En vísperas de partir con su familia a las Bahamas, el escritor itinerante Barclays, halagado por el éxito de ventas de su más reciente novela, se dice a sí mismo que merece unas vacaciones. ¿Las merece realmente, o es complaciente consigo mismo? Un hombre que duerme doce horas diarias acaso no merece unas vacaciones, piensa, porque, si duerme la mitad del día, entonces podría decirse que vive todo el tiempo de vacaciones.
Sin embargo, el primer semestre del año le ha exigido multiplicarse en los afanes de promoción de la novela: dos viajes a Madrid, uno a Barcelona, dos a Lima, uno a Buenos Aires, uno a Bogotá. Ha pronunciado discursos, ha firmado centenares de libros, ha concedido entrevistas, en buena cuenta ha trabajado duro para que la novela no pase del todo inadvertida. El segundo semestre lo llevará a Ciudad de México, a San José, a Guayaquil, a Guadalajara y a otras ferias. Le da miedo ir a Guayaquil. Acaban de matar a balazos a un amigo suyo en Quito. Se está muriendo gente que antes no se moría, se dice Barclays a sí mismo, recordando a Gabo.
Bahamas es por tanto una suerte de vacaciones en el paraíso: siete días en un buen hotel, tendido en la sombra, mirando el mar, mimado por los camareros, leyendo. En esa descripción del sosiego ideal, la frase clave es “en la sombra”: Barclays odia exponerse al sol, si pudiera se bañaría en el mar con un paraguas, generalmente lo hace con un sombrero. Cuando era un niño y lo llevaban a playas de mares bravos, su padre, una bestia peluda, le prohibía usar protector de sol, alegando que esas eran delicadezas de mujeres y mariquitas. Barclays deseaba vivamente ser mariquita.
Bahamas le trae buenos recuerdos. Ha visitado el archipiélago muchas veces, ha paseado en lancha rápida, ha volado en hidroaviones bimotores que despegaban del mar y amerizaban suavemente, ha visto desde el aire a los tiburones surcando las aguas transparentes, ha navegado en yates, ha caminado en la isla virgen que compró un amigo suyo para construir un hotel que nunca construyó, ha visitado una isla inexplorada donde los narcos dejaban caer la droga para que sus socios la recogiesen, ha fumado marihuana con sus amigos millonarios, ha fumado marihuana con ciertas celebridades, ha visitado las casas o las mansiones de ciertas celebridades, ha visto cómo sus amigos millonarios aspiraban cocaína y luego se metían a bucear apenas despuntaba el sol en el horizonte. En sus recuerdos, Bahamas es una suma de islas donde todo es posible, donde la gente se porta mal y nadie se entera, donde los truhanes y embusteros se sienten en casa: lo que ocurre en Bahamas, se queda en Bahamas.
Pero ahora Barclays no va solo, como tantas veces viajó a esas islas. Ahora va con su esposa, con su hija de doce años, y se portará bien, como corresponde a un hombre de su edad, cincuenta y ocho años, que no se ha privado de nada y ha creído siempre que el camino de los excesos conduce al palacio de la sabiduría.
El hotel es caro, pero en estos tiempos los buenos hoteles son carísimos. Ha sido una semana de gastos desmesurados: el perro fue al dentista; la camioneta fue raspada y abollada en un parqueo; la otra camioneta fue llevada a su servicio anual; la máquina de la piscina se estropeó; las chicas compraron bikinis para ser estrenados en Bahamas; el aire acondicionado de una sala de la casa se averió; el techo del cuarto de huéspedes se corrompió con las lluvias y se desplomó; la batería del carrito azul de invitados se murió. Pagando una cuenta tras otra, Barclays pensó: No es barato ser Barclays, es carísimo ser el jodido señor Barclays.
Más todavía porque el jodido señor Barclays está obsesionado con ciertas cremas y ciertos perfumes. Si bien no compra ropa, nada de ropa, gasta en la farmacia sumas copiosas. Pero esas sumas palidecen por comparación con lo que gastan en productos de maquillaje, lubricación facial e higiene corporal tanto su hija adolescente como su esposa. Deberíamos poner una farmacia, joder, piensa Barclays.
Para ahorrar, el escritor itinerante compra sus pastillas en la ciudad del polvo y la niebla, donde nació. Como estuvo recientemente allá, compró muchas pastillas. Sin embargo, la otra noche durmió fatal, se sintió mareado, corrió a vomitar en el inodoro. Resultó que le habían vendido pastillas expiradas hace un año. Seguramente por eso son tan baratas, eso me pasa por tacaño, se reprochó Barclays.
Estando en Bahamas, Barclays estará muy pendiente de la salud y el buen ánimo de su perro y su gata. El perro, que tiene seguro médico, pero el seguro no le cubre el dentista, se mudará esos días a la casa de su cuidadora profesional, una señora chilena con una ética de trabajo admirable. La gata, que también tiene seguro médico, seguirá viviendo en casa de los Barclays, al cuidado de una señora cubana que irá a acompañarla. Barclays, en cambio, a diferencia de sus mascotas, no tiene seguro médico. Odia a las compañías de seguros. Cree que todas son estafas legales, abusos institucionales. Nadie te asegura nada, piensa. La vida es esencialmente insegura. Cuando pagas por un seguro, lo único seguro es que la compañía gana a tus expensas, ella gana y tú pierdes, piensa Barclays, paranoico como siempre. Sin embargo, por orden de su esposa, el perro y la gata pagan un seguro médico de cincuenta dólares al mes. Soy un suicida, piensa Barclays. Debería contratar un seguro médico.
Pero a Barclays no le interesan las seguridades ni las certezas de la vida. Le interesan las cosas peligrosas, inciertas, inseguras. Por eso es escritor. Cada novela que escribe es una aventura peligrosa, insegura. Cada enamoramiento al que ha sucumbido ha sido una aventura riesgosa, insegura. Cada noche regresando del canal de televisión a alta velocidad es una travesía intrépida, insegura. Cada droga que ha fumado o aspirado o tragado ha sido una montaña rusa de inseguridades. Es decir que para Barclays la vida sin riesgos, sin inseguridades, es un aburrimiento perfecto. Por eso aguarda con ilusión sus vacaciones en Bahamas: porque nada es seguro en ese archipiélago, salvo su belleza paradisíaca.