La convención republicana me ha parecido un circo, con el agravante de que los animales abusados en el circo hemos sido nosotros, los espectadores enjaulados.
La convención republicana me ha parecido un circo, con el agravante de que los animales abusados en el circo hemos sido nosotros, los espectadores enjaulados.
La convención republicana me ha parecido un circo, con el agravante de que los animales abusados en el circo hemos sido nosotros, los espectadores enjaulados.
El estrepitoso desfile de payasos, bufones, domadores, malabaristas, mujeres barbudas, hombres bala, acróbatas, arlequines, tragasables y lanzallamas me ha dejado, a un tiempo, divertido y aterrado.
El dueño del circo es, por supuesto, el magnate y candidato presidencial: él lo dirige todo con modales despóticos, arroja cacahuetes a los monos, chicotea a las bestias salvajes, dicta el compás de las bailarinas, se declara inventor de un hielo que no se derrite, afeita a la mujer barbuda, hace volar al hombre bala, patea a los enanos y les exige que crezcan, hace lo indecible para que el público celebre sus desplantes y le rinda pleitesía. Lo consigue: es un charlatán demente, alucinado, afiebrado. Se jacta de que no hay en el mundo un circo como el suyo, y es verdad. Nadie reúne en una carpa gigantesca a tantos locos, perturbados, orates y chiflados. Es un circo y, a la vez, un manicomio. Antes era un partido político.
Habla con aires sibilinos la esposa del dueño del circo. Es bella y vaporosa, lánguida y ausente. Proviene de tierras lejanas, extranjeras. Habla con acento. Tiene miedo. Está aterrada. No tiene nada que decir. Solo aspira a leer correctamente lo que otros han escrito en las sombras. Las palabras no se desprenden de su espíritu ni de su inteligencia: son como moscas zumbonas que ella intenta atrapar con la punta de la lengua. Lo consigue solo a medias. No sabe que lo que está leyendo ha sido copiado entre gallos y medianoche del circo rival. Su esposo odia al circo de la competencia, y sin embargo ella le rinde tributo robando los trucos retóricos de su enemiga. Menudo despiste. Traspié de principiante.
Hablan los hijos del dueño del circo. Son altos, esbeltos, delgados, envarados. Agitan mucho las manos como si quisieran abofetear a alguien. Se atropellan con las palabras, parecen urgidos por terminar la frase. Llevan el pelo tieso, con fijador. No hay asomo de duda o reflexión en sus miradas. Parecen fanáticos con una misión. No hacen una pausa, no toman un respiro, son incapaces de burlarse de sí mismos. Yo, como espectador renuente, los detesto. Me gustaría despeinarlos, desanudarles el nudo de la corbata, quitarles el látigo con el que nos castigan, despiadados. Pero ellos son los dueños del circo y nosotros, sus animales enjaulados, las bestias que tienen que domar, amaestrar.
Habla la hija malabarista. No lo hace mal. Adula al padre. Es su padre y también su jefe. Es quien paga las cuentas. Si no fuera por el circo, no se daría la gran vida. Las ganancias que deja el espectáculo itinerante son pingües. Gracias a ellas, viaja en avión privado o en helicóptero mullido, anunciando las próximas funciones, alardeando de que nadie en el mundo sabe entretener como ellos. Y por un momento parece verdad: son tantos los que se agolpan dentro de la carpa, y baten palmas con ardor, y estallan en risotadas escandalosas, y se rinden en vítores y ovaciones de estruendo, que uno se resigna a pensar que sí, ese circo es el mejor, el más profesional, el que convoca más gente y suma la taquilla más abultada. Hay que ver la masiva cantidad de pánfilos, mentecatos, papanatas, pelafustanes, chupacirios y badulaques que se han dado cita en el circo: da la impresión de que, sumados, exceden largamente a quienes prefieren al circo contrario, dirigido por una señora mandona y testaruda; también parece que no hay un solo individuo cuerdo, razonable, en ese aquelarre de locos chillones, sin remedio.
No podía faltar, desde luego, la mujer barbuda. Es gorda, escandalosamente obesa. Alardea de sus ásperos modales. Sus palabras chocarreras destilan veneno, rencor. Hubiera querido ser linda, guapa, llamativa, pero es odiosa y ella lo sabe. No será nunca la esposa del dueño del circo ni su amante furtiva ni su secretaria o asistenta segundona. Su papel es escupir vitriolo, tragar vidrio, arrojar espumarajos venenosos, sembrar cizaña. Odia a la jefa del circo rival, la señora mandona y porfiada. Lanza denuestos contra ella. Incita a que el público se excite de bajas pasiones contra ella. Gritan todos que debe ir a la cárcel, o ser fusilada, o cuando menos torturada. De pronto es el circo romano, y desde las gradas se percibe un olor a venganza y un deseo de sangre. Veo a la mujer barbuda y pienso: qué desdichado su destino, qué triste ser tan fea, tan gorda y tan mala. Y, sin embargo, qué contenta parece ella en ese papel desgraciado.
Los asistentes al circo se enojan, gritan improperios y abuchean cuando el hombre bala se mete en el cañón, y todos esperan verlo volar y serpentear como un proyectil con destino incierto hasta machacarse la cabeza o las piernas, y de pronto él hace acopio de valor o coraje o dignidad, y se baja del cañón, y declara con aplomo que no está dispuesto a jugarse más la vida por el dueño del circo, porque ya no cree en él, pues sabe que es un charlatán, un farsante, un embustero. Y renuncia, se va, les da la espalda y se va, y la gente ruge furiosa y se siente traicionada porque el hombre bala no se jugó su esmirriada, minúscula vida por el circo, y contrarió las expectativas de verlo volar por los aires.
Por último cierra el evento el dueño del circo, que es, también, el payaso mayor, el bufón más ocurrente, el arlequín enmascarado experto en dar volatines oratorios. Su rutina humorística no tiene desperdicio: hace muecas, gorgoritos, morisquetas; pisa callos; despide flatulencias por la boca y farfulla analmente en latín; de su cabello platinado salen volando cuervos, palomas, canarios australianos; traga un sable y defeca una culebra; levita; aporrea a los enanos; besuquea a las odaliscas; lanza salivazos a los bailarines rusos; cuenta chanzas y chirigotas; cabalga sobre elefantes; orina sobre el tigre blanco; y, al final, grita como un demente, poseído por la fiebre de la vanidad: ¡el circo soy yo, el circo soy yo!