jueves 7  de  noviembre 2024

Cuando me fui de Cuba...

El inmigrante y el desterrado piensan distinto. El primero mira al futuro, sueña y lucha por quedarse ; el segundo se aferra al pasado, recuerda y cuenta los días para regresar

Hoy hace 55 años que me fui de Cuba. Es un día que recuerdo con claridad sorprendente. Por la mañana temprano me llevaron a Ruston Academy, porque a las 9 a.m. debía tomar el examen de geografía de Cuba del Instituto de El Vedado, al que el colegio estaba adscrito.

Era la última prueba para terminar el segundo año de Bachillerato. Fui la primera en entregarla. Minutos después, hizo lo mismo mi mejor amiga, Nancy Kress. Era la única persona a quien le había confiado mi partida. En el baño, sin habernos puesto de acuerdo previamente, intercambiamos regalos. Le di una manilla con mi nombre; ella me obsequió un dije con el suyo. Aún las dos los conservamos. n

El avión se iba a la 1:15 p.m., así que cuando llegué a casa no hubo mucho tiempo que perder. Me cambié de ropa, me peiné (a los 15 años recién cumplidos, no necesitaba maquillaje). Se me ocurrió ponerme un sombrero para el viaje. Pero después de probármelo descarté la idea y lo tiré sobre la cama. Oí que me llamaban porque se acercaba la hora de partir.

En la puerta del cuarto que hasta hacía unos meses había compartido con mi hermana Lucía, me detuve. Observé los grabados de las u201cmadonnas u201d de Rafael en las cabeceras, las dos camitas con sobrecamas de flores. Sobre la mía, los libros del colegio -entre ellos, Geografía de Cuba, de Leví Marrero- y la pamela con su lazo blanco que había decidido no usar.

Años después comprendí que esa imagen representa lo que dejaba atrás: mi niñez, mi país y un estilo de vida que nunca sería igual. nRecorrí cada habitación queriendo grabar en la mente cada detalle de aquella casa en la que había vivido desde los dos años de edad. Presentía sería un viaje muy largo. Al mismo tiempo, me decía a mí misma que era muy dramática y que pronto regresaríamos.

En la maleta sólo había empacado ropa de verano, el anuario del colegio, dos libros, el álbum con los recortes de los primeros artículos publicados y la fotografía de mi padre, fallecido seis años antes. Mi abuela, mi adorada Mama Lila, no quiso ir al aeropuerto a despedirnos. La besé y abracé antes de bajar al primer piso. En el descanso de las escaleras, alcé los ojos y la vi de nuevo. Su mirada gris acero sostuvo la mía. Me sonrió.

Las dos contuvimos el llanto. Nunca más volveríamos a vernos. nEn la planta baja todo era un ir y venir de gente y de maletas. El recorrido por la cocina, el comedor, la sala, la biblioteca fue más breve. Fuimos al aeropuerto en dos carros. Yo iba en el pisicorre con mi novio -años más tarde mi esposo- en el asiento de atrás.

Estaba colocado al revés, es decir, que mirábamos hacia la calle. Apenas hablamos en el camino. Absorbía con la vista las calles, los edificios, los árboles, La Habana. Pasarían cuarenta años antes de que regresara. nLas despedidas en el aeropuerto fueron breves. Mi segundo padre estaba escondido. (En cuanto llegamos a Estados Unidos se asiló en la Embajada de Venezuela).

No queríamos llamar mucho la atención de las autoridades. Mi madre no había cambiado el nombre en su pasaporte, y aparecía como una viuda que viajaba con sus dos hijas menores. Declaró que nos llevaba a que tomáramos un curso de verano. Sin aspavientos ni lágrimas, abracé a mi tía Sara, a mi hermano Bebo, a Lucía, que acababa de casarse.

Era la primera vez que nos separábamos. Besé a mi novio. También le di un beso a Gabriel, nuestro chofer. Tomé de la mano a mi hermana Gloria, de siete años, que vestía una saya muy ancha, y tenía la carita demacrada, pues estaba convaleciente de una amigdalitis. Mi madre nos siguió. Caminamos en la pista. Cuando llegué a lo alto de la escalerilla del avión, me viré a ver las palmas, el cielo azul.

Respiré profundo, como queriendo llevarme conmigo los aires de la isla. Adiós, Cuba, me dije a mí misma. nMe pasé llorando los 40 minutos del vuelo hasta Miami. Atrás quedaba todo lo que conocía y amaba y el proyecto de vida que desde temprana edad me había trazado.

Mi madre no hablaba una palabra de inglés, y cuando llegamos tuve que hacerme cargo de los trámites en Inmigración y de que no perdiéramos el vuelo a Washington, nuestro destino final. Ya no lloré más. Me di cuenta que había adquirido nuevas responsabilidades. Creo que ese día me hice mujer.

nTodos los cubanos recuerdan la fecha en que se fueron de Cuba. La vida se rompe en dos. Hay un antes y un después. Algo dentro de uno se quiebra, como un espejo que se ha hecho añicos y comenzara a partir de ese momento a reflejar imágenes distorsionadas.

nEl inmigrante y el desterrado piensan distinto. El primero mira hacia el futuro, sueña; el segundo se aferra al pasado, recuerda. El inmigrante desea integrarse al país que lo acoge, que sus hijos aprendan el nuevo idioma; el exiliado vive pensando en la patria que ha dejado atrás. Se esfuerza por que los hijos no olviden su lengua y su cultura.

El inmigrante lucha por quedarse; el exiliado cuenta los días para regresar. nHoy en día creo que, dadas las circunstancias, fuimos afortunados. Personalmente, lo que más lamento fue no ver más a mi abuela, la separación de la familia, y no haber estudiado, no haberme hecho escritora en mi país. Sé que muchos perdieron más.

Para todos los exiliados, nuestros proyectos de vida y de nación cambiaron drásticamente. Aún tantos años después y pese a varios viajes a la isla que he hecho a partir de 1999, el aniversario de mi salida de Cuba me llena de tristeza.

*Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española

¡Recibe las últimas noticias en tus propias manos!

Descarga LA APP

Deja tu comentario

Te puede interesar