lunes 13  de  enero 2025

Narco o terrorista

Me negué a estudiar en la universidad a pesar de que me habían admitido, me rehusé a buscar un trabajo y le dije a mi chica que estaba dispuesto a gastar todos mis ahorros hasta terminar la bendita novela
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Hace veinticinco años, enero de 1991, camino a Madrid, abrí una cuenta de ahorros en el Citibank de Key Biscayne. Deposité veinte mil dólares en efectivo, lo que me habían pagado en Lima por mi apartamento en la avenida Pardo, Miraflores.

El primer semestre de ese año, viviendo en Madrid, escribiendo mi primera novela, no toqué esos ahorros. El segundo semestre, las circunstancias me llevaron de regreso a Lima, donde presenté un programa de televisión con aire irreverente que tuvo cierto éxito, sobre todo cuando me burlaba del presidente que pronto se convertiría en dictador. Los nueve meses que hice el programa en Lima, pude ahorrar unos cien mil dólares. La noche en que el presidente se rebajó a dictador, abril de 1992, decidí irme del Perú “para siempre”. Virtualmente escapé. Se me informó de que si volvía al programa insolente sería arrestado. Renuncié y tomé un avión al día siguiente. Mi novia se quedó en Lima, vendió mis cosas y transfirió los cien mil dólares a mi cuenta en el Citibank de Key Biscayne.

A mediados de ese año, mi novia y yo nos mudamos a Washington, al barrio noble de Georgetown. Ella comenzó una maestría en la universidad de los jesuitas, yo me propuse terminar la novela que había comenzado en Madrid. Me negué a estudiar en la universidad a pesar de que me habían admitido (mi novia quería que yo estudiase ciencias políticas), me rehusé a buscar un trabajo y le dije a mi chica que estaba dispuesto a gastar todos mis ahorros hasta terminar la bendita novela. Me tomó año y medio acabarla. A finales de 1993, un día de tormenta de nieve, la envié a varias editoriales españolas. Ya me quedaba muy poco dinero en el banco. La novela fue publicada en abril de 1994. En agosto de ese año, me quedaban apenas mil dólares en el Citibank: había invertido todo en escribir la novela. No me quedó más remedio que volver a Lima, a la televisión, el segundo semestre de 1994. A finales de ese año, había ahorrado un dinero, pero estaba lejos de los ciento veinte mil dólares que había llegado a tener en el Citibank y que se habían hecho humo, persiguiendo la quimera de ser un escritor.

En enero de 1995, mi esposa y yo nos mudamos a Miami. No tenía en la cuenta del Citibank más de treinta mil dólares. Le compré una camioneta a ella, conseguí un auto a crédito y comencé mi carrera de televisión en esa ciudad, donde, veinte años después, sigo residiendo y haciendo televisión. Esos años, de 1995 a 1999, fueron de gran bonanza económica para mí. Tanto la división periodística de CBS en español, como luego la cadena Telemundo, me pagaron mucho dinero, más de lo que había ganado nunca. Hacia mediados de 1999, había ahorrado mi primer millón. Todo mi dinero estaba en el Citibank. No quise comprar una casa, endeudándome. Vivía en una casa preciosa, pero alquilada. Cuando cumplí 35 años en febrero del 2000, me consideraba un hombre de éxito: tenía mi primer millón en el Citibank, había publicado varias novelas en España y me había hecho un nombre en la televisión. No quise comprar acciones en la bolsa, ni especular en el mercado inmobiliario, preferí dejar mi plata tranquila en el Citibank.

Luego vinieron seis años económicamente malos para mí. Me echaron de Telemundo, volví a la televisión peruana, luego pasé tres años largos sin hacer televisión, escribiendo, viviendo entre Miami y Buenos Aires. Mis hijas iban a un colegio en Lima, su madre gastaba bastante, y yo les pagaba todo, como correspondía. Esos seis años publiqué tres novelas más, pero no gané mucho dinero con los libros. Mis ahorros se vieron diezmados: el heroico primer millón se redujo a trescientos mil. En Buenos Aires iba todas las semanas a la agencia del Citibank en San Isidro y sacaba miles de pesos y me daba la gran vida. Pero los pagos suculentos de la televisión se habían interrumpido. No quise abrir cuentas en bancos peruanos ni argentinos. Era un cliente orgulloso del Citibank.

Luego vinieron cinco años fabulosos en los que gané mucho dinero. Llegué a tener tres programas de televisión a la vez: uno en Miami, otro en Buenos Aires, un tercero en Lima. Viajaba todos los fines de semana entre esas ciudades. Multipliqué mis ahorros considerablemente: los trescientos mil que tenía a finales de 2005, se convirtieron en dos millones a finales de 2010, sin contar una propiedad que compré en Lima.

El 2011 me instalé definitivamente en Miami. Seguí siendo un cliente fiel, leal, diría que ejemplar, del Citibank. En mi momento de máximo esplendor, llegué a tener tres millones en ese banco. Ciertas personas me aconsejaban invertir en la bolsa, o en bonos corporativos, o en el mercado inmobiliario, pero yo no quería correr riesgos y me gustaba tener toda mi plata sentada en el Citibank. Todos en la agencia de Key Biscayne me conocían y me trataban bien. Me sentía un principito. Me adoraban.

Hasta que una señora del Citibank me dijo que estaban investigándome por retirar mucho dinero en efectivo.

-Su perfil es sospechoso –me dijo.

Sospechoso de qué, pregunté.

-De lavar dinero o planear actos de terrorismo –me informó.

Yo retiraba tres mil dólares en efectivo cada semana, todos los lunes, para pagar a mi numeroso personal doméstico: una nana, una cocinera, una limpiadora, un jardinero todo terreno y un carpintero virtuoso. Todos ellos me habían pedido que les pagase en efectivo, porque algunos no tenían papeles y otros, aun estando en regla, no querían pagar impuestos sobre el sueldo que yo les pagaba. Por ser bueno y compasivo con ellos, les pagaba en efectivo y no en cheques.

La señora del Citibank que estaba investigándome me pidió que le explicara por qué había retirado tanto dinero en mayo y octubre del año pasado. Le presenté mi descargo detallado, con documentos absolutamente fundados en la verdad. Por lo visto, ella no me conocía de la televisión ni, por supuesto, de los libros. Pensé que el asunto había quedado aclarado. Pero un tiempo después ella me dijo que yo había transgredido las reglas bancarias, que había desbordado el límite mensual de retiros en efectivo. Le dije:

-Pero nadie me dijo que había un limite. Debieron informarme en ese momento.

Luego le pregunté:

-¿Cuál es el límite?

-No lo sé –dijo ella-. No estoy segura.

Mis amigos de la agencia de Key Biscayne me aconsejaron que no retirase más de cinco mil al mes. Empecé a pagarle a mi personal doméstico en cheques, aunque algunos se quejaran. Pensé que ahora sí el asunto había quedado resuelto, en paz. Pero semanas después, volvimos de viaje y encontré varios mensajes de la señora, diciéndome:

-Lamento decirle que vamos a congelarle las cuentas.

Antes de que me congelaran las cuentas, se me congelaron las pelotas. ¿Qué significaba “congelarme” las cuentas? ¿Se quedarían con mi dinero? ¿Iríamos a juicio? ¿Tendría que demostrar ante un juez que no lavaba dinero ni era terrorista? La llamé y ella me dijo, con voz sombría:

-Hemos decidido cerrarle todas sus cuentas.

Me quejé, protesté airadamente, reclamé ante mis amigos de la agencia de la isla, pero fue en vano. Esta semana tuve que retirar mis tres millones apuradamente, sintiéndome un truhán, un maleante, un sujeto de mal vivir. El Citibank, mi banco durante veinticinco años, el banco donde llegué a atesorar mi primer millón, me echaba como si fuera un delincuente. Peor aún, la señora que me expulsó me recomendó un cierto banco, donde una amiga suya era ejecutiva, y allí me dijeron:

-No podemos recibir su dinero, dado su mal historial.

Han sido días tristes. Me he sentido humillado, injustamente maltratado por el banco que era mi casa financiera. Me ha dolido tener que retirar mi dinero en circunstancias tan bochornosas. No me ha quedado más remedio que invertir en un banco privado de inversión, donde me recibieron como una celebridad y no me preguntaron si era narco o lavador de narcos o terrorista embozado. Todo pasa por algo. A mis amigos del Citibank: adiós, y muchas gracias por los buenos recuerdos.

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