De un tiempo a esta parte, la gente se muere que es un primor. Yo estoy en contra de la muerte porque me parece una cosa muy poco seria. Un buen profesional procura no morirse jamás y, si lo hace, se espera hasta un momento en el que su ausencia sea asumible por el mundo sin traumas. Como periodista me siento violentado por la acumulación de obituarios de los últimos días. ¿No le importamos a nadie? La gente se muere sin pensar en los demás, mostrando una absoluta falta de sensibilidad hacia los horarios laborales de los que tenemos que escribir las necrológicas. Siempre tenemos a punto los obituarios de toda la vida, es decir, los de Fidel Castro, Bob Esponja, y Elvis Presley. Pero que se muera gente que estaba viva es algo que escapa por completo a la razón humana.
La muerte se define como la sensación bastante definitiva de ausencia de vida. En realidad uno sabe que está muerto en seguida, tan pronto como llegan las primeras reclamaciones del Gobierno intentando una mordida en la herencia. No hay nada peor que morirse siendo rico. Gran parte de las guerras comenzaron por una herencia mal planificada. Lo ideal es gastárselo todo, por caridad hacia las generaciones que vienen detrás, que no merecen un funeral en el que haya primos lejanos en el penúltimo banco de la iglesia con la calculadora en la mano.
La muerte se manifiesta de muy distintas formas, siendo la más clara de ellas el llanto de los amigos y el brindis de los enemigos. Cuando esto se produce sin un previo deceso claro, se dice que esa persona está 'muerta en vida'. La muerte del famoso es más ruidosa que la del personaje anónimo porque sale en los periódicos, a no ser que decidas morirte entrando en la Casa Blanca empuñando una pistola de agua. En la muerte de una estrella la gente llora a propósito –envidiable habilidad–, posando en el tanatorio como si estuvieran en el Festival de Canes. Dicen que los mojitos son bastante más baratos; y no es difícil, porque en la Costa Azul, toda la gente que desea morir de un susto se acerca a leer la carta de precios de cualquier bar.
El fallecimiento de un futbolista provoca un minuto de silencio, el de un cantante, un disco homenaje, y el de un escritor, un gran alivio en la profesión, que inevitablemente piensa: "¡un competidor menos!". La del escritor es una profesión de riesgo, como la del cronista destinado a un campeonato de golf: se oculta a menudo la cifra de compañeros caídos cada año por ingesta de un bolazo durante un bostezo en plena competición de golf. Muchos escritores no mueren por impacto de bola, sino por el golpe seco del corcho de una botella de champán contra el hígado, órgano vital que, en más de uno, es más bien piano vital.
Dicen los poetas que el amor no muere con la muerte, lo que demuestra que carecen de noción científica alguna sobre el tránsito de un estado al otro: todo el mundo sabe que la muerte implica que el corazón se detenga. Si el corazón sigue en marcha es que alguien ha metido la pata en el hospital, y el entierro va a resultar angustioso. No hay peor cadáver que el que está vivo, igual que no hay peor vivo que el que está muerto.
La plaga de famosos caídos desde el comienzo de 2016 no parece que vaya a detenerse. A este ritmo, a finales de febrero quedaremos dos docenas de humanos en el planeta y no sabremos ni siquiera a quién bombardear. Qué pereza. Siempre lo mismo. Cada vez que la humanidad no sabe a quien tirarle bombas acaba por liarse a bofetadas entre sí, y es peor, porque llega un momento en el que nadie filtra a la hora de golpear y la batalla pierde su razón de ser. A la gente le gusta morir por algo trascedente o al menos, de algo lo bastante serio como para excusar su ausencia en el fútbol el próximo domingo. Lo más deshonroso que puede escribirse en un epitafio es que “no murió de nada grave”.
Yo imagino la muerte como un pisotón accidental, pero como un pisotón accidental de un elefante sobre una hormiga. En ese aspecto, viendo los últimos periódicos, alguien debería dejar de darle whisky a los elefantes durante un tiempo. Y al menos, por educación, por respeto al descanso ajeno, la gente importante tendría que dejar de morirse por vicio. Como periodista, exijo mi derecho a un fin de semana sin muertes demasiado relevantes, para poder descansar en paz.