El pasado 8 de noviembre comencé con estos párrafos las palabras que tuve la oportunidad de pronunciar en el Cementerio de Colón en La Habana: n u201cAlfonso Hernández-Catá siempre presintió que moriría joven. En unos de los pocos poemas que publicó, la pidió a la muerte, tan presente en su obra, que se lo llevara de un solo golpe, rápido y certero. Así fue. Ocupaba el cargo de Ministro Plenipotenciario de Cuba en Brasil, cuando falleció el 8 de noviembre de 1940 en un accidente de aviación, en un corto vuelo entre Río de Janeiro y Sao Paulo a donde viajaba a dictar unas conferencias. Tenía 55 años. n u201cTuvo la fortuna de contar con un gran amigo que se convirtió en su albacea literario, el magistrado Antonio Barreras, que publicó varios números de Memoria de Alfonso Hernández-Catá. Organizó también un concurso de cuentos con su nombre, de gran prestigio internacional y nacional; y una peregrinación anual a esta tumba, que ostenta el ex libris que usaba el autor. Aquí, junto a su lecho de mármol, hablaron cada 8 de noviembre prestigiosos intelectuales como su gran amigo Juan Marinello, Jorge Mañach, Salvador Bueno, Octavio R. Costa, Raúl Roa, y un muy joven y flacucho Guillermo Cabrera Infante, entre otros. n u201cDesde que muy pequeña, con apenas 6 ó 7 años, hasta 1958, pocos meses antes de irme al exilio, en cada aniversario de la muerte del abuelo que no llegué a conocer, acudí a esa tradición literaria, citadina y familiar. Me invadía luego una especie de fiebre, y encaramada sobre algún muro del patio de mi casa, y con mis primos y amigos de sorprendida audiencia, ensayaba las palabras que algún día deseaba decir junto a este panteón. Ese sueño que abrigué de niña se hace realidad hoy, más de medio siglo después. No tengo palabras para expresar a la UNEAC, a Nancy Morejón; muy en especial a Ana Vera, de la Fundación Marinello; a Cira Romero que tanto se ha encargado de su obra, y a todos ustedes aquí reunidos, el agradecimiento y la emoción que me embargan u201d. n
Al concluir mis palabras, habló Cira Romero, quien editó el epistolario de Hernández-Catá y prologó la edición cubana de El Ángel de Sodoma. Cira hizo énfasis en las constantes preocupaciones del escritor por Cuba, su generosidad en divulgar las obras de sus compatriotas y la angustia creadora que lo acompañó hasta la muerte. nAcudieron el acto unas 30 personas, entre ellas varios escritores de prestigio. Me conmovió en especial la presencia de Enrique Pineda Barnet, merecedor del premio Hernández-Catá en 1953, que según sus palabras u201cle cambió la vida u201d. n
Si la recuperación de esta tradición -que me han asegurado continuará- me parece importante, más allá del valor personal que tenga para mí y mi familia, igualmente significativa es la historia siguiente: nAl llegar a La Habana, fui de inmediato al cementerio. Encontré la tumba del arquero, como se le conoce, en un estado deplorable. Hice arreglos con u201cEl asturiano u201d, que se ocupa de esa zona, para que la limpiara. Le expresé mi asombro, pues en visitas anteriores la había encontrado bien. Me contó entonces que por años un viejo periodista traía flores y le pagaba para que atendiera el panteón. Hacía dos años que no había regresado. No sabía el nombre, pero pude averiguarlo y darle las gracias por teléfono. nLe pregunté si había conocido a Hernández-Catá o a su familia, si había asistido a las peregrinaciones. Ante sus respuestas negativas, indagué por qué lo había hecho. u201cHe leído su obra y siento que le debo mucho en mi formación como escritor u2026 y me pareció, que como en los versos de Bécquer, era u201cun muerto que se había quedado muy solo u201d. n
Rechazó toda oferta mía de hacer algo por él para mostrarle mi gratitud, y me pidió que no divulgara su nombre. Se excusó porque ya no podía ocuparse. Le aseguré que él había suplido nuestra ausencia, que ahora yo lo haría. Se alegró cuando le conté que aunque la tumba se hubiera quedado sola, había escrito un libro sobre Hernández-Catá y ayudado a difundir su obra. n Muy a menudo algunos tienden a ver lo peor de los cubanos en la Isla. La labor entusiasta de los que colaboraron para que el pasado 8 de noviembre se recordara de nuevo a Hernández-Catá, no solo ante su tumba, sino en la prensa y la radio, y el gesto tan hermoso de un periodista que por medio siglo se ocupó en el mayor anonimato de cuidar su lecho final, reafirman mi fe de que en Cuba perdura la generosidad criolla, a prueba de todas las mareas y vendavales.