Esa madrugada habían llegado a Madrid en un tren procedente de París. Toledo y su esposa Eliane tenían pasaportes expedidos por Israel, con nombres cambiados. Se los había entregado el Mosad, en agradecimiento por los servicios que ambos habían prestado a Israel. Toledo se llamaba ahora Jacobo Coiman. Eliane era Rebecca Mordida.
Llegando a Madrid, tomaron un taxi con sus maletas llenas de dólares y se dirigieron a la mansión de Isabel Preysler, Villa Meona, en Puerta de Hierro. Tocaron el timbre. Abrió un empleado de seguridad.
-Venimos a visitar a nuestro amigo Vargas Llosa –dijo Toledo.
-Está descansando –dijo el custodio.
-Despiértelo –ordenó Eliane-. Dígale que la democracia peruana está en peligro.
Poco después apareció Vargas Llosa en pijama y pantuflas, y la Preysler en camisón.
-Alejandro, Eliane, ¿qué hacen acá? –preguntó Vargas Llosa, sorprendido.
Toledo le dio un abrazo sentido, virulento, y luego besuqueó en ambas mejillas a la dama filipina, que no entendía nada.
-Necesitamos un lugar seguro donde escondernos –dijo Toledo-. La mafia fujimorista está buscándonos. Es una venganza. No hay justicia en el Perú.
-Solo nos quedaríamos unas semanitas –prometió Eliane.
Isabel Preysler veía todo con ojos de pavor y consternación.
-Lamentablemente ya tenemos visitas –dijo, muy diplomática.
-Podemos dormir en los cuartos del servicio –dijo Toledo-. Yo le ofrezco mis servicios de mayordomo.
-Ya tenemos mayordomo –dijo la Preysler.
-Pero Alejandro es amigo de toda la vida –intercedió Vargas Llosa.
-Puedo trabajar como jardinero –insistió Toledo-. Puedo limpiar los carros. Puedo conseguirle Viagras a don Mario.
-Y yo sé cocinar muy rico –se jactó Eliane.
-Pasen, pasen –se ofreció Vargas Llosa.
-Lo siento, pero no podemos alojarlos –cortó la Preysler, y les cerró la puerta en sus narices.
-¡Saludos a Alvarito! –alcanzó a gritar Toledo, sin saber si don Mario, al otro lado del portón, lo había escuchado.
Inmediatamente los Toledo se dirigieron a Barcelona, a casa de la premiada cineasta Claudia Llosa. Le rogaron un cuarto donde esconderse.
-No tengo espacio en mi piso –les dijo Llosa-. Y no quiero problemas con la justicia.
-Podemos ayudarte a filmar “La Teta Asustada” parte 2 –le dijo Eliane, tratando de animarla-. Tenemos los recursos para financiarte la película.
-Yo le meto una papa en la vagina a mi gringa Eliane –se ofreció Toledo, siempre lleno de inventiva y picardía-. Y después Gastón Acurio le saca la papa con sus propias manos y hace un salchipapas de chuparse los dedos.
-Sería un éxito de taquilla –dijo Eliane.
-Lo siento, no puedo ayudarlos –dijo Llosa, muy educadamente.
Tercos, obstinados, testarudos, tomaron un tren hasta Munich y se presentaron en la residencia del afamado futbolista Claudio Pizarro.
-¡Bombardero, soy tu fan número uno! –le dijo Toledo.
-Eres más guapo en persona –lo piropeó Eliane.
-¿En qué puedo ayudarlos? –preguntó Pizarro, pensando que Toledo era más bajo de lo que había imaginado.
-Necesitamos quedarnos en tu casa un tiempo indefinido –se adelantó Toledo-. Te pagaríamos mil dólares diarios.
-Mil dólares por semana, idiota –corrigió Eliane con aspereza a su marido.
-Pero no puedo arriesgarme –dijo Pizarro, tímido, abrumado por las circunstancias-. Los busca la justicia, la Interpol.
-Solo nos buscan unos fiscales peruanos coimeros, pagados por la mafia fujimorista –dijo Toledo-. Acá en Munich no nos busca nadie, te aclaro.
-No sé, qué difícil, tendría que consultarlo con mi esposa –dijo Pizarro.
-Puedo darte masajes –dijo Toledo-. Puedo ser tu utilero, tu aguatero, tu kinesiólogo. Puedo conseguirte efedrina. Puedo darte ayahuasca a la vena.
-Lo siento, pero no puedo ayudarlos –dijo Pizarro.
-Mal nacido –le dijo Eliane-. Pituco miraflorino. Apátrida.
Sin dejarse abatir, dispuestos a eludir el largo brazo de la justicia, los Toledo tomaron un avión a Tel Aviv y fueron a casa del magnate de la televisión Baruch Ivcher. Habían sido amigos tiempo atrás, cuando luchaban juntos contra la dictadura de Fujimori. Había tenido peleas feroces y grandes reconciliaciones. Ivcher estaba retirado de los negocios, había vendido su canal.
-Nosotros te escondimos en París cuando te detuvieron en Varsovia –le dijo Toledo-. Ahora es tu turno de escondernos.
-Favor con favor se paga –sentenció Eliane.
-Imposible –se enfureció Ivcher-. No puedo ser cómplice de la corrupción.
-¡Somos inocentes! –bramó Toledo-. ¡Somos inocentes, carajo! ¡Y Zaraí no es mi hija! ¡Lo juro por mi señora madre, que murió en el terremoto!
Luego se quebró en su sollozo con hipos y se alivió la mucosidad nasal en un pañuelo.
-Por favor, Baruch, déjanos pasar –imploró Eliane-. Te prometo que nos portaremos bien. No haremos mucha bulla. No nos tomaremos tu vodka.
-No te creo, Eliane –dijo Ivcher-. No confío más en ustedes. Por favor, váyanse.
Toledo puso un pie en la puerta y evitó que Ivcher la cerrara.
-¿Me vas a negar tu casa, si ambos somos judíos? –le preguntó, desolado, en tono de víctima.
-Tú no eres judío –le dijo Ivcher-. Tú eres un pendejo más.
-¡Soy judío, carajo! –gritó Toledo-. ¡Me hice la circuncisión cuando me casé con Eliane! Y ahora me pregunto: ¿De qué carajo me sirvió que me cortaran la pichina para ser judío, si mis propios hermanos judíos me niegan?
-Adiós, Alejandro –dijo Ivcher, y cerró la puerta bruscamente.
Siempre nos quedará París, pensó Toledo. Siempre nos quedará Zaraí, se dijo. Porque su hija Zaraí, a quien había negado los primeros quince años de su vida, estaba estudiando un doctorado en París. Tomaron un vuelo directo desde Tel Aviv y se presentaron sin previo aviso en el barrio bohemio donde ella vivía. Zaraí pareció sorprendida y asustada al verlos en la puerta de su apartamento.
-Hijita linda, hija mía, hemos venido a visitarte –le dijo Toledo, y la abrazó y la besó y la miró con un amor profundo, infinito.
-¿Cómo estás, cholita linda? –le dijo Eliane, y la besó en las dos mejillas, y la abrazó con una fuerza telúrica-. Cada día te pones más guapa –añadió.
Zaraí se encontraba perpleja, demudada, y la pareja en apuros ya había pasado al apartamento, y Toledo buscaba un trago desesperadamente.
-¿Tendrás un whiskicito, hijita? –preguntó.
-No –dijo Zaraí-. Solo tengo cerveza en la refrigeradora.
Toledo abrió la nevera como un oso sediento, destapó una lata y bebió cerveza. Eliane no tardó en hacer lo mismo.
-Qué sorpresa –dijo Zaraí-. ¿Qué los trae por acá?
-Te extrañamos demasiado, hijita linda –dijo Toledo, y se dejó caer en el sillón-. La sangre llama a la sangre. No podemos vivir sin ti. Ya tengo setenta años y no quiero pasar un solo día lejos de ti.
-Eres el sol que ilumina nuestras vidas –sentenció Eliane, con desusada ternura.
-Toda mi vida, ¡toda!, he sido un padre amoroso, he estado a tu lado, te he visto crecer, florecer, y ahora, hija mía, hija de mi corazón, quiero vivir acá, contigo, para sentir el orgullo de ser tu padre, carajo –dijo Toledo, sollozando.
-Gracias, papi –dijo Zaraí.
-Gracias a ti, hijita –dijo Toledo, y se puso de pie, y abrazó a su hija.
Luego sonó el timbre y los Toledo corrieron a esconderse debajo de la cama.