Sólo una profunda concientización sobre la paz y el perdón nos puede llevar a un justo medio del concepto de justicia. Y quiénes hagan este legítimo ejercicio redentor, no merecen ser encasillados como revisionistas o normalizadores. El presente ensayo quizás induzca al mismo señalamiento. Pero lo hago libre de prejuicios y de reproches por lo que lo hago libre de temores. La lección aprendida después de décadas de violencia, es evitar lo que nos condujo a esta era de oscuridad. Y la luz no es otra cosa que el amor por encima del odio [Martin Luther King].
Revisemos los conceptos de transición sostenible de regímenes autoritarios a democracias de cara a nuestra realidad sociopolítica, histórica y cultural. La transición no es un fin en sí mismo si no es sustentable. La venezolana será muy demandante. Lo que en definitiva podría generar un cambio sostenible en Venezuela, es un reencuentro basado en la empatía no en la inquina y la impenitente acusación.
La Transición Venezolana: Redención, empatía y reencuentro como puente humanitario.
Durante más de 25 años Venezuela ha vivido bajo un régimen que erosionó las instituciones, sembró el miedo y degradó los vínculos ciudadanos, la economía y la democracia. La reconstrucción del tejido de confianza que sostiene la convivencia, es el gran desafío.
Una transición que se limite al castigo o a la imposición del orden, corre el riesgo de perpetuar el ciclo de venganza y resentimiento. Lo que se necesita es reencuentro, compasión y amor político—un concepto que, lejos de la ingenuidad y la impunidad, representa la madurez de una sociedad que decide no repetir su tragedia.
La categorización de ‘normalizadores’ a quienes genuinamente abogan por un proceso transicional plausible y sanador [vocación de permanencia y gobernanza] bajo un clima de reintegración, paz y entendimiento ciudadano, comporta un señalamiento desenfadado e inoportuno. Sin duda existen grupos de ‘coexistencia perversa’ que merecen desdén. Pero el reto es distinguir entre lo bueno y lo malo, sabiendo reivindicar las virtudes sobre nuestras carencias y comprender los orígenes de la fractura social. Que triunfara el discurso de lucha de clases no fue por casualidad. Si fueron capaces de agitar tempestades y odios, ahora el antídoto, es la razón como instrumento [inteligente] para disipar distancias.
He leído algunas opiniones que tratan de definir a ‘los normalizadores’; ergo: “…grupo de personas que todos los días salen a los medios que el Estado controla y a las redes sociales a repetir una idea discutible. […] El chavismo no es derrotable por lo que tenemos que resignarnos, amoldarnos a él y fingir que podemos lograr cambios insustanciales” . Me pregunto, quién defiende la paz y la regeneración a fondo del tejido social, acaso finge?
Y agregan: “Lo hacen [los normalizadores] bajo la convicción de ser moralmente superiores, porque mencionan las palabras diálogo, negociación y paz a una población que vive con una inflación bestial, sin estado de derecho y sin servicios. Lo hacen además tratando de desplazar a la oposición política que sí se opone”. Veamos. No defiendo la negociación cuando ha sido profanada. Pero la salida de lo sufrido no es de raíz, o en un solo evento. Superar las distancias no impide apelar a un proceso de diálogo irreductible, cuando quién aspira tomar el poder siendo demócrata, debe enaltecer el ejemplo, con una narrativa donde lo ofrecido, sea palabra cierta. El factor fuerza como herramienta de doblegue, no es sostenible.
Salta a la vista un afán de estigmatización falaz según el cual quién acuñe la palabra paz y perdón, son automáticamente promotores de “la resignación y la incapacidad de lograr cambios sustanciales”. Habría que responder que ‘un cambio sustancial’ es precisamente asumir positivamente las capacidades de un grupo de poder de persuadir y congeniar con el otro, sin que ello signifique reconocer, que existen minorías irreconciliables. Pero aun así, ello no supone liquidar al contrario, o señalar a los promotores de un diálogo honesto, como de una pretendida superioridad moral. La moral como la honestidad no son ‘superiores o inferiores’. Se poseen o se carecen de esas virtudes, siendo la razón, nutrida de tolerancia, pluralidad y entendimiento de la condición humana.
Desde Platón hasta la escuela del estructuralismo alemana, de los racionalistas a los existencialistas y positivistas, ha prevalecido un reconocimiento sostenido de la ética como actitud noble de los hombres de estado. Platón habla de la virtud del individuo que no se enaltece a sí mismo, mientras que Webber o Foucault, apelan al lenguaje y a la cultura, “más allá del individuo aislado”. El culto a la personalidad es un flagelo que nos ha confinado a largas y crueles calamidades. Quiénes tratan de concentrar en una persona nuestra salvación, están anticipando lo que termina pasando: el sacrificio del mesías redentor. Y eso le sucede a tiranos y a demócratas, a buenos y a malos.
El castigo como lógica de poder y la represión que domina el inconsciente [Freud] no es un acto real de liberación, siendo la redención un consenso inevitable que sobrepone la emancipación real al dominio instrumental.
No hablo de redimir a criminales de lesa humanidad. No hablo de perdonar a cabecillas de atrocidades. Hablo de un grueso de la población y de un liderazgo que incluso siendo chavista/madurista, creyó en un proyecto, pero que de forma inapropiada, fue llevado a la violencia, la dominación y la dependencia. En este sentido ‘la revolución bolivariana' ha sido más consumista, maniquea, capitalista y populista que lo que [ellos] denuncian. Y la respuesta liberadora/emancipadora no es la lógica del desquite ni la elevación individualista. La liberación debe ser fundamentalmente colectiva y autogestionaria.
La redención como principio político. El punto de encuentro.
El filósofo Paul Ricoeur hablaba del “perdón difícil”: “aquel que no borra el crimen ni exime la culpa, pero permite al ofendido liberarse del odio”.
Esa lógica inspiró procesos de reconciliación como el sudafricano donde la Comisión de la Verdad y Reconciliación—liderada por Desmond Tutu—buscó, más que castigos ejemplarizantes, una catarsis colectiva. Mandela entendió que la liberación de los oprimidos debía incluir también la liberación de los opresores, para que ambos pudieran ser parte de una nueva nación.
En Chile, tras la dictadura de Pinochet, el presidente Patricio Aylwin impulsó una transición basada en el principio de “verdad y reparación”, pero también en la necesidad de evitar la revancha. España, luego del franquismo, abrazó un “pacto del olvido”—criticable en algunos aspectos, pero eficaz para reconstruir un proyecto común […] En Ruanda-tras el genocidio-la justicia comunitaria gacaca permitió que miles de víctimas y victimarios compartieran un mismo espacio para narrar, perdonar y reconstruir.
En todos estos casos, la paz política surgió del reconocimiento del dolor del otro, de la comprensión que la justicia sin empatía puede volverse otra forma de violencia, a la tentación del rigor absoluto.
Quienes se oponen al perdón republicano invocan principios sólidos. Afirman, siguiendo a Immanuel Kant, que la justicia es un imperativo categórico y que “una injusticia cometida contra uno solo es una amenaza contra todos” […] De allí que sostengan que el crimen de Estado, la tortura o la corrupción sistémica no pueden quedar sin sanción. Tienen razón: el olvido jurídico es peligroso. La experiencia de dictaduras latinoamericanas muestra que la amnistía total—sin verdad, sin reparación—alimenta la impunidad y reabre las heridas. Argentina lo vivió con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida (1986-87), derogadas posteriormente. Por ello lo imperativo, es poder categorizar entre aquellos que irremisiblemente deben enfrentar la justicia y los que pueden ser redimidos. Es la búsqueda impertérrita de la verdad, del justo medio.
El jurista español Gregorio Peces-Barba lo expresó con lucidez: “El perdón político sólo es legítimo cuando es consciente, voluntario y precedido por la verdad.” Sin verdad ni responsabilidad, el perdón es cinismo. Pero también hay una trampa en el extremo opuesto: la del punitivismo moral que convierte la justicia en revancha y al Estado en verdugo. Como escribió Nietzsche, “quien combate monstruos debe cuidar de no convertirse en uno de ellos”. Entonces apelar a la justicia restaurativa, no convierte a su promotor en normalizador. Es un punto de encuentro que merece una seria y moderada valoración.
John Rawls [Teoría de la Justicia] reconocía que en situaciones excepcionales—como las transiciones políticas—la equidad exige “principios de reparación” que restablezcan la cooperación entre ciudadanos antes que la retribución. En palabras de Rawls, la justicia es “una virtud de las instituciones”, pero su fin último es la estabilidad de la comunidad moral. Aquí reposa l'état de la question”: cooperación ciudadana antes que retribución.
Defendemos que la reparación no es individual sino colectiva. La equidad supone comprensión grupal, identitaria, cultural, comunitaria, donde lo moral es la base de la institucionalidad del estado-nación, no es personal, ni reservada, ni divina.
Esa idea se complementa con Jürgen Habermas, quién en facticidad y validez propone que el sentido de la justicia democrática reside en el consenso moral alcanzado mediante el diálogo racional. De allí que la justicia transicional, cuando incorpora mecanismos de perdón, no renuncia a la ley, sino que la humaniza. Una cosa es un diálogo aparente, ausente, insincero. Pero otro tema es implementarlo, verdaderamente. El perdón como racionalidad política, no es debilidad. Es racionalidad estratégica y moral.
Mandela lo entendió cuando, tras 27 años de prisión, invitó a sus carceleros al banquete de su investidura. No lo hizo por ingenuidad ni por pregonero, sino por sabiduría política: sabía que sin redención no habría paz civil. Ese era su miedo más profundo: retroceder a la oscuridad de una fractura social. También es cierto que no los invitó a todos. Porque ni la condena ni el perdón, son de una rigurosidad absoluta.
El politólogo Juan Linz, al analizar las transiciones a la democracia en el sur de Europa [Portugal, España] y América Latina [Brasil, Uruguay, Perú, Chile] observó que “la estabilidad democrática se construye sobre compromisos inclusivos, no sobre purgas”. En ese sentido, el perdón no sustituye la justicia, sino que la hace viable dentro de un marco de convivencia sostenible.
En Venezuela, donde el conflicto ha penetrado familias, iglesias y barrios, la justicia debe tener un rostro humano. No puede ser tribunal de venganza, sino espacio de reconciliación. Porque si cada agravio se devuelve con otro agravio, la nación seguirá girando en la rueda del odio.
Venezuela: del odio a la comunión. El desafío de volver a ser nación
Toda transición política auténtica es, ante todo, un acto moral. Restaurar instituciones, además de restablecer la ley es recomponer el alma colectiva. Venezuela-desgarrada por décadas de polarización, persecución y exilio-enfrenta el desafío más complejo de su historia contemporánea: pasar del resentimiento a la reconciliación, de la rabia a la esperanza, del odio a la comunión.
La política venezolana, atrapada entre la sed de justicia y el deseo de venganza, corre el riesgo de reeditar sus viejos demonios si no comprende que no hay futuro sin redención, que es comprensión sustancial e histórica del otro y de nuestras cicatrices. Sigo con Nelson Mandela. “Cuando salí [de prisión] por la puerta hacia mi libertad, supe que si no dejaba atrás mi amargura y mi odio, seguiría siendo prisionero”.
La transición que Venezuela necesita no será sólo jurídica, sino espiritual. No bastará la aplicación de la ley ni el restablecimiento del orden; será necesaria una revolución ética, fundada en la aceptación del otro en términos de libertad negativa. Hay espacios colectivos e intangibles que no pueden ser ocupados ni manipulados ni siquiera por la ley: nuestra cultura. Convertir la cultura de la guerra en la cultura de la paz es rescatar lo que llamamos, nuestra alma colectiva. El desafío es volver a ser nación, que es recuperar nuestro sentido de pertenencia, reconstruir nuestra identidad como pueblo y sanar heridas como acto noble y grupal.
Estamos en presencia de una posible transición inédita considerando los elementos [igualmente irredentos] de nuestra fractura social. No han sido el autoritarismo de sable, la manipulación étnica o religiosa. No. Ha sido una injusta confrontación de clases minada de distorsiones históricas asidas de propaganda.
Nuestro enorme retroceso histórico ha sido provocado por el relanzamiento del hombre a caballo, del urogallo y la ruralización de una nación otrora moderna y pujante. Recoger esas brechas supone asumir responsabilidades originarias, revisar la carga de provocaciones grupales y la reinstalación de actitudes generosas. La guerra es simple, la paz es más compleja. La violencia es la solución menos elaborada. La paz demanda una profunda revisión espiritual y ética, que insisto, no es individual, es nacional.
Si desean achacarme el mote de ‘normalizador’ no puedo evitarlo. Están en su derecho. Pero aquellos que así lo piensen, tengan en cuenta que lo que queremos evitar es precisamente la normalización de la violencia, el caos y la ruptura irreparable del tejido social, como factor irreductible y de quiebre de una transición posible.
En nuestra próxima entrega sobre redención como política de estado, hablaremos de los tres caminos paralelos, a una transición plausible: i.-La verdad sin manipulación; ii.-La justicia restaurativa; y iii.-los componentes de la redención colectiva e inclusiva.
@ovierablanco