ya he dicho todo lo que tenía que decir.
Los medios de comunicación parecen ponerse de acuerdo. Cuando se trata de ignorarte, y cuando se trata de convertirte en una estrella a toda velocidad. He pasado semanas de gira con los brazos cruzados y de pronto, en unas horas, tres entrevistas, una sesión de fotos, dos presentaciones, visitar un par de programas de radio, un chat digital, el cuestionario de una revista mucho más modernita de lo que yo aspiro a ser. Qué extraña sensación la de la promoción. Como predicadores. Y qué extraña sensación ser predicador de un libro llamado ‘Dios siempre llama mil veces’. Todo tan bíblico que estremece. Y con este frío, estremece el doble. A propósito: ¡Dios salve al carajillo!
Quienes me ayudan a conseguir que mi agenda de promoción no sea un completo desastre tienen un concepto extraordinario de mí, o al menos un gran sentido del humor. Disfrutan acordando entrevistas matutinas en lugares remotos de la ciudad, alguna televisión local a media mañana, y enviándome la noche anterior a uno de esos entrañables programas de madrugada que se hacen en directo, en un estudio que funciona gracias a la cafeína. Y allí tienen al decrépito autor, con esas ojeras que las maquilladoras consiguen arreglar –por desgracia las ojeras en las neuronas son más difíciles de blanquear–, asomándose a la última cita de la mañana, a contar lo mismo pero de otra forma. Que al fin el público no tiene la culpa, y yo no concibo eso de ir por ahí repitiendo lo bonito que es mi libro como un loro; que si tienen la gentileza de invitarte a un programa de radio o televisión es para que aportes algo más que una colección de graznidos más o menos eficaces como eslogan de una marca de supositorios contra la fiebre.
De niño quise ser futbolista, como todos. Pero yo más. Yo era del Madrid de Butragueño. Y hacía esas paradas al borde del área, eternas, mientras a los defensas les comían los nervios, y de pronto cambiaba de ritmo, y lanzaba con toda mi alma a gol, y veía la pelota empotrarse en la grada. Una vez maté a un estornino –que no lo sepa nadie–. Pero ahí quedaba ese gesto, tan del Buitre, de pararlo todo en mis pies durante un instante, cual cernícalo mordiendo área. De niño quería saltar al Bernabéu y triunfar allí, cerca de casa, y no pretendía recorrer el mundo en mi velero, como Perales, vendiendo crecepelo, como Trump. Y sin embargo, cosa rara, no pude triunfar con mis pelotas, y fue necesario romper a escribir, como Belén Esteban. Así que supongo que no puedo quejarme ahora, como Sean Penn, de tener que madrugar una vez por libro, como Houllebecq, para responder a algunas preguntas, como la Infanta Cristina, y convencer al mundo de que lo mejor de mí, como Gil de Biedma, se ha quedado en esas doscientas páginas de mi última obra, como Calatrava; solo espero que no se me derrumbe.