LA HABANA.- Mientras el régimen de Díaz-Canel extendía una alfombra roja para recibir a 371 cubanos radicados en más de 50 países y el ministro de Inversiones Extranjeras se frotaba las manos al calcular el probable monto millonario de futuros negocios, Rafael, 65 años, profesor en una secundaria básica, se dirigía a las autoridades para acusar a un matrimonio residente en la Florida por haber reformado un apartamento que compraron en un edificio que se caía a pedazos -y del cual Rafael es el encargado-, en la barriada habanera de La Víbora.
“Desde que se inauguró el edificio en 1957 nunca se había pintado. El moho y la humedad provocaron que se cuartearan las paredes. Las tuberías del agua estaban podridas. La caseta de la azotea destruida y en peligro de derrumbe. Al no haber iluminación exterior, los rateros hacían zafra: en los dos últimos años hubo cuatro robos. El Estado, que supuestamente debía repararlo, jamás nos vendió una bolsa de cemento. Fue ese matrimonio que vive en Miami los que se encargaron de remodelarlo, pintarlo y ponerle luces Led en la fachada y las escaleras. En vez de acusarlos a la policía, debieran darle un premio por gastar de su dinero para mejorar nuestras condiciones de vida”, dice un inquilino del inmueble.
El matrimonio no violó ninguna ley. El padre de la señora falleció y le dejó el apartamento. Ella se repatrió, según estipula la disparatada normativa cubana, para poder ponerlo a su nombre. Un vecino que vive en el primer piso, necesitado de dinero, le propuso vender su propiedad. Los cónyuges se la compraron y traspasaron el apartamento a nombre de un familiar. Todo el proceso fue legal. Pero cuando varios camiones comenzaron a descargar materiales de la construcción, muebles y equipos importados, el encargado del edificio se molestó.
¿Qué le molestó a Rafael? Probablemente pudo más la frustración o la envidia al ver que una pareja, dueños de un pequeño negocio de transporte en la Florida, pudo renovar los dos apartamentos y vivir con confort. El pretexto para acusarlos a las autoridades fue una supuesta agresión y por realizar reformas en el edificio sin autorización.
Hasta ahí, se puede entender. Cualquiera puede llevar a tribunales a una persona que considere haya transgredido la ley. Sucede que en Cuba, tras más 60 años de un discurso oficial repudiando y ninguneando a los inmigrantes, a la hora de denunciar un litigio se suele utilizar como arma hacia los que residen en el extranjero, “que son contrarrevolucionarios”, “que los han escuchado hablando en contra del proceso” o sospechan que “están lavando dinero de las drogas”.
Personas como Rafael, un profesor que tras cuarenta años de trabajo come poco y mal y vive con demasiadas penurias, consideran que la “revolución los ha abandonado a su suerte” y no pueden entender cómo es posible que se reciba con los brazos abiertos a los antiguos “gusanos y escorias”, como los catalogó Fidel Castro.
Y con nostalgia recuerdan aquella etapa en que asistían a actos de repudio en el barrio con cánticos de “gusano, lechuza, te vendes por un pitusa”, lanzándole piedras y huevos en la fachada de su casa. Su único ‘delito’ era querer emigrar.
Desde luego, el diálogo es necesario. Pero el primer paso es una disculpa pública. Pero la dictadura castrista, en su soberbia, no lo considera necesario. Pretenden colonizar a su antojo las relaciones del Estado con la diáspora. Les abren las puertas a coloquios y futuras inversiones solamente a los compatriotas que ‘estén contra del bloqueo’ y no quieran cambios políticos en la Isla.
En una lista negra aparecen miles de cubanos que critican abiertamente el desastroso desempeño del gobierno actual y reclaman democracia en su país. La prensa oficial ignora olímpicamente a los emigrados cubanos que triunfan en los negocios, en la política, deporte o cultura.
Entre los mejores deportistas del año en la Isla no aparecen peloteros de brillante desempeño esta temporada en la MLB como José Adolis García, Robert Luis Jr. o Yandy Díaz. Los medios estatales resaltaron el Grammy Latino a Omara Portuondo, pero no mencionaron que Chucho Valdés y Paquito D’Rivera también lo obtuvieron.
Para el gobierno de La Habana hay ‘cubanos buenos’ y ‘cubanos malos’, de acuerdo a su enrevesada interpretación. Hablan de diálogos, pero impiden entrar a su patria durante ochos años a los médicos y deportistas que abandonan delegaciones oficiales.
Por eso, entre otros motivos, la IV Conferencia de la Nación y la Emigración es una puesta en escena de mal gusto. El nombre del evento es por sí excluyente, pues la emigración es parte de la nación.
Las propuestas están condicionadas a una hoja de ruta trazada de antemano por el régimen. No es un diálogo de igual a igual. Desde el primer encuentro en 1978, el foro es una pasarela que permite al presidente y sus adláteres fotografiarse con emigrados complacientes escogidos a dedo.
Ya lo dijo el funcionario Ernesto Soberón Guzmán: la “base del diálogo es el respeto a la soberanía y la independencia de Cuba”, o sea, no cuestionar las políticas del régimen. Con esos subterfugios, es imposible que haya resultados positivos en ese tipo de encuentros.
El mayor interés del gobierno es que los emigrados inviertan en Cuba, aunque aún no existe un marco legal ni siquiera un mercado cambiario oficial. Tampoco se espera que el Estado vaya a ceder en la petición de algunos emprendedores cubanos radicados en el extranjero de autorizar la libre contratación de trabajadores en sus negocios y pagarles directamente en dólares.
Un funcionario del MINREX reveló a Diario Las Américas que “entre las medidas que pudiera aprobar el gobierno es la ampliación de dos a cuatro años la estancia fuera del país sin perder la ciudanía y sus derechos y el uso de pasaportes extranjeros a los cubanos que viajen a la Isla. Poco más. No creo que vayan a permitir que los emigrados puedan votar en los paripés electorales ni acceder cargos públicos. Es un evento para captar inversiones. No para compartir el poder ni para transformar el status quo”.
En el plan de actividades previstos por los organizadores de la conferencia, se incluye una programa de asistencia libre, que incluye visitas a sitios históricos como el Centro Fidel Castro y el Memorial de la Denuncia en 5ta. y 14, Miramar, primera sede de la Seguridad del Estado.
El resentimiento de la autocracia hacia la emigración y los empresarios privados es una historia de vieja data. Entre 1959 y 1968 el gobierno de Fidel Castro confiscó más de 80 mil negocios de cubanos, entre ellos 55.636 pequeños emprendimientos familiares.
El régimen siempre ha visto al emigrado como un adversario político y un desertor. Lo único que le importa a la dictadura es ordeñarlo económicamente. Hace cincuenta años Fidel Castro chillaba afónico en una tribuna:
“A esa gente hay que quitarle la ciudadanía porque esa gente algún día va a mendigar aquí, a las puertas de este país que la dejen entrar […]. Cuando esa gente se indigeste de yankismo y cuando esa gente esté cansada de desprecios y de malos tratos, y cuando esa gente esté cansada de la idiosincrasia de los amos imperialistas, llegará el día en que vengan a tocar aquí todos esos técnicos, a las puertas de este país, ingenieros, arquitectos, médicos y profesores, pidiendo que los dejen entrar, y ese es el momento que nosotros tenemos que ser duros y yo creo sinceramente, y somos partidarios, de que seamos duros con esa gente”.
El exilio no debiera olvidar esas palabras. Un sector de cubanos empobrecidos, como Rafael, encargado de un edificio en La Víbora, siguen viendo a los emigrados como enemigos. Sobre todo si proceden de Miami.