jueves 28  de  marzo 2024

Ese maldito microondas

Ahora todas las empresas tienen su cocinita y su microondas y es probable que más pronto que tarde tengan también su cama, su cuarto de los ratones, e incluso su cementerio funcional
Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Hay un momento aterrador en la vida de un profesional y es el instante en el que llegas a una nueva oficina y te cruzas la mirada con el microondas de la cocina. Ahora todas las empresas tienen su cocinita y su microondas y es probable que más pronto que tarde tengan también su cama, su cuarto de los ratones, e incluso su cementerio funcional, con capacidad para entierros exprés de trabajadores que se han excedido con la dosis de anfetaminas. La mía no es ninguna excepción y el recibimiento más hostil de mi primer día me lo brindó ese bicho asqueroso que solo sirve para estropear la carne y derramar leche hervida por todas partes.

Un café, me dije, sería buena idea tomar un café con leche. Y bajamos a la cocinilla Robin y yo, o Batman y yo, que nunca sé quién es quién, con la idea bien formada en la cabeza: sí, está bien, tomaremos un café. Todo iba a salir bien. A fin de cuentas, el café estaba hecho y solo era necesario calentar un poco de leche en el microondas, pensamos, desde la cima de nuestra ingenuidad.

Cuando me acerqué al aparato, los numeritos esotéricos de su pantalla comenzaron a parpadear. Era una cadena alfanumérica sobre la que ninguna hipótesis podía funcionar. No era la hora, porque la hora no tiene tantas letras. No era la temperatura de cocción porque ni siquiera los uzbecos utilizarían grafías tan extrañas para expresar el clima del corazón del averno. Y no era la marca del horno, porque ningún idiota elige la contraseña del WiFi de un vecino psicótico como nombre comercial.

Acerqué las narices a medio milímetro del horno y examiné sus botones, tan intuitivos como el cuadro de mandos de un submarino nuclear. Robin o Batman me estaba crispando, golpeando nerviosamente el piececito contra el suelo y mirándome por encima del hombro. Podía escuchar el griterío de su cerebro y sé que estaba deseando preguntarme: ¿tienes problemas para encender el horno? ¿Lo hago yo? Recordé una reflexión de Dave Barry que a menudo me persigue: "Es inhumano obligar a las personas que tienen una verdadera necesidad médica de tomar café a esperar detrás de personas que aparentemente lo ven como una actividad recreativa". Nosotros éramos dos personas con verdadera necesidad médica de tomar café y un horno estúpido recreándose a nuestra costa.

Entonces pasé a la acción. Toqué todos los botones, que a su vez respondieron a mis estímulos con un festival politonal, ecuaciones parpadeantes de tercer grado, y una desoladora falta de respuesta en lo esencial, que es ponerse a girar y calentar el maldito vaso de leche. Presioné a fondo un gran botón, justo cuando tenía un ojo abierto y otro cerrado pegado a la letra pequeña de las instrucciones de la puerta, y ésta se abrió como un resorte, golpeando casi mortalmente a este articulista y clavando su angulosa esquina en mi esferiforme ojo, actualmente campaniforme, pero campaniforme demodé y amoratado.

En el accidente, en un acto reflejo, rocié a Robin o a Batman con la leche y la leche me fue devuelta al instante pero en forma sólida y de mano abierta. Entonces Batman o Robin se puso a toquetear el microondas con el mismo gesto de gravedad y suficiencia que ponen en boxes los técnicos de la Fórmula Uno. El aparato pitó desafiante y comenzó a girar. La gesta habría sido digna de condecoración al mérito civil para Robin o Batman sino fuera porque estaba calentando la nada en absoluto. La tacita de leche estaba fuera del microondas.

Logramos abrir la puerta del horno, tras una larga negociación con ayuda de un equipo de psicólogos especializados en tragedias naturales, pero cuando depositamos la taza de leche dentro, el microondas ya había decidido entrar en modo suspensión irreversible, a mí se me habían pasado las ganas de café y la leche se había vuelto queso curado.

Nos miramos, Batman y Robin, exhaustos, fracasados y con un ojo inflamado, y nos tomamos el café con leche fría en medio de ese silencio demencial que sucede a la capitulación. En la huida, agachadas las orejas, me giré hacia el aparato y le dije, lacónico, "volveré", pero era mentira: nunca dejes que un electrodoméstico te humille por segunda vez.

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