jueves 28  de  marzo 2024
OPINIÓN

Cuando fuimos inmortales

Vivíamos en una casa tan grande, y tan alejada de la ciudad, que no llegaban los heladeros en sus carretillas amarillas, soplando sus cornetas, rasgando el silencio de las tardes, anunciando placeres dulzones
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Muy rara vez mi padre me daba plata para comprar un helado a la salida del colegio. Solo cuando estaba de buen humor, y eso era altamente infrecuente, me dejaba un billete y yo bajaba de su auto a las siete y media de la mañana. A las tres de la tarde, cuando sonaba la campana y salía del colegio, encontraba varias carretillas amarillas de heladeros. En los días excepcionalmente afortunados me permitía comprar un helado D’Onofrio. Pero casi siempre me quedaba salivando mi hambre, envidiando a los chicos que podían darse el lujo de saborear un helado y hasta dos.

Vivíamos en una casa tan grande, y tan alejada de la ciudad, que no llegaban los heladeros en sus carretillas amarillas, soplando sus cornetas, rasgando el silencio de las tardes, anunciando placeres dulzones.

La primera vez que escapé de casa de mis padres, con trece años recién cumplidos, vendí una joya de mi madre en el centro de la ciudad y no lo dudé: detuve una carretilla y comí cinco helados seguidos, uno tras otro, un helado de chocolate que se llamaba “Buen Humor”. Últimamente los he buscado, pero ya no los encuentro. Hay, sin embargo, otros mejores.

Todas las semanas llegaba a nuestra casa en el campo una revista de actualidad llamada “Caretas”. Antes de que yo la leyera, mi madre recortaba y tiraba a la basura la última página, pues en ella publicaban fotos de mujeres con los pechos descubiertos. En aquella revista escribía un columnista cascarrabias que se quejaba de que los heladeros, cuando pasaban por la tarde cerca de su casa y hacían sonar sus cornetas inconfundibles, lo despertaban de la siesta, le impedían descansar. Yo lo envidiaba porque los heladeros pasaban por la puerta de su casa. Eso no ocurría en los suburbios arenosos donde yo vivía. Por la puerta de nuestra casa solo pasaban perros chuscos, callejeros, y ocasionalmente predicadores mormones, y el servicio doméstico de las otras casas, camino al paradero del transporte público.

Mi obsesión con los helados de Lima llegó a tal punto que cuando empecé a tener éxito en la televisión me propuse tener como auspiciador del programa a la fábrica de los helados D’Onofrio. Lo conseguí. Como parte del acuerdo, instalaron una nevera llena de mis helados favoritos en la oficina donde preparaba el programa. Antes del salir en televisión, me atacaba la ansiedad y comía un montón de helados. Después del programa, para celebrar que todo había salido bien, comía muchos helados más. Por suerte no engordaba. Eran los años en que podía comer diez helados al día y seguía siendo flaco. Ahora, aunque no coma helados, sigo estando gordo.

Ya no voy a Lima todos los fines de semana. Ya no tengo un programa de televisión en esa ciudad. Voy dos veces al año, no más. Pero mi madre se ocupa de llenarme la refrigeradora de helados en vísperas de mi llegada. Y sabe bien cuáles son mis favoritos: los bombones de chocolate, el litro de lúcuma, los insuperables sánguches de chocolate con vainilla, el “BB” de chicha morada, el bizcocho “Tornado” y un clásico que se llama “Jet”. Naturalmente, los días que paso en Lima engordo a mis anchas, sin culpa, saboreando un helado tras otro. Los helados de Miami no son ni remotamente tan ricos como los de Lima. O será que los de Lima me devuelven el sabor perdido de la infancia, no lo sé.

En mi última visita a Lima me encontré caminando a solas de mi casa a la casa de mi madre porque mi camioneta no quiso encender, al parecer la batería se había estropeado. Caminaba distraído cuando un heladero pasó a mi lado y sopló su corneta. De pronto yo era un niño con hambre, a la salida del colegio. Pero ahora sí tenía plata. Le pedí al heladero que se detuviese. Me reconoció. Comí un par de helados, al tiempo que conversábamos.

-¿Por qué no te mandaste para presidente, Jaimito? –me preguntó, con la suave amabilidad que no podría sorprender entre los habitantes de Lima.

-Porque me gusta dormir hasta tarde –respondí.

-Yo hubiera votado por ti –me dijo.

-Pero mis hijas y mis hermanos y mi madre, no –le dije, y me miró como si mirase a un loco, un orate.

Poco después le propuse un trato:

-Te doy cien soles, si me dejas montar tu carretilla hasta la casa de mi madre.

Me miró, confundido.

-¿Y yo, qué hago? –preguntó.

-Tú caminas a mi lado y vamos conversando –le dije.

Me estudió, desconfiado: no sabía si estaba bromeando, tomándole el pelo.

-¿Vive cerca su mamita? –preguntó.

-A diez, doce cuadras –dije-. No más. Y si alguien nos para, le vendo los helados yo mismo.

Aceptó. Le di el billete. Subí al asiento y empecé a pedalear. Era mucho más pesado de lo que había imaginado. Era como montar en bicicleta cargando a una gorda descomunal. Pero no había prisa, y un sol tibio embellecía la ciudad, y por suerte el tráfico era liviano porque mucha gente se había marchado a las playas del sur.

Nadie nos detuvo a comprar helados. Nadie siquiera nos miró con extrañeza o simpatía. Fue un paseo tranquilo, apacible, relajado. Hablamos de política, de fútbol, de las cosas que hablan los hombres cuando recién se conocen. Me preguntó si volvería a la televisión peruana.

-No creo –le dije-. Me gusta estar retirado. Me gusta ser ex famoso.

Me preguntó si algún día sería candidato presidencial.

-No depende de mí –le dije-. Depende de mi madre. Ella es quien tiene la plata.

El heladero era bajito, risueño, desdentado. Caminaba chueco, torcido, como yo. Yo hago todo chueco: camino chueco, escribo chueco, amo chueco. Le pedí su corneta y soplé pero salió un sonido débil, ridículo, chueco, y nos reímos. Me hacía acordar muchísimo al jardinero de mis padres cuando yo era niño, el inolvidable Chino Mario, Hawaii 5-0.

Llegando a casa de mis padres, le dije:

-Te compro la carretilla.

Me miró, desconcertado.

-¿Toda la carretilla o todos los helados de la carretilla? –preguntó.

-Toda la carretilla –dije.

-No, pues, Jaimito, no te pases –dijo él, riendo-.

-Yo vivo de esto. Si me quedo sin carretilla, ¿cómo vendo helados mañana?

-Comprendo –dije-. Entonces véndeme todos los helados.

Aceptó de buen grado. Pasamos con la carretilla amarilla al jardín de mi madre y anuncié al personal doméstico que había helados para todos. Fue un momento de gran, luminosa felicidad. Salieron Emilia y Emma, Alfredo y Fernando, Irma y Aurora, Milagros y la niña Kiara, Gustavo y Luis, y hasta Edmundo el portero, todos reunidos entre risas y helados, celebrando ese raro momento de éxtasis. Mi madre, desde luego, se sumó a los festejos veraniegos y no se privó de un helado.

Tantos años después, cuarenta años después, me había convertido en heladero y podía darme el lujo de regalar todos los helados de la carretilla. No sé cuántos helados comí: fueron muchos, tantos que ya luego no tenía hambre para almorzar. Pero fue con seguridad uno de los momentos más felices de mi vida. Ya de vuelta en mi casa de Miami, a veces creo oír a lo lejos la corneta de un heladero. Pero es solo la brisa de la nostalgia que me devuelve a los años de la infancia cuando fuimos inmortales.

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