–Cuando anuncian ligeras penetraciones del mar, agárrate –dice Guillermo–. Lo que viene es mucho.
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Guillermo, en su casa del Vedado.
(Foto: El Estornudo)
Con cada penetración costera en el Vedado, madre e hijo tienen, literalmente, que desmontar la casa, dejarla en el puro cemento. No se trata solo de mudarse de modo convencional –las ropas, los equipos electrodomésticos, los muebles–, sino también de zafar cada tornillo, cada lámpara, cada bisagra y cada instalación eléctrica o toma de corriente. De lo contrario, el salitre –esa plaga casi totalmente imperceptible, salvo por su sabor salado–, se lo comería todo, lo oxidaría o descompondría. Cristina y Guillermo cargan con sus bultos y suben al primer piso del edificio. En el descanso de la escalera capean el temporal y evitan la evacuación.
Hace solo unos pocos meses, en enero de 2016, el fenómeno climatológico El Niño –un cambio en el movimiento de las corrientes marinas, con el subsiguiente aumento de la temperatura en las aguas del Pacífico ecuatorial y grandes variaciones atmosféricas– le trajo a Cuba, de golpe, cinco frentes fríos, antecedidos todos por hondonadas prefrontales. Como consecuencia, en el litoral norte occidental se reportaron dos importantes penetraciones del mar con apenas seis días de diferencia entre una y otra.
–Hay una estrecha relación entre la llegada de El Niño y la intensidad de las inundaciones costeras –dice Yoania Povea, meteoróloga del departamento de Física de la Atmósfera en el Instituto de Meteorología (INSMET) de Casa Blanca, el más importante del país.
Aún así, los expertos no dudaron en calificar la consecutividad y la magnitud de las penetraciones como un evento muy poco usual. El Vedado ocupó los titulares. Diversos medios de prensa siguieron de cerca la evacuación de más de un centenar de habitantes y la evolución del fenómeno: las olas de seis metros rompiendo en el muro del Malecón y desbordando la avenida, los camiones de rescate de la Defensa Civil, las máximas acumulaciones.
En Cuba, hasta el presente, las penetraciones del mar ocurren bajo la estricta influencia de los factores meteorológicos habituales. A saber: los ciclones tropicales y los sistemas frontales, siendo las costas de la región occidental las más afectadas. Sin embargo, hay algunas evidencias concretas del efecto del cambio climático en ciertos parámetros ambientales del país. La temperatura promedio anual ha aumentado 0.6 grados Celsius desde mediados del siglo pasado, los períodos de sequía han crecido desde 1960, y en algunas regiones del Occidente el nivel medio del mar ha subido hasta casi nueve centímetros en los últimos cuarenta años. Para 2010, ya se registraba una tendencia de crecimiento cercano a los 0,2 centímetros anuales.
Si tomamos en cuenta la condición insular del país, y la existencia de zonas bajas en gran parte del perímetro costero cubano, no resulta extraño que sea justamente este punto el que más preocupe a los especialistas. Tanto el ascenso del nivel del mar, como la presencia y actividad humana, han provocado la retirada de la línea de costa, no solo en Cuba, sino en gran parte de las islas alrededor del mundo. Esto, se calcula, viene ocurriendo desde hace quinientos años, pero nunca con tanta gravedad como ahora, con el aumento de las temperaturas por el incremento en la concentración de los gases de invernadero.
Con las inundaciones últimas en el Vedado, a pesar de que pasaron de moderadas a fuertes, y fueron consideradas las más intensas de los últimos años, Cristina y Guillermo no tuvieron que mudarse del sótano para, pasada la tempestad, volver a él. Según cuenta Guillermo, justo en la esquina de 5ta y Paseo hay un generador de bomba y un trabajador de recursos hidráulicos estuvo bombeando toda la primera madrugada, con lo cual evitó, al menos en esa cuadra, acumulaciones mayores. Para Cristina fue un descanso merecido.
–Desde el año 67, yo las he vivido todas, las más grandes y las más chicas –dice.
La experiencia la ha convertido en una suerte de gurú que los vecinos del resto de los sótanos no dudan en consultar cada vez que se anuncia alguna penetración del mar. Que no son pocas.
–En invierno, los frentes fríos –dice Guillermo–, y en verano son los ciclones, que cuando vienen por el norte, meten lluvia y viento, y cuando vienen desde el sur, y siguen de largo, tuercen el mar, como si lo enroscaran, y eso trae marejadas.
Fue, por ejemplo, el caso del huracán Juan, en 1985. Estacionado en la costa sur de los Estados Unidos, sus vientos provocaron mar de leva en La Habana, con olas entre cuatro y seis metros durante 72 horas. En la calle Línea, más allá de la casa de Cristina y Guillermo, la marea alcanzó los dos metros de altura.
Debido a la particular configuración geográfica de la Isla –alargada, con amplias zonas de plataforma insular–, el Centro de Meteorología Marina del INSMET suele clasificar las inundaciones en dependencia de la altura de la ola. Según informes especializados, este tipo de medición “es muy conveniente para el área del Malecón habanero, cuya forma acantilada es favorable a las inundaciones por rompiente de oleaje”.
Las inundaciones provocadas por olas de más de cinco metros clasifican como severas, las inundaciones por olas entre cuatro y cinco metros clasifican como moderadas, y las inundaciones provocadas por olas de menos de cuatro metros clasifican como ligeras.
Son las inundaciones ligeras las únicas que no llegan hasta la calle 5ta, aunque, en cualquier caso, Cristina parece habérsele adelantado a la naturaleza o al menos marcharle a la par, predecirle los movimientos, porque ya no se muda en vano.
–Cuando desmantelamos el apartamento –dice–, es porque lo teníamos que desmantelar.
***
Todos los años, Yoandri Marzo, de 34 años, y su esposa Mariusdelvis Lambert, de 32, quieren mudarse de casa, pero nunca han podido. Oriundos de Punta de Maisí, en el extremo este del país, ambos viven desde principios de los 2000 en los Bajos de Santa Ana, una especie de gueto costero, un barriecillo insalubre construido por emigrantes del Oriente entre el mangle de Santa Fe, al noroeste de La Habana.
El Consejo Popular Santa Fe, con ocho kilómetros cuadrados y veintiséis mil habitantes censados, pertenece al municipio Playa, y cuenta con La Puntilla, una de las playas icónicas de todo el litoral habanero. Es cosa sabida que, en las últimas décadas, La Puntilla ha sufrido tanto la pérdida de considerables áreas de arena como el deterioro progresivo de la vegetación natural.
Se calcula que a mediados del siglo pasado, hacia 1956, el área ocupada por la vegetación natural sumaba 0.45 kilómetros cuadrados. Para 2010, ya se había reducido a la mitad. El asentamiento humano es razón fundamental en ello. En principio, el poblado Santa Fe debería llegar solo hasta la desembocadura del río Santa Ana, actualmente un terraplén árido con algunos charquillos fétidos –a veces tornasolados, en los que el sol se refleja– y montículos revestidos de un musgo amarillento, enfermo.
Alguna vez, todo lo que hubo después del río fue mangle tupido y una laguna en la que, según Migdalia Hernández, vecina nativa de Santa Fe, los muchachos de su época –años cincuenta y sesenta– solían bañarse. Pero ya no. Desde mediados de los noventa, lo que hay es una comunidad, digamos, paralegal. En los Bajos de Santa Ana viven alrededor de tres mil personas –Yoandri y Mariusdelvis entre ellas–, todas provenientes de las provincias orientales. Su estatus es el típico estatus de cada una de las comunidades de emigrantes que en un inicio, a partir de la crisis económica que asoló al país tras el colapso soviético, se formaron clandestinamente en muchos rincones de La Habana –sitios intrincados, estrictamente marginales– y que luego el Estado no pudo ni desalojar ni promover.
Declarado barrio insalubre, tienen luz eléctrica, agua, y, si alguien se enferma, cuenta con atención médica gratuita, pero no les permiten cambiar la dirección del carné de identidad, no les reconocen otros derechos legales, están a la merced y el capricho de las autoridades policiales, no reciben los alimentos de la libreta de abastecimiento, y los hijos que nacen mantienen la dirección original de las madres, es decir, se inscriben, si se inscriben, en pueblos en los que esos hijos jamás han puesto ni pondrán un pie, aunque sí pueden matricular en la enseñanza primaria y secundaria y estudiar en escuelas de la capital.
Hoy, en la tarde del primer sábado de julio, bajo el calor tiránico que convierte a La Habana en una gran vela en la que todos crepitan como insectos, Yoandri cava una zapata para levantar, justo al lado de la casucha en la que hasta ahora ha vivido, una casa un tanto más prospera. Trabaja descalzo, con el torso desnudo. Viste apenas un jeans viejo, remangado a la altura de los tobillos. No es un hombre imponente, ni alto ni bajo, pero sí recio, sin una gota de grasa. Piel mestiza y pelo enmarañado. Es el típico hombre moldeado en el gimnasio de la supervivencia.
Tiende cordeles, hace mediciones, vierte piedra y cemento, fija cabillas y abre huecos en la tierra con un azadón. Mariusdelvis –trigueña y locuaz– diagrama en el aire una casa que piensa legarles a sus tres hijos pero que hasta ahora solo existe en su imaginación.
–Aquí va la sala –dice– y aquí la cocina y aquí el cuarto de los niños y aquí el cuarto de nosotros y allí una terracita.
Pero, independientemente de esta pincelada de ilusión, Mariusdelvis es –tiene que ser– una mujer pragmática.
–¿En cuánto tiempo creen que puedan terminar la casa?
–Por lo menos en diez años. Con tres hijos nadie puede construir, porque es calzado y ropa y comida. Hay que echar la zapata y después juntar cuatro bloques y así. Es poco a poco –dice.
Los dos hijos mayores, uno de 14 años y otro de 9, dos muchachillos azorados e inofensivos, acaban de llegar de la costa, donde se han estado bañando desde el mediodía. La hija pequeña, de 6, duerme en la casa, que, si tiene que ser algo, es un monumento a la tristeza: el piso de tierra, el techo de zinc y fibrosen, la estructura frontal ligeramente inclinada, y las paredes de tablones horizontales o cartones disparejos por cuyos intersticios se cuelan, sobre todo, enfermedades.
–Esta es la segunda vez que tengo a la niña con dengue –dice Mariusdelvis–. La primera vez me la atendieron en Coco y Rabí (hospital de La Habana), y todo perfecto, la verdad, de maravillas. Ahora tiene vómitos y sangre en la nariz. La llevé al (Hospital) Pediátrico y las plaquetas le dieron bien, pero después fue que vino a salirle la erupción. Está durmiendo porque se tomó una benadrilina.
Como en un cuadro surrealista, objetos y artefactos dispersos custodian el sueño de la niña. Afuera, en el patio, un tanto más de lo mismo. Acumulación de hierros, palanganas y armatostes. En par de ocasiones, Yoandri ha pretendido rellenar el patio con arena, subirle el nivel para contrarrestar el embate de las penetraciones costeras, pero la policía se lo ha impedido.
–El agua nos ha llegado hasta la sala –dice Mariusdelvis–. Y a la altura de la ventana. En 2005, con el ciclón Wilma, tuvieron que sacarnos los carros anfibios. Lo perdimos casi todo. El ciclón nos tumbó el baño, rajó la taza, nos mojó el refrigerador y el televisor.
Los reportes del INSMET señalaron que con el Wilma, al combinarse las grandes marejadas y el efecto de la surgencia del huracán con el llenante de marea astronómica, las acumulaciones en los Bajos de Santa alcanzaron los dos metros y medio de altura.
Con las inundaciones de enero último, el mar llegó apenas hasta la cocina, un hecho que Mariusdelvis no considera tan grave. En contraste con el Vedado, los Bajos de Santa Ana –un gueto que existe, pero que no se puede saber que existe– solo fue mencionado, casi de pasada, por un reportero de la televisión y por cierta revista quincenal, de improbable tirada, la cual aseguraba que 130 habitantes del barrio ya habían sido evacuados.
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Casa de Yoandri y Mariusdelvis.
(Foto: El Estornudo)
Con los años, en el patio de Mariusdelvis y Yoandri también se acumulan objetos y basura que el mar en sus embestidas ha arrastrado, como un paquete que, de algún momento a otro, va a venir a recoger.
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Los habitantes de los apartamentos-sótanos en el Vedado, cerca de la línea del mar, son personas que quisieran irse a otro lado, pero con quien nadie estaría dispuesto a permutar. Los sótanos del Vedado son apartamentos solo porque el problema de la vivienda en Cuba –neurálgico, enquistado– ha hecho creer que casi cualquier techo es bueno para vivir. Y más en el Vedado: barrio céntrico, activo, hasta cierto punto lujoso, cosmopolita. Si los habitantes de los apartamentos-sótanos del Vedado se quejaran por vivir donde viven, es bastante probable que no solo los habitantes de los Bajos de Santa Ana, sino también los de los solares en La Habana Vieja, y los de los palacetes derruidos en Centro Habana, y los de las cuarterías de San Miguel Padrón, y los de los edificios de microbrigada en Alamar, se les echaran a reír en la cara.
Pero hay, si se mira, una clara diferencia –en la prestancia, en el confort– entre los apartamentos-sótanos del Vedado y los propios apartamentos de esos mismos edificios. La diferencia de estatus –por llamarlo de alguna manera– aquí no se manifiesta como en otros barrios: norte-sur, o este-oeste, sino arriba-abajo.
Sin embargo, en el apartamento de Cristina y Guillermo saltan a la vista cierta pulcritud y órdenes básicos, que solo son posibles a partir de determinada estabilidad económica.
–No te creas –dice Guillermo–, es duro mantener la casa así. Hay que vivir arriba de ella.
La sala, la cocina y el comedor están pintados de blanco. El baño, enchapado hasta el techo. Y las paredes de los cuartos son de piedra Jaimanita, que repelen el salitre. Han logrado atajar la adversidad sin renunciar al ornamento.
El sótano-apartamento del edificio 462, propiedad de Leonel Ramírez –un hombre de poco más de 40 años con la cabeza blanca en canas– sí muestra las cicatrices de las mareas. Los pedazos de cal levantados, las paredes desconchadas, las marcas de cemento superpuestas como parches, y los ladrillos –que vienen a ser el esqueleto de la casa– a flor de piel. Hay un polvillo áspero en el aire, producto de la erosión constante.
–El ladrillo –explica Leonel– es una esponja, chupa y chupa, hasta que ya no le cabe más agua y el trozo de pared se desmorona.
Leonel sabe de otras casas en que paredes enteras se han derrumbado. Por eso él, a unos centímetros del piso, justo encima de los rodapiés, ha roto las paredes a todo lo largo, para que la humedad drene.
–Después que baja el mar, y la inundación se va, es como si la pared llorara. Tienes que buscarle una salida para que no explote.
Acostumbrado desde hace más de veinte años a las penetraciones costeras, Leonel ha sabido tomarle el golpe. Y cuenta con un entretenido repertorio de anécdotas. Él es de los que, en medio de las marejadas, sale a la calle a cazar lo que aparezca. Una práctica de la que ni siquiera escapan los rescatistas de la Defensa Civil.
–Hace unos pocos años se les viró una lancha y perdieron no sé cuántas cajas de cerveza. Además, cuando te evacúan, también te quitan todo lo que tú recogiste.
Leonel ha visto gente que, con las inundaciones, se ha encontrado aires acondicionados, muebles, ropas, zapatos, aunque los equipos electrodomésticos, una vez que entran en contacto con el agua salada, por lo general no sirven. Leonel acostumbra salir con una bolsa de nailon que se coloca a la altura del pecho, como un jamo, y con la que pesca todo lo que pase por su lado.
–Aquí hubo penetraciones que cogieron movido a todo el mundo y que rompieron los cristales de las tiendas en Paseo. Tú veías las cajas de comida nadando por la calle.
Leonel asegura que, con las inundaciones provocadas por El Niño del año 1997, un amigo suyo se agenció, provenientes de la tienda de ropa deportiva de 1era y B, 32 tenis marca Reebok, pero todos del pie derecho.
–Después tuvo que ir y poco a poco robarse los tenis del pie izquierdo.
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En cuarenta años de penetraciones costeras, Cristina ha sido evacuada en lancha, ha pasado días en escuelas y albergues, ha visto cómo se han llevado a vecinas con afectaciones pulmonares, al borde del colapso, ha visto cómo el agua ha hecho trizas los apartamentos de vecinos que el día de las inundaciones estaban para el extranjero, ha visto cómo en el hotel Riviera, ubicado en Avenida Paseo y calle 1era, un contenedor arrastrado por la fuerza del mar rompió los cristales de la tienda, ha visto personas, con la marea a la altura del pecho, guiando muebles por encima de la corriente, tal como se guía al ganado, empujándolos con la mano, toreándolos, y ha visto cómo la presión del mar, buscando salida, ha levantado las tazas de los baños, pegándolas al techo.
Luego, Cristina ha tenido que limpiar su casa con chorros de agua a presión, para quitar la costra del salitre, pero también el petróleo y los excrementos que las inundaciones traen consigo. Ha tenido que desinfectar su cisterna durante varios días, un aparte que los inspectores de Salud Pública, previniendo cualquier tipo de contaminación, exigen con particular ahínco.
Hoy, para entrar a su casa, hay obligatoriamente que brincar un muro de unos cincuenta centímetros que Guillermo ha levantado alrededor de la escalerilla por la que se desciende. Señal ésta de que ambos ya se han resignado a vivir donde viven. Imposibilitados de mudarse, decidieron apertrecharse tanto como les fuese posible.
En suma: durante cuarenta años, Cristina ha presenciado y padecido todas y cada una de las penetraciones costeras que han golpeado a La Habana.
–¿El Estado les ha hablado sobre alguna solución?
–Se ha hablado de distintos proyectos. Hacer un dique en el Malecón, poner dados de cemento, pero nada –dice Guillermo.
–Y me voy a morir y no lo voy a ver –añade Cristina–. Siempre dicen, nunca hacen.
Como en tantas otras cuadras del Vedado y de La Habana en general, justo detrás del edificio de Cristina y Guillermo, en medio de la manzana formada por la Avenida Paseo y las calles A, 3ra y 5ta, hay un descampado yermo que ellos sugieren como un posible terreno para construir un edificio y trasladar a los habitantes de los sótanos.
La idea, que suena descabellada (pedirle al Estado que construya cuando apenas puede mantener en pie lo que está construido), ha sido manejada incluso por especialistas, como parte de una estrategia planificada que busca poner en marcha dieciséis proyectos distintos con el objetivo de contrarrestar los efectos del cambio climático sobre el país.
El Dr. Eduardo Planos, presidente del Programa Nacional de Ciencia Cambio Climático en Cuba, ha hablado de ordenamiento territorial en las zonas costeras, “fundamentado en el conocimiento riguroso de los peligros, las vulnerabilidades y riesgos, y en escenarios futuros de ascenso del nivel del mar”. Entre los efectos visibles del cambio climático, es justo ese, el ascenso del nivel medio del mar, el que más podría afectar a Cuba, por su condición de isla o archipiélago. Hoy, unos tres millones y medio de personas viven a escasos kilómetros de la línea de la costa, y hay, en zonas propiamente costeras, la friolera de 246 asentamientos. Se calcula que, de mantenerse los patrones actuales, para 2050 Cuba podría haber perdido casi 2700 kilómetros cuadrados de superficie terrestre y cerca de 9 mil viviendas.
–Los frentes fríos se califican en débiles, fuertes y moderados –dice el Máster Reinaldo Casals, especialista del departamento de Meteorología Marina, en el Instituto de Meteorología de Casa Blanca–. A partir de los años cincuenta, el número de frentes fríos débiles ha aumentado, antes parece haber sido peor, por lo que no hay ninguna razón para pensar que las inundaciones costeras son una consecuencia del cambio climático, siempre han estado ahí. Y el fenómeno de El Niño es cíclico, erráticamente cíclico, es decir, que no tiene una frecuencia fija pero es cíclico, y tampoco tiene nada que ver con el cambio climático.
Pero, más que desencadenar las inundaciones costeras actuales, lo que el cambio climático podría hacer, y hace, es acentuarlas. En 2007, el Consejo de Ministros acordó implementar un “Programa Nacional de Enfrentamiento al Cambio Climático” que entre sus objetivos se trazaba concluir lo que llamó el “Macroproyecto Vulnerabilidad Costera” y desarrollar una red de monitoreo del estado y la calidad de la zona costera.
Varios grupos de estudios científico-técnicos, conformados por más de 17 instituciones y cerca de 150 especialistas, proyectaron “escenarios de peligros asociados al ascenso del nivel medio del mar para el año 2050”, con resultados francamente alarmantes: un incremento de 27 centímetros del nivel mar con la pérdida de más de un dos por ciento de superficie y sus respectivos ecosistemas, el retroceso de un metro de la línea de costa, y el grave deterioro de casi un 20 por ciento de los manglares del país.
–En general, –dice Dailys Rodríguez, geógrafa y especialista en asuntos de manejo costero– ese es el tema del cambio climático en Cuba. Se tiene aún más miedo por lo que pueda pasar, por lo que pueda provocar, por la manera en que puede agravar los daños ambientales ya existentes.
En los Bajos de Santa Ana, según cuenta Mariusdelvis, “hasta con cambio de luna el mar se mete en la casa. Y cuando todo se llena de agua, es un problema, ni los niños pueden ir a la escuela”. Si, efectivamente, el fenómeno llegara a agravarse aún más, los Bajos de Santa Ana, erigido en el corazón del manglar, estarían destinados a desaparecer.
El asentamiento trajo consigo la tala furtiva y, como consecuencia, la pérdida de la cobertura boscosa con una regeneración nula. Las especies de mangle rojo, mangle prieto y el patabán, en la desembocadura del río, constituyen ya un reducto de este ecosistema dentro de la zona del litoral habanero.
–Los manglares están subvalorados –dice Dailys Rodríguez–, pero son una de las mejores barreras naturales contra los ciclones y absorben la salinidad, son como filtros. Impiden que el agua de los cultivos se contamine, que las aguas del manto freático se mezclen. Además, son supersensibles. Mucha agua los mata. Poca agua los mata. La basura los mata. Es obvio que un asentamiento en el mangle rompe el equilibrio natural.
Lo que más quieren Mariusdelvis, y el resto de los vecinos, es irse. Hace tres años, la policía y los oficiales de Guardafronteras le decomisaron a Yoandri un taller de carpintería que tenía en el patio por construir un bote con el que pretendía lanzarse al Estrecho de la Florida.
–Hasta las bisagras me llevaron. Me dejaron pelao, sin nada. Tuve que pasar las de Caín para darles comida a esos muchachos. Me colgaron seis mil pesos de multa, que pagué a plazos, de diez en diez.
Los Bajos de Santa Ana es también un embarcadero por el que mucha gente suele lanzarse al mar, intentado llegar a los Estados Unidos. Sobre todo gente joven. Todo el tiempo. Yoandri mismo no sabe por qué está construyendo una casa nueva, y, una vez más, en el mangle, en un caserío que muy probablemente, a mediano plazo, deje de existir. De cualquier manera, Yoandri espera que para ese entonces algo ya haya sucedido con él.
–Tengo que tirarme. Si llego, bien. Y si no, no. Pero hay que intentarlo. Todo el mundo lo hace. Y yo soy pobre. Y eso es lo que hace el pobre. El pobre lo que hace es tratar de sobrevivir.
Esta crónica se escribió en el marco de un proyecto realizado por la Secretaría de Cultura de Quito, con el apoyo de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano FNPI y CAF Banco de desarrollo de América Latina. Publicado originalmente en El Estornudo.
FUENTE: EL ESTORNUDO