El trazo imperial asiático ha dejado huella imborrable en los pintores contemporáneos, inclusive a veces sin que ellos lo perciban y ni siquiera lo reconozcan como suyo; sin embargo, pudiera asegurar sin temor a equivocarme que ha sido imposible escapar de semejante influencia, de un arte imperial que marcó un hito en la historia de la pintura y de la caligrafía. Jean Cocteau, el escritor y pintor, jamás consiguió fugarse de ese lineado, como tampoco ha podido, para bien de sus coleccionistas, Jesús Rivera.
Numerosos escritores y pintores, como es el caso de Wifredo Lam, supieron narrar sus quimeras, sus ensueños, sus motivaciones, mediante los trazos orientales de la antigüedad, han sido ilustradores de sus fantasmas caribeños y mucho más. Jesús Rivera es también eso, el ilustrador de sus apariciones, de sus espíritus eclípticos.
No existe vulgaridad en la insinuación de los cuerpos y en la brevedad de los rostros trazados por el artista, porque el dibujo zodiacal es muy propio de la personalidad de su pulso. La personalidad del trazo de Rivera vibra en el cuadrante majestuoso, de ahí que podamos advertir una elegancia vehemente, un respeto a la belleza, una devoción frente a las revelaciones y lo onírico.
Rivera es un pintor que ha sido elegido por las revelaciones, devenidas anunciaciones lunáticas, quizás galácticas. No confundamos, la verdad siempre estará más allá de donde alcanzamos a verla, Rivera ha podido entender mediante el ejercicio leal con el pincel, de que la confesión siempre saldrá de las múltiples versiones de una mirada. En sus dibujos la mirada resulta agitadora, porque en lugar de una puesta en escena de la muerte, se nos revela adherida a una teatralidad de lo vibrante, de la vida en otra parte, donde todos los peligros se frecuentan y se aceptan con hidalguía.
No obstante, también su pintura se nos muestra como una de esas florecillas ligeras primaverales de las que la mayoría escapa, que vienen a tocarnos la piel de forma azarosa, inadvertida, sin más precaución que el viento mismo que las impulsa, que las arroja desde el vórtice de lo desconocido.
El pintor sabe desaparecer en ese vórtice que es su obra, algo digno de describir, pocos pudieran hacerlo. Jesús Rivera pernocta en su trazo, se oculta detrás de la línea, la devora y la vuelve a parir; sólo lo adivinarán cuando entiendan la forma. Y la estructura perfilada para él es misterio fecundo.
Entra en poesía como una flecha, donde la diana es su mano misma, moviendo el pincel hacia el blanco, con la intención de alcanzar firme el objetivo; porque entra en poesía cual un monje que atraviesa el umbral de la religión, de su idea. Las diosas, las vestales de su obra, entreabren los ojos, familiarizadas con la felinidad y con la fellinidad, es decir, con lo felino atigrado, y con el alma cinematográfica de un reinterpretado Federico Fellini.
Resulta difícil para un artista entregar certificados de un estilo propio, Rivera es capaz de autentificar sus dibujos mediante una trayectoria sacerdotal, conservadora por tradicional, y museística, debido a esa idea de conservación de una escuela que inició desde que una imagen reinventó su mente, y no al revés como suele suceder.
“El amor me devasta”, escribió Jean Cocteau. El amor ha devastado a grandes artistas, inclusive en calma, cuando no aman, o cuando creen no amar, que es cuando más se ama. Tiemblan mientras esa aparente calma no cesa, ambicionan el movimiento, ansían al monstruo que les devora. La inquietud no les impide degustar de la suavidad o la aridez de la delicadeza del papel, de la consistencia de la cartulina, de la rugosidad del lienzo.
Esperar para ellos es sobrevivir en el suplicio, como escribió Dominique Marny, “poseer a otros por el miedo de perder, es lo que me sostiene, lo que retengo” en un acto veraz de acaparamiento… Retener y condensar el impulso obliga a la efervescencia del salto, a su eternidad en el aire. Jesús Rivera se ha mantenido todos estos años en un brinco perenne, en una pirueta ondulante y persistente hacia una búsqueda regia, soberbia e imperial; la que inició en otra vida, cuando quizás pudo ser un monje copista, inmerso en el rumbo de un trazado o de un tratado, en una novela que a algunos escritores nos hechizaría leer en el futuro, o mejor escribir, con la llama encendida de la fe en la creación soberana.