Quiso la suerte que Raquel Licea se quedara en Cuba y que tenga a mano un teléfono celular cada vez que se deprime.
Con la recurrencia de una torturadora profesional, Raquel sube a sus redes, una y otra vez, las fotos de la “playita de doce”, nombre con que bautizamos la costa abrupta junto al mar de nuestro barrio
Quiso la suerte que Raquel Licea se quedara en Cuba y que tenga a mano un teléfono celular cada vez que se deprime.
Con la recurrencia de una torturadora profesional, Raquel sube a sus redes, una y otra vez, las fotos de la “playita de doce”, nombre con que bautizamos la costa abrupta junto al mar de nuestro barrio, pedazo a donde ella va a recuperar su calma y así, indirectamente, nosotros a noventa millas, podemos reconectar con las aguas que nos vieron crecer y reafirmar que son el mejor patrimonio de nuestras vidas.
Nuestra generación en el exilio añora “el diente de perro”, esos arrecifes afilados que teníamos que sortear descalzos, para dejarnos caer en las aguas cristalinas del norte de La Habana.
La revolución pudo quitarnos todo, hasta la esperanza, pero nunca nos pudo arrebatar esa costa, inhóspita y arrasada por la cíclica violencia invernal que se extiende a todo lo largo de nuestro universo, desde la Puntilla hasta Santa Fe.
El adelantado se llamaba Eduardo Yáñez, quizás por el apellido salgariano o por la proximidad de su casa, fue el primero en llegar a la escuela con historias de este maravilloso mundo: Nos arrastró a todos, cargando pomos de cristal de boca ancha como los primeros artilugios de pesca.
La costa era además un ejercicio de reafirmación democrática, allí nos juntábamos bajo el mismo sol desde Martin del Junco con su estampa de lord hasta Tavares y Miguel Julio que lanzaban nasas para sobrevivir. Era también el escenario de nuestros primeros actos de rebelión, nos escapamos para bañarnos a voluntad y sin permiso, o el caso de Ignacio Javier que fue detenido por la seguridad del estado por tirarse al mar mientras Fidel tenía uno de sus congresos en el vecino teatro Karl Marx.
La costa era también el sitio de nuestros primeros escarceos sexuales, la oscuridad cómplice para esconder turbaciones primarias los sábados por la noche, luego de “ligar” en las fiestecitas del barrio.
Más tarde fue el borde de las lágrimas, se tragó a todos los que partían, tanto a los que llegaron, como a los que no pudieron.
También era una obsesión que por momento trataba de matarme, como la vez que, ante la vista atónita de Kike y Dámaso, el mar me convirtió en el epicentro de un torbellino cuando en pleno frente frío me lancé a rescatar la única pelota de frontenis que nos quedaba. O cuando sin sospecharlo, mi hermano y yo salimos a navegar en nuestras tablas horas antes de la tormenta del siglo aquel 13 de marzo de 1993.
En el exilio, en un ejercicio de recordación con Alex Cruz, descubrimos que jugarnos la vida “cogiendo olas” en los muros del Miramar Yacht Club fue una pasión compartida, saltábamos al lado de afuera para que la violenta marea nos subiera a riesgo de reventarnos, era la montaña rusa que no tuvimos.
Esa violencia de las olas que inunda nuestras vidas, donde quiera que estemos, es nuestra condena, nuestra “diabetes” que solo Raquel atenúa con la “insulina” de sus fotos, bellas imágenes con las yaquis de concreto al fondo y más cerca los muros destruidos que alguna vez sirvieron de bancos.
Allí quiero volver, cuando solo sea polvo, que mis hijas me liberen, nadando hacia ningún lado, esperando la ola que me esparza por el juguete mayor, porque la costa no era el trasto básico o adicional que la revolución nos daba una vez al año. La costa era la juguetería completa, siempre al alcance de la mano y ahora a la insalvable distancia de una simple foto.