La infancia es escuela para toda la vida. Si no podemos retenerla en el bolsillo, al menos nadie podrá evitar que veamos en los niños el ejemplo a seguir. Todo lo que tiene de bueno lo vejez es lo que tiene de infancia. Y los ojos de un niño siempre serán el mejor antídoto contra esa idiotez que parece imponer como peaje la modernidad. Basta con mirarlos un instante para ver cómo se caen los sesudos discursos de los ilustrados de nuestro siglo, se desparraman, y se rompen.
Se acusa al niño de carecer de sentido común cuando en realidad lo tiene más que nadie. Si acaso, lo que nos incomoda de su actitud es que su sentido común es tan extremo que nos desarma. No hay pregunta más demoledora que la que hace un niño al observar aquello que no le cabe en la cabeza; y es que, casi siempre, él no está obligado a tragar con muchas de las cosas que los adultos han de tragar, esa tolerancia intolerable sin más razón que la razón, siempre tan lista, tan soberbia, tan rancia.
En el mundo de los niños la felicidad es una suerte de limbo. No han desarrollado aún aquellos mecanismos que les permiten amar en plena libertad, pero a cambio saben mirar con esa bendita inocencia que acerca su corazón al bien, aunque su boca se empeñe en mordisquear el cable de la televisión. Al fin y al cabo están aprendiendo. Y de paso, poniendo a prueba los reflejos de sus padres. La mayor parte de los padres logran ser felices gracias a que los niños les obligan a dejar sus problemas de vez en cuando y mirar al resto del universo. Casi ninguno habría reparado en la existencia de tantos peligros eléctricos en casa hasta que un bebé se propone de verdad investigarlos.
Hace un par de días fui a bañarme bajo la tormenta. La piscina estaba solitaria y el cielo negro jarreaba como si estuviéramos en noviembre. No había rayos, no había más peligro que la lluvia, un peligro bastante reducido para alguien que pretende tirarse al agua. Y sin embargo, del desierto emergieron ambos: un padre con mala cara, y su hijo, de unos ocho años, tirando de él con fuerza hacia la piscina. El padre le gritaba que no era posible bañarse, por culpa de la lluvia y el consiguiente riesgo de enfermar. Ah, esa lógica adulta que siempre se pretende definitiva. Pero el niño contraatacaba con sentido común: ¿qué importa la lluvia si vamos a empaparnos en la piscina, papá? El padre buscaba razones pero el chiquillo vencía en todas. Al fin, salí del vestuario, sonreí a las nubes negras, y me arrojé a la piscina bajo la lluvia. Nadar bajo la tormenta. Esa extraordinaria sensación. A papá se le rompió el discurso por la vía de los hechos: si yo estaba sonriente en el agua, por qué no iba a hacerlo él. Se bañaron, por supuesto, y se lo pasaron en grande.
Así es, a grandes rasgos, el triunfo constante de la infancia sobre las sólidas razones de las mayores. Argumentamos siempre que las cosas son imposibles, o peligrosas, o sencillamente inalcanzables, cuando en realidad hay un meollo de miedos, frustraciones, y pesadísimas razones que nos impiden dejarnos llevar por la mirada feliz de los niños. Obviamente, no todo cuanto piensan estas pequeñas criaturas ha de ser permitido por los adultos; de ser así, tal vez desayunemos, comamos, y cenemos bocadillos de chocolate, viendo sin descanso la televisión. Pero lo que es evidente es que la infancia conserva en su interior el gran secreto de la felicidad que el adulto no puede, o no sabe, alcanzar.
El añorado madrileño Enrique Urquijo cantó al viejo anhelo de los mayores mejor que nadie en ‘Volver a ser un niño’. “Con la inocencia tan graciosa, / que cambia el nombre de las cosas, / con ese brillo que te quita el frío / cuando las noches lluviosas”. Los miedos del adulto son mucho peores que los del niño, aunque acostumbre a ocultarlos. Quizá porque el adulto no es capaz de pensar ni por un segundo que meter una zapatilla en el microondas podría resultar mucho más divertido que preocupante. Al menos en la mente de un niño. No le hace la misma gracia a la zapatilla.