JULIO GONZÁLEZ
Especial
JULIO GONZÁLEZ
Especial
LA HABANA.- Yo bien podría ser dominicano, venezolano, colombiano o simplemente un hombre de cualquier rincón del planeta. O tal vez de Júpiter. O, ¿por qué no?, uno de esos seres estrafalarios que pernoctan en la estratosfera y despiertan en el vasto espacio sideral. En otras palabras, soy un soñador empedernido con los pies sobre la tierra.
Si hablamos de un territorio, debo decir que nací en el hospital Maternidad de Línea, en El Vedado, ese sector habanero que hoy es pasarela de prostitutas, travestis, minoristas de drogas y también de hombres y mujeres cuyo único deseo es que pase la noche, llegue el día y poder llevarse a la boca un pedazo de pan de la bodega para seguir sobreviviendo con las migajas de un régimen que se muestra “altruista” ante los ojos de un mundo miope.
Han transcurrido tantos años y aún no sé si fui parido o arrojado a un mundo de realidades ilógicas. Siendo sincero, solo sé que vine a esta isla sin una razón aparente. Pero heme aquí, respirando, transpirando, sufriendo, mientras la gente a mi alrededor hace lo mismo, algunos con mayores posibilidades de encontrar momentos fugaces de alegría, otros –como yo– observando el desenlace de los eventos de un país –llamémosle mundo– en donde el que “no se pone pa’ esto” tiene que conformarse con vivir a base de arroz y frijoles negros.
Por eso tengo la apariencia de un hombre fuerte, y no me avergüenzo de decirlo: algunas veces cometo pecadillos veniales. Tengo una familia, unos hijos, sueños, deseos. En fin, soy un ser humano que anhela la carne de res que abunda en las parrilladas argentinas, los autos casi supersónicos que fabrican los alemanes, la bandeja paisa de las telenovelas colombianas y, ¿por qué no?, un gobierno en donde reine la verdadera democracia.
El abismo
Entre dictadura que primero llamaron revolución y democracia existe un abismo insondable. Es cierto que en los dos bandos sus políticos se hacen ricos y viven como reyes en palacetes medievales. Puedo ver a los nuestros a bordo de flamantes vehículos o a través de la televisión oficial asumiendo posturas de redentores, inventando cuentos que solo les creen en sus casas, bien peinados, ataviados con ropas de marcas europeas y mostrando unos rostros saludables que contrastan con nuestra realidad intrínseca.
Esos áulicos de los “todopoderosos del régimen” son los que he visto rodar por las calles de mi mundo desde que era un niño cuando no sabía distinguir entre el bien y el mal, cuando me obligaban a creer que el CDR de mi cuadra había sido creado para mantener unidos a los vecinos, todos tras un mismo fin: apoyar lo que creyeron como la revolución de Fidel Castro, ese dios implantado con el que creció mi generación, a quien teníamos que venerar o por el contrario vendrían a colonizarnos los yanquis.
¡Maldita estupidez la nuestra! Ese diablo del verbo y la convicción nos cerró toda posibilidad de interactuar con el mundo a nuestro alrededor para mantenernos cautivos, engañados, como el capataz de una de esas fincas de Oriente: nosotros su ganado; él nuestro dueño, amo y señor.
Convocarnos a la Plaza de la Revolución era una obsesión que demostraba su condición narcisista. Su voz aflautada, que sabía matizar como el mejor de los actores de la humanidad, calaba en cada una de las neuronas intentando crear una dependencia, una relación íntima, que todavía doblega a algunos pocos “engañados”, que incluso han llorado la muerte del dictador como la mayor desgracia que le haya ocurrido a nuestra isla.
Hoy estoy demasiado grandecito para diferenciar entre el bien y el mal, y tengo conciencia de que la más grande tragedia de nuestro pequeño y avasallado mundo ha sobrevenido por cuenta de un modelo de gobierno estructurado para empoderar a una elite cerrada y mantener arrodillada a una población inerme. A ese entuerto lo llaman socialismo, y el dictador Castro fue su autor.
Juego tenebroso
Nadie duda que Fidel era un hombre inteligente que supo utilizar sus dotes y habilidades para timar a una población entera. Vestido de uniforme verde olivo –porque no podía usar una corona de rey o una capa de superhéroe– reprimió a nuestro mundo, y más allá de las fronteras del ancho mar, pregonó un “bloqueo” que “dibujó en el aire” para convertirlo en la excusa que le otorgaría el respaldo de las naciones que cayeron en su juego tenebroso.
Por decirlo de otra forma, ese “prohombre” que la debilitada izquierda internacional pretende inmortalizar –más por odio a los Estados Unidos que por el éxito alcanzado en su exigua gestión– no es digno de tener un busto ni en el patio de la casa del más mísero habitante de sectores habaneros como Romerillo o La Cuevita, que, a su vez, son prueba fehaciente de que en Cuba sí existe la pobreza, “compañero Fidel”.
Tampoco podemos negar que el dictador de marras nos hizo fuertes, gallardos, pero no como producto de un plan gubernamental –porque a él le convenía tenernos en la inopia– sino como consecuencia directa del instinto de supervivencia que poseemos los seres humanos, y también los animales. ¿O es que eso éramos para Fidel y seguimos siendo para Raúl? ¿Unos animales?
Pero quiero bajarle la temperatura a este compendio de ideas calenturientas. ¿Para qué hablar del que finalmente se fue? Mejor aprovecharé estas líneas para tratar de vislumbrar un futuro atiborrado de bienaventuranzas en una Cuba con libertades, en la que sus gobernantes sean escogidos por votación libre y espontánea, en donde exista el pluralismo y se respete al que piense “distinto”, pero ante todo, una isla con medios de comunicación en los que la objetividad y la autonomía sean el común denominador.
En mi mundo los medios de comunicación no son libres, nadie lo es. Sabemos de sobra que la esencia de toda dictadura es el control de la información. Orwell concibe en su novela 1984 un estado totalitario a través del Gran Hermano, un ente impersonal, omnipresente, que todo lo sabe, que todo lo vigila, y Winston Smith, el protagonista de la obra, es un funcionario del Ministerio de la Verdad, organismo que se encarga de falsear la realidad y manipular a la opinión pública.
Hay quienes aún creen en las coincidencias. Quizás por una de ellas –quizás–, en Cuba el periódico omnipresente es el Gramma, órgano oficial del Gobierno, a través del llamado Comité Central del Partido Comunista, que maneja la familia Castro y la cúpula militar. Los canales de televisión también son del Estado, es decir, del castrismo, cuyos noticieros parecen escritos por el mismo Raúl Castro o todavía, desde el más allá, por el alma penante de su hermano Fidel.
Fuerte por las circunstancias, pero también soñador, creo que ese estado de cosas debe cambiar algún día. ¿Cuándo? No lo sé. Faltan aún los componentes necesarios que impulsen el cambio. Pero mientras llega el añorado momento, sigo tejiendo otra realidad en mi mente con los hilos de un optimismo que podría rayar en la fantasía. Soy de esos que creen que el retorno de la democracia a Cuba está a la vuelta de la esquina. Esperemos a que Raúl termine su tiempo en el 2018, como prometió, y con él el miedo institucionalizado a golpe de cárceles y fusilamientos. Y a partir de ahí, ya veremos qué sucede. Algo debe pasar.