MADRID.- Desolación. Frío. Da igual. No vamos a encontrar las palabras. Las peores tragedias son aquellas que no logramos explicar. Es el mal, quizá. O el hombre. Es la muerte, que queda como balance de algo tan horrible, tan difícil, tan desesperante. ¿Dónde está Dios? Se escucha otra vez. Clamamos desde la tierra, con los ojos agarrados al enigma azul del cielo. Nada hay más humano que esta pregunta. Y supongo que Dios está ahí, en las lágrimas, en la leve luz de la esperanza, y en la mirada solemne de esas niñas del colegio Montespiño de La Coruña, que el miércoles llevaron flores a su Virgen, por Josep Sabaté, padre de tres alumnas del centro, y por todas las demás víctimas de la tragedia de Los Alpes.
Josep no sólo deja hijos de 3, 5 y 7 años. Su mujer esperaba el cuarto, ya muy avanzado el embarazo. Así, esa ofrenda floral en el colegio era también el inmenso abrazo de alumnos y profesores a una familia rota. No podríamos llorar lo suficiente. No podríamos explicar lo inexplicable. Tan solo reposar nuestra esperanza en la lección de serenidad, de luto elegante y sincero, de esas niñas portando las flores ante su Virgen de la Roca por el padre de sus amigas, por aliviar un poco el dolor de todos. Lágrimas, silencio, y una oración en los labios.
Aunque lleguemos a conocer todos los detalles de lo ocurrido, siempre será imposible entender por qué. De mismo modo que es imposible no conmoverse al repasar la lista de fallecidos, al leer los detalles de los últimos minutos en ese avión, al conocer las historias personales. Toda una vida marcada por los gritos y golpes contra la puerta de la cabina. Tantas vidas. Huérfanos y viudas jóvenes. Y ni una sola razón para tanto mal, para tanto dolor. Tan solo ese misterio del sufrimiento, que es el misterio de Dios, y el amor, que planta la cara más digna y valiente al mal, desarmándolo.
Es preciso siempre el recordatorio de nuestra fragilidad, de nuestra fugacidad. Todo ahora nos empuja al amor. No podemos dejar de querernos hoy, porque mañana puede ser demasiado tarde. Nuestro siglo no entiende este lenguaje de profunda eternidad, en su histeria por quemar el reloj. Algo hemos sacado de estos días negros de extraña paz. Vivimos en un suspiro. Nuestra seguridad es ficción. Y estamos siempre expuestos al mal, que destruye, que ahoga, que existe por más que a veces queramos negarlo.
Cae esta tarde de luto y primavera. Siguen las banderas a media asta en Madrid. Paseo calles viejas y encuentro velas prendidas en algunos rincones. Junto a la ermita, flores anónimas y dibujos de niños. Besos gratuitos. Solo en el esfuerzo por hacer el bien, por querer cada día más, por estirar el corazón hacia el cielo, podremos encontrar la esperanza de vivir entre el dolor. Con la seguridad de que buscando el bien combatimos también la podredumbre de la maldad, expuesta con toda su amargura hoy en esos espeluznantes comentarios en las redes sociales, con chistes y felicitaciones por lo ocurrido en Los Alpes. Hay que tener muy sucio el corazón, muy podrida la conciencia, para reírse de algo así.
Y sin embargo, no me inquieta esa basura. Mi corazón está sereno y orgulloso entre esas niñas de Montespiño reunidas en homenaje a los fallecidos, aprendiendo de su emocionante lección de amor, al llevar el dolor de todos hasta los pies de la Madre de Dios. Al fin y al cabo, nadie como una madre para aliviar el dolor. Su gesto sencillo e inocente nos reconcilia, nos vapulea el alma dormida, nos sitúa en la senda de la belleza y del amor, en el ejército de los hombres buenos. No hay mal capaz de oscurecer tanta luz.