sábado 12  de  octubre 2024
OPINION

Las guerras del fin del mundo

Alan García tuvo la pésima idea de confiscar todos los bancos privados y el gran Vargas Llosa se opuso con valor y lucidez a semejante barbaridad, dando el salto definitivo a la política
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

El inefable periodista Jimmy Barclays conoció al gran escritor Vargas Llosa en un restaurante de comida china, al que Vargas Llosa tuvo la gentileza de invitarlo. Barclays, con apenas dieciocho años, publicaba una columna diaria de opinión política, “Banderillas”, en el diario La Prensa de Lima. Vargas Llosa acababa de publicar una novela, “La guerra del fin del mundo”, que Barclays había leído, maravillado. García Márquez había ganado el Premio Nobel de Literatura. Residente en Londres, Vargas Llosa era ya un liberal, se había sacudido de sus taras izquierdistas. Barclays era también de derechas.

Unos meses más tarde, Barclays entrevistó a Vargas Llosa en la televisión. El gran escritor no esquivaba los temas políticos. Se decía que quería ser presidente de la nación. Barclays lo admiraba tanto que se puso muy nervioso. La entrevista se emitió en directo. Barclays trató de decir la palabra “recóndito” y, debido al miedo escénico que le provocaba estar con Vargas Llosa en televisión, se le enredó la lengua, se trabó, se atracó y fue un momento en extremo bochornoso para él. Sintió que había fracasado, no había estado a la altura de su interlocutor. Terminada la entrevista, Vargas Llosa tuvo la elegancia de no aludir al modo en que la palabra “recóndito” se le escondió al tonto de Barclays.

Poco tiempo después, Barclays se peleó en televisión con el presidente de su país, Alan García, un joven charlatán de izquierdas, a quien Barclays acusó de estar medio loco y haber sido dormido clínicamente, sometido a una “cura del sueño”. Rencoroso, el presidente se enfadó tanto con Barclays que lo hizo despedir de la televisión. Barclays tuvo suerte: fue fichado de inmediato para conducir un programa sobre política internacional en Santo Domingo. Los cinco años que el presidente de izquierdas destruyó al Perú con sus políticas demagógicas, Barclays pasó más tiempo en Santo Domingo, donde vivía en los mejores hoteles, que en Lima. Estando de paso en San Juan, Puerto Rico, Barclays se encontró en el aeropuerto con el gran Vargas Llosa, quien, en un gesto extremadamente generoso, lo invitó a cenar y, enterado de que Barclays pasaría una semana en esa ciudad, le sugirió que se alojase en la casa del cónsul de España en San Juan, Puerto Rico. Barclays quedó impresionado con la desmesurada amabilidad del gran escritor, quien habló con el cónsul español y le pidió que recibiera en su casa al inefable y trotamundos periodista peruano Jimmy Barclays. El cónsul español no dudó en invitar a Barclays a su mansión. Mejor todavía para Barclays, el cónsul y su esposa viajaron al día siguiente de recibirlo. Barclays se quedó solo, atendido por el numeroso personal doméstico, en la mansión del consulado, durante una semana. Se dedicó a fumar marihuana en los jardines y la piscina de la mansión. Vivió días cinematográficos, de película. Se sintió un magnate o una celebridad o un embajador decadente. La marihuana la conseguía en las calles del Condado, cerca de la playa, y solía ser de buena calidad, aunque no tan buena como la que fumaba en Lima, donde vivía también en los mejores hoteles de Miraflores, y era un proscrito o un apestado para la televisión, cuyos jefes no querían incordiar al presidente, contratando a su némesis o bestia negra, el inefable Jimmy Barclays.

Al año siguiente, el presidente Alan García tuvo la pésima idea de confiscar todos los bancos privados y el gran Vargas Llosa se opuso con valor y lucidez a semejante barbaridad, dando el salto definitivo a la política. En vísperas de un mitin en el centro de Lima, donde condenaría las políticas estatistas del presidente charlatán y demagogo, Vargas Llosa llamó a Barclays a su casa en Barranco, Lima, y le pidió que hablase en el mitin unos diez o quince minutos, antes de que el propio Vargas Llosa pronunciase el discurso estelar de la noche. Barclays aceptó la invitación, honrado, emocionado, y preparó un discurso virulento, flamígero, atrabiliario contra su enemigo, el presidente de izquierdas que lo había echado de la televisión. Pero, unas horas antes del mitin, Vargas Llosa volvió a llamarlo a su casa, lo condujo a su dormitorio y le dijo a solas que era mejor que no hablase. Alguien le había dicho a Vargas Llosa que Barclays era un fumador habitual de marihuana y un consumidor ocasional de cocaína y que, peor aún, había abandonado sus estudios de leyes en la universidad para irse a vivir en Santo Domingo, donde llevaba una vida disoluta, libertina, saltando de cama en cama. A pesar de que había ensayado durante horas su discurso frente al espejo, modulando la voz y agitando los brazos, y se sentía preparado para ejecutar una gran pieza oratoria, Barclays tuvo que aceptar, derrotado, que no hablaría aquella noche, en la plaza pública, a la que, sin embargo, acudió de todos modos para aplaudir, trepado en una tarima, al corajudo Vargas Llosa.

Meses después, quizás ya al año siguiente, un amigo de Barclays, que escribía artículos brillantes y combativos en una revista semanal de política, textos que firmaba con seudónimo, y que años después se convertiría en el columnista más influyente de la prensa peruana, le pidió que hablase con Vargas Llosa para conseguirle una carta de recomendación, a fin de ingresar en la escuela de posgrado en periodismo del diario El País de España. Barclays le pidió la carta a Vargas Llosa, haciéndole saber que su amigo era el punzante y agudo articulista en las sombras de la revista política. Como Vargas Llosa leía con admiración aquellos textos furibundos contra los charlatanes de izquierdas, no dudó en escribir la carta, recomendando al joven intelectual de derechas liberales, que, en efecto, entró en la escuela de posgrado en Madrid e hizo una descollante carrera periodística.

Cuando Vargas Llosa lanzó su candidatura presidencial, a despecho del escritor mexicano Octavio Paz, quien le aconsejó que no lo hiciera, una televisora de Lima fichó a Barclays y le dio un programa diario, en directo, para apoyar la candidatura del gran escritor. Barclays volvió en olor de multitudes a la televisión de su país. El programa fue un éxito. Todas las noches, Barclays cavaba una trinchera imaginaria, apuntaba con el fusil de su lengua viperina y disparaba tiros de grueso calibre contra los enemigos de Vargas Llosa, que eran también sus enemigos. A pesar de sus esfuerzos para que Vargas Llosa ganase la presidencia, a pesar de que entrevistó hasta a la esposa de Vargas Llosa para conseguirle más votos, a pesar de que cada noche salía en televisión con la vincha del partido de Vargas Llosa, y era un apasionado y entusiasta defensor del escritor, y un virulento enemigo de sus críticos, Vargas Llosa y el periodista Jimmy Barclays perdieron, y la derrota les resultó tan insoportable que decidieron irse del Perú, un país que les parecía suicida. Días después de la derrota final, Vargas Llosa invitó a Barclays a comer en su casa de Barranco, le agradeció con emoción y le dio un abrazo sentido, para enseguida dirigirse al aeropuerto y abordar un vuelo a París. Pocos meses más tarde, apenas expiró su contrato, Barclays vendió su apartamento y su auto y se fue a vivir a Madrid.

Mientras Vargas Llosa escribía sus memorias políticas en Berlín, Barclays escribía a mano, en un cuaderno, su primera novela. La comenzó en Madrid, donde vivió un año como turista, sin trabajar, y la terminó en Washington, donde vivió tres años, ya casado y padre de una hija que nació en esa ciudad. Cuando por fin concluyó aquella novela, se la envió por correo a Vargas Llosa, quien se encontraba dando clases en la universidad de Princeton, en las afueras de Nueva York. De nuevo, el gran Vargas Llosa actuó con extraordinaria generosidad: leyó el novelón, dijo que le había gustado y habló con sus amigos editores en España, hasta que convenció a los jefes de la editorial Seix Barral para que publicasen la novela de Barclays, a la que además apadrinó con una frase elogiosa que apareció en el cintillo promocional de la novela. Desde entonces, Barclays dijo que le debía a Vargas Llosa su carrera como escritor en España, que por suerte comenzó con buen pie, pues esa novela vendió quince ediciones el primer año. Siempre que pasaba por Madrid, Barclays saludaba a Vargas Llosa, y a veces salían a cenar o al cine, y lo mismo ocurría cuando Vargas Llosa pasaba por Washington, donde Barclays vivía. Vargas Llosa tuvo el buen tino de hacerse español. Barclays, tan pronto como pudo, se hizo ciudadano de los Estados Unidos.

Cuando cayó la dictadura de Fujimori, tanto Vargas Llosa como Barclays apoyaron la candidatura presidencial de Toledo, que había sido valiente en oponerse a los amaños y abusos de Fujimori. Pero, poco después, Barclays, de regreso una temporada en Lima, haciendo un programa de televisión, se peleó con Toledo, a quien acusó de no reconocer a su hija biológica de trece años, Zaraí, quien le escribió a Barclays, contándole su caso y pidiéndole una entrevista, y a quien Barclays, en efecto, entrevistó y apoyó sin rodeos. El escándalo de la hija negada de Toledo produjo la primera gran pelea pública entre Vargas Llosa, que continuó apoyando a Toledo, y Barclays, que le declaró la guerra a Toledo, a quien acusó de canalla, tramposo y mentiroso y exigió en vano hacerse una prueba genética, a fin de reconocer a la hija que negaba con tanta desvergüenza. Así las cosas, Vargas Llosa fustigó a su antiguo protegido Barclays, llamándolo chismoso, intrigante y snob, y Barclays pasó a defender la candidatura de una señora conservadora de derechas, Flores, que no pasó a la segunda vuelta. Ya en el balotaje, Vargas Llosa siguió apoyando resueltamente a Toledo y atacando a Barclays, mientras Barclays, puesto a elegir entre dos candidatos que no le gustaban, Toledo y Alan García, anunció que votaría en blanco, y lo mismo hizo el hijo mayor de Vargas Llosa, Álvaro, quien era íntimo amigo y colaborador de Toledo, su seguro ministro de exteriores, y tuvo la decencia de romper a tiempo con Toledo por el escándalo de la hija negada. Debido a ello, el hijo mayor de Vargas Llosa se distanció de su padre y dejó de verlo durante años. Vargas Llosa culpó a Barclays de haber envenenado a su hijo contra él. Toledo ganó la presidencia, mandó a sus sicarios a tirarle huevos a Barclays y enjuiciar al hijo de Vargas Llosa, que tuvo que escapar clandestinamente del Perú y marcharse al exilio en California.

Unos años después, Vargas Llosa y Barclays se encontraron en la feria del libro de Guadalajara, México. Vargas Llosa le dio un gran abrazo y le dijo cosas muy cálidas y elogiosas. Como era él quien había atacado a Barclays en los periódicos, y Barclays no lo había atacado en represalia y había guardado prudente silencio, Vargas Llosa no tuvo grandes dificultades en perdonarlo y hacer las paces con él. Además, ya se había reconciliado con su hijo mayor. Además, Toledo, desde el poder, había reconocido por fin a su hija negada. El tiempo, en cierto modo, le había dado la razón a Barclays, y se la daría definitivamente unos años después, cuando se conocería que Toledo, siendo presidente, recibió sobornos por más de treinta y cinco millones de dólares. Aquella noche en Guadalajara, Vargas Llosa y Barclays fueron a cenar juntos. No sabían que sería la última vez que se verían.

Porque, lamentablemente, volverían a pelearse en público, y de nuevo por culpa de los políticos peruanos. En unas elecciones presidenciales, Vargas Llosa apoyó al candidato de la izquierda chavista, el excapitán nacionalista Humala, y Barclays, enemigo radical de toda forma de izquierda chavista abierta o encubierta, adversario bilioso de Humala desde que este comenzara su aventura política financiado por el espadón venezolano Chávez, anunció que votaría por la hija del exdictador peruano, la señora Fujimori. De nuevo, Vargas Llosa y Barclays se fueron a la guerra del fin del mundo: uno decía que el mundo se acabaría si ganaba la señora Fujimori y el otro, no menos apocalíptico, decía que el mundo se acabaría si ganaba el señor Humala. Barclays acusó a Vargas Llosa de rencoroso, de odiar a la señora Fujimori solo por ser la hija del dictador, algo que ella no había elegido. Vargas Llosa, a su turno, declaró que Barclays era un desleal y un malagradecido, y recordó que él había apadrinado la primera novela de Barclays, quien ahora, ingrato, lo llamaba rencoroso por oponerse a la señora Fujimori. Al final ganó Humala y, por supuesto, el mundo no se acabó. Pero la amistad entre el gran Vargas Llosa y Barclays pareció sepultada por tantas palabras cargadas de vitriolo y acrimonia que se dijeron ambos, en la prensa.

Han pasado más de diez años y no han vuelto a verse ni seguramente se verán. Barclays se arrepiente de haberse peleado de nuevo con Vargas Llosa, solo para defender a una jefa política y atacar a un fantasmón político. Esa jefa está presa y el fantasmón a buen seguro volverá a la cárcel porque ambos recibieron dineros indebidos. Barclays piensa ahora que es una pena y una estupidez que dos escritores se peleen por razones políticas. ¿Se pelearían dos políticos por razones literarias, porque uno defiende a un escritor y otro defiende a una escritora? La política, piensa Barclays, es un veneno, y no debería envenenar la amistad de dos colegas escritores. No debió llamar rencoroso a Vargas Llosa. De hecho, Barclays no es menos rencoroso que su maestro. Y la literatura y el arte, piensa ahora Barclays, probablemente se originan en esa zona oscura llamada rencor.

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