sábado 15  de  febrero 2025
OPINIÓN

En la Gruta de Belén

En una roca con forma de asiento, María reposa junto al pesebre que José ha logrado convertir en cuna
Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Una pequeña gota se filtra desde el techo y cae en la frente del Niño. La piel aún arrugada y rojiza. José, las manos hinchadas y toscas de trabajar la madera, acaricia su diminuta cabeza, secándola. El bebé se asusta, parece inquietarse ante la rudeza de la piel que le encariña, y su cara se asoma al abismo de un puchero. Pronto la mano cálida y suave de María descansa sobre su frente. Siempre llega a tiempo. E inventa la calma en el ademán del Salvador. Los ojos del Niño se cierran lentamente, dejando eternidades entreabiertas antes de claudicar con un suspiro. Fijando su borrosa mirada en el techo oscuro de la gruta hasta el último instante, cuando entre mínimos gruñidos acompasa su respiración como un reloj antiguo, un resquicio vigilante de sus vivos ojos entre los párpados perezosamente entornados, y al fin vuelve a dormir. Arropado, el silencio de un bebé, la serena inquietud de unos padres. La Sagrada Familia vive sus primeras horas. Nada será ya igual. Ningún gesto, por cotidiano que parezca, podrá permitirse el desdén de la irrelevancia.

José pisa despacio entre las maderas y la roca, traslada algunos enseres. Mira de reojo al Niño, inmóvil, soñador. Se acerca. Aguanta la respiración para no despertarlo. Ajusta los pañales de tela que lo cubren. Contempla el rostro brillante y feliz de Jesús, que dormita ajeno a la pobreza que enrecia en derredor y a la dureza de los corazones que hace unas horas cerraron sus puertas ante su inminente nacimiento.

En una roca con forma de asiento, María reposa junto al pesebre que José ha logrado convertir en cuna. Su corazón está ardiendo, el pulso sereno. Se recupera, medita, reza, reza siempre. Reza en cada instante. No habrá oración más natural que acompasar con cada uno de sus sentidos el acelerado latido del bebé Redentor. José y María son esos padres primerizos que hoy pasean por la habitación de un hospital, cansados pero despiertos de puro nervio, con la novedad de la presencia turbadora de un diminuto y extrañísimo ser –todo amor-, los puños bien cerrados, que se les va atando minuto a minuto a su corazón, con la magnífica dependencia de quien para nada se vale solo.

El rostro de la María, luz y madre, ojeras que valen oro. Qué absurda impotencia al describir lo que pertenece al Cielo con los rudimentos literarios de este planeta; valen mucho más que oro. Hay una Humanidad agazapada en cada mínima contrariedad de aquel improvisado nido, no demasiado acogedor, pero ardoroso al fin, y bien acomodado por un carpintero laborioso.

Ya algunos pastores saben que ha nacido el Salvador. Los ángeles lo pregonan como repartidores de prensa mientras elevan su frente y entonan con amabilísimas voces: Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonæ voluntatis. Pastores y ganaderos dejan sus rebaños de las afueras de Belén y acuden veloces, preocupados y exaltados, a descubrir a ese Dios Todopoderoso que ha de rescatar sus almas de los lazos satánicos del averno.

Sin embargo, al asomarse sus ojos temblorosos al portal, no pueden comprender nada. El perfume hediento de los animales y las arduas circunstancias del lugar contrastan con el amor orgulloso y sencillo de José y María. La terrible espada de un dios justiciero, viva aún en la memoria de los cabreros, se les desvanece ante la infinita vulnerabilidad de un bebé recién nacido. Al soplo del Espíritu Santo, caen de rodillas y adoran al Niño Dios. Por más duras que puedan ser sus entendederas, al respirar el aire de la gruta santa de Belén, sus razones se deshacen, sus corazones se calman, sus desavenencias se diluyen. Una gracia divina, está sí con los poderes del Altísimo, abre en lo más profundo de sus corazones las puertas a la fe, quebrando su vieja alianza con los profetas. El tiempo de espera ha terminado. Ha llegado el tiempo de la Redención.

Ni siquiera la noche deja en soledad la cueva. Los peregrinos son cada vez más lejanos. La noticia vuela. Ha nacido el Hijo de Dios. Todos vienen con las malas pasiones inflamadas, buscando a un dios justiciero. Y sus ojos de plomo se caen ante el suspiro perezoso del Niño, que duerme obrando así la salvación del mundo. Nace en toda la tierra una ola de humildad, primero, de misericordia después.

Nada de la alegre melancolía que nos acompaña esta Navidad resulta ajena a todo esto ocurrido hace siglos. Esa brisa espiritual que nos aviva el alma dormida a ratos en cada Nochebuena, que nos insinúa amores y perdones, es la misma que, dirigida por los ángeles de Belén, removió a aquellos primeros adoradores ante la majestuosa inocencia del Buen Dios. En cada año, en cada hogar, en cada Belén, en cada corazón, Navidad es fe, es esperanza y es caridad.

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