MIAMI.- La sumisa, libro de Fiódor Dostoyevski publicado en 1876, contiene esa eterna novedad de la relación de pareja no deseada. De la forzada y el forzador, o de quien necesita comprensión y de quien no sabe darla. Si algo tienen los autores rusos es que son capaces de reflejar y trivializar tópicos universales. El libro, editado por Galaxia Gutenberg, recupera la gran traducción de Juan Luis Abollado. Y esto es un valor añadido para una obra procedente del ruso. Si muchos nos quejamos a menudo de las barreras que suponen las traducciones de obras inglesas, francesas o alemanas al español, ¿cuáles no serán las modificaciones, los dobleces añadidos y eliminados, para adaptar la obra al idioma de adopción? Ya lo decía Nabokov, cuando se negaba tajantemente a que ninguna de sus obras fuera traducida, por temor a perder esos matices que a los autores tanto les cuesta incorporar en sus escritos.
La premisa del libro es sencilla: Imagínense a un marido que tiene ante sí, sobre una mesa, a su esposa, la cual se ha suicidado arrojándose por la ventana. El marido se encuentra aún aturdido, todavía no ha tenido tiempo de concentrarse. Va y viene por las habitaciones de su casa esforzándose por hacerse cargo de lo ocurrido, por fijar su pensamiento en un punto. Además, es un hipocondríaco empedernido, de los que hablan consigo mismos.
También en ese momento está hablando solo, cuenta lo sucedido, se lo aclara. A pesar de la aparente trabazón de su discurso, se contradice varias veces a sí mismo, tanto por lo que respecta a la lógica como a los sentimientos. Se justifica, la acusa a ella y se sume en explicaciones tangenciales en las que la vulgaridad d e ideas y afectos se junta a la hondura de pensamiento.
Poco a poco va aclarando lo ocurrido y concentrando los pensamientos en un punto. Varios de los recuerdos evocados le llevan por fin a la verdad, la cual, quiera o no, eleva su entendimiento y su corazón. Al final cambia incluso el tono del relato, si se compara con el desorden del comienzo. El desdichado descubre la verdad bastante clara y de perfiles concretos, por lo menos para sí mismo.
Es así como Dostoyevski se dirige a sus lectores para introducirles La sumisa, uno de los últimos relatos surgidos de la pluma del gran escritor ruso, mientras trabajaba en la que sería su última novela, Los hermanos Karamázov.
Dostoyevski forma parte de ese panteón de autores rusos que representan el pensamiento no oficial, que casi nunca encuentra en Rusia otro camino de expresión que no sea el de la literatura. Sólo en el ámbito de la ficción se tolera la expresión de unas ideas y unos sentimientos no fiscalizados por el poder, ya sea éste político o eclesiástico. Desde este punto de vista se puede interpretar la obra de Dostoyevski, un escritor que, a través de sus obras, intenta dar respuesta a sus interrogantes espirituales y religiosos, metafísicos y éticos, psicológicos y sociales. De forma que, dejando de lado los hilos propiamente formales del tejido literario dostoievskiano, al margen de la prodigiosa capacidad de arrastrar al lector en pos de las aventuras anímicas y pasionales de sus personajes, en lo que se refiere al mensaje del autor, primer objetivo de éste, se puede decir que la obra de Dostoyevski es la expresión de una constante reflexión filosófica en torno a la libertad, algo indudable en esta corta obra.
Quizás lo más sorprendente de este autor es que creo una obra que, siguiendo su camino ideológico consistente en la secularización de un pensamiento religioso, llega, paradójicamente, al mismo punto de partida, a la ortodoxia cristiana, a una idea cristiana según la cual el hombre encuentra sentido a su existencia en la verdad revelada, es decir, en el mensaje inmutable de Dios interpretado por la Iglesia. Si, por ejemplo, Noches blancas (1848), una de sus primeras novelas, se puede leer como una exaltación apasionada de la bondad humana, Los hermanos Karamázov (1880), la última obra de Dostoyevski, nos viene a descubrir que todos somos culpables, o, en cualquier caso, que todos somos responsables tanto de nuestros actos como de los de los demás. La reflexión sobre la libertad humana, fundamento de nuestro ser, nos lleva siempre desde la perspectiva de Dostoyevski a la necesidad de aceptar libremente la ley divina, el mandato de la fe, el catecismo de la verdad, o, lo que es lo mismo, a negarnos libremente a ser libres.
Nacido en Moscú en 1821, hijo de un médico, Fiódor Dostoyevski se sintió pronto poseído por una poderosa vocación literaria. Su profundo sentimiento religioso lo llevó a interesarse por los «humillados y ofendidos» y por las reformas sociales, actitud que le valió largos años de condena y la deportación a Siberia. En estos años se produjo un giro radical en su visión del hombre y del mundo. Vuelto a San Petersburgo en 1860 reinicia su carrera literaria, actividad en la que, a pesar de las dolencias y de las dificultades, prosiguió hasta el final de su vida, en 1881.