viernes 29  de  marzo 2024
OPINIÓN

Mi amazona y mi jinete

La amo porque estos siete años con ella han sido los más felices de mi vida. Y cuando escribo "siete años", siento un levísimo temblor, un estremecimiento casi imperceptible
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Silvia, mi esposa, la madre de nuestra hija, cumplirá pronto veintinueve años. Hace siete años, mediados de 2010, me dijo que estaba embarazada. Tenía apenas veintiún años y medio, había vivido toda su vida en Lima, soñaba con ser una escritora, acababa de publicar su primera novela, “Lo que otros no ven”, y no le asustaba, a pesar de su corta edad, ser madre, darme una hija, sellar ese pacto de amor conmigo. Solo por eso la amaré siempre.

Pero también la amo porque estos siete años con ella han sido los más felices de mi vida. Y cuando escribo “siete años”, siento un levísimo temblor, un estremecimiento casi imperceptible, dictado por el miedo o la superstición. Me explico: con mi primera esposa todo duró siete años, y cuando digo “todo” me refiero al noviazgo, al matrimonio y a la última vez en que, ya divorciados, hicimos el amor, o tratamos de hacerlo, una madrugada de febrero del año 2000, después de una gran fiesta con música tropical que di por mis treinta y cinco años (fue tremenda aquella ocasión en que capitulamos como amantes, porque estábamos en plena refriega erótica, ambos bastante alcoholizados, yo entregándole mis dudosas reservas de hombría, cuando ella quedó dormida, profundamente dormida, y comprendí que mi cuerpo y mis bríos o espasmos eróticos, a ella, mi ex esposa, tan adorable, tan refinada, le daban sueño, la aburrían, la sumían en un estado próximo a la catatonia: nunca más nos enzarzamos en duelos de esa índole). Y con mi primer y único novio, las cosas también duraron exactamente siete años, ni más ni menos: desde que nos conocimos en el bar decadente de un hotel en Buenos Aires, él haciéndome una entrevista, hasta que nos vimos por última vez, sin saber que sería la última, y que luego pasaríamos a ser feroces enemigos, adversarios a muerte, en un hotel de Bogotá, un hotelito en la calle 84 con aire conspirativo, clandestino. O sea que, en mi caso, lo de “la comezón del séptimo año” es una cosa cierta, probada, y por eso me dio un pelín de miedo cuando entré al séptimo año con Silvia, a mediados de este año.

Si bien yo la conocí cuando ella tenía apenas diecinueve años y estaba a pocos meses de cumplir veinte, no cuento ese primer año en el inventario de nuestro amor porque ella tenía un novio motociclista, pendenciero, corredor de autos, peleador callejero, y a mí me tenía como amigo y confidente, no como amante, no todavía, pues yo también estaba en el proceso arduo, tortuoso, inevitablemente doloroso, de romper con mi novio, al que había querido muchísimo, tratando de provocarle el menor daño posible, lo que por supuesto resultó imposible. Cuento el “tiempo oficial” con Silvia desde que le pedí que me diera un hijo, y ella, ajena a cálculos y temores, aventurera, amante del riesgo, bruja y escritora, aceptó el envite. Unos meses después, agosto de 2010, me dijo que estaba embarazada, y nuestras vidas se unieron, fundieron, entrelazaron, creo que para siempre. Siendo que estamos en el séptimo año tan temido, no hay indicios ni señales de que las cosas vayan mal encaminadas, próximas a agriarse o descomponerse. Al contrario, me siento más cómodo y contento que nunca, y veo el futuro con gran optimismo, cosa tan desusada en mí, y no lo imagino ya sin ella, sin nuestra hija. Cuando han viajado una o dos semanas y me he quedado solo en casa, he sido miserablemente infeliz, de modo que las necesito cerca de mí para estar bien. ¿Por qué nuestro amor ha llegado tan saludable y robusto a este peligroso hito o mojón histórico? No lo sé, las cosas del amor son siempre inciertas, misteriosas, tejidas por las arañas minúsculas, invisibles del azar, pero puedo especular, desde luego: mi primer matrimonio terminó en un gran naufragio, con dos hijas a bordo, debido a que, no lo dudo, mi adorable esposa, siempre en mi corazón, quería que yo fuera alguien que no podía ser, es decir un varón bien varonil, un hombre bien macho, un caballero ajeno a los escándalos de cabaret, lo que, por supuesto, resultó imposible, porque cuanto más trataba ella de enderezarme, más me torcía yo; y con mi primer y único novio, fue exactamente lo contrario, qué ironía: él quería que yo fuese un gay bien gay, una señora bien afeminada, una pareja pasiva, sumisa y lista a ser poseída, una mariposita alada que anhelase casarse con él en boda fastuosa a celebrarse en el hotel Alvear, lo que también resultó imposible, qué pena con él, porque, quién lo diría, y yo se lo advertí, en el fondo todavía me seguían gustando las mujeres, también las mujeres, y no podía ser lo que él quería que fuese, alguien completa y totalmente gay. Sin embargo, y esto es lo bueno, entre muchas otras cosas, de estar con Silvia, ella no me pide que sea todo varón ni todo gay ni todo nada, y me deja ser lo que me dé la gana de ser, y no deplora sino que aplaude, celebra y estimula que mi identidad, mis apetencias y mis deseos y fantasías sean capas, texturas, telas de araña, de distinta naturaleza, unas masculinas, otras femeninas, de un género ambiguo, polivalente, todoterreno, que es también el suyo, porque, Dios la bendiga, ella ha conocido el amor con varones y también con mujeres, lo que crea un vínculo profundo, auténtico, maravilloso entre nosotros: ella adora mis rasgos femeninos, yo amo su lado masculino.

El “lado masculino” de mi esposa se manifiesta de muy distintas y divertidas maneras: jugando al fútbol conmigo y mis hermanos, demostrando su habilidad para esquivar y sortear piernas peludas de machos ventrudos; retándome a correr dos vueltas al parque a toda prisa, por supuesto ganándome, humillándome; ocupándose de arreglar todas las cosas que se estropean en la casa, por ejemplo restablecer la conexión de internet, cambiar los focos quemados, apagar las alarmas que se encienden a mitad de la noche, matar bichos y alimañas de un pisotón; haciéndome severos ejercicios de estiramientos; dictándome las rutas cuando manejamos en ciudades extrañas; manejando con gran destreza mis cuentas en redes sociales; cargando cosas que yo me niego a cargar, mientras alego perezosa y falazmente ciertos dolores en la espalda; dirigiendo, en fin, todo lo que comporte esfuerzo físico, fortaleza de carácter y temple guerrero, tres cosas que, a no dudarlo, la distinguen. También pone de manifiesto su “lado masculino” cuando yo me deprimo como una señora melancólica y ella me dice un par de carajos y me devuelve al combate que es la vida, o cuando otros quieren aprovecharse de mi candidez o buena fe y ella, tan astuta y maliciosa, me abre los ojos y me previene del peligro, o cuando tiene ganas de jugar conmigo en el territorio erótico y no duda en tomar la iniciativa y hacerme suyo, poseerme, con una inventiva y una pericia que no había conocido antes, no exagero entonces si digo que nadie me ha procurado los placeres que ella ha sabido obsequiarme, y no quisiera dar detalles porque me asalta el pudor.

Pero, además, es una madre fantástica, divertida, siempre haciendo reír a nuestra hija, ayudándola en las tareas escolares, ilusionándola con viajes inminentes, estimulándola para que dé siempre lo mejor de sí misma: la lleva a las clases de piano, karate, natación, a las de canto y baile, a las consultas de la terapista argentina, a las fiestas de cumpleaños, mientras yo puedo encerrarme a escribir, sin que nadie me perturbe o interrumpa, suerte la mía. Ambos vemos con profundo orgullo los progresos de nuestra hija y nos maravillamos de observar cómo parece ser la suma de lo mejor de sus padres. Pedirle a Silvia que me diera un hijo fue entonces una de las mejores decisiones de mi vida, no sólo porque nuestra hija resultó fantástica, sino porque siento que la alianza que he fundado con ella es de muy largo aliento y con suerte durará hasta el final de los tiempos. En ese sentido, la vida me ha concedido una revancha, me ha permitido sacarme un clavo ardiente, porque cuando nos separamos mi primera esposa y yo, ella se fue a vivir a Lima con nuestras dos hijas pequeñas, y no pude entonces vivir con ellas, aunque iba a visitarlas todos los meses, pero ahora, enhorabuena, sí puedo vivir con mi hija y verla florecer todos los días, lo que compensa bastante que a mis hijas mayores, ya graduadas de la universidad, no pueda verlas tan a menudo, con suerte nos vemos un par de veces al año, son mujeres muy exitosas, muy independientes, y comprensiblemente no tienen el tiempo ni las ganas de venir a aburrirse conmigo.

Silvia es, entonces, mi esposa y mi esposo, mi amiga y mi amigo, mi amazona y mi jinete, y yo soy y seré siempre su más leal y seguro servidor, su pequeña mascota amaestrada, su geisha sumisa, su manta o frazadita, su machito mansito.

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