JERUSALÉN.- No es fácil reflejar la importancia de las elecciones que acaban de celebrarse en Israel. El asombroso 72.3% de votantes que han participado demuestra que esta vez la gente lo ha sentido como algo diferente. Sentían que estaban eligiendo entre dos fórmulas, y cada sector, evidentemente, creía que su fórmula era la única manera de asegurar el futuro de Israel. Como es natural, ahora que la derecha ha ganado, mucha gente situada a la izquierda del mapa político se siente frustrada, desesperada. Algunos incluso reflexionan en voz alta (a través de las redes sociales) sobre si deben quedarse en Israel o trasladarse a otro lugar.
Además de la enorme trascendencia de esta campaña, cabe también señalar que ha sido una de las campañas más envenenadas y divergentes en la corta historia del Israel moderno. No es de extrañar que, a la mañana siguiente, lo primero que expresó Isabel Kershner del New York Times, fueron sus dudas sobre si Netanyahu tiene la “capacidad de curar las heridas internas de Israel”.
Lo cierto es que si él hubiera resultado perdedor, el tándem Livni-Herzog también hubiera tenido que curar las heridas internas de Israel; de modo que la verdadera cuestión no es quién ha ganado, sino cómo una nación dividida puede volver a ser una nación unida. Sin embargo, si lo único que nos mueve es el deseo de gobernar, entonces ni la izquierda ni la derecha lograrán sus objetivos. Todos saborearemos una amarga derrota.
En mi opinión, Reuven Rivlin –presidente de Israel– con sus palabras sobre nuestra necesidad de unidad pone el acento sobre el problema más acuciante. Un problema que ya debería estar en la agenda del nuevo gobierno, sea cual sea su composición. Ni los postulados de la derecha ni los de la izquierda nos traerán la paz; y tampoco nos permitirán congraciarnos con el resto del mundo. Eso solamente podemos lograrlo a través de la unidad. Y esto es lo primero que el nuevo gobierno debe proponerse alcanzar. Si el nuevo gobierno se instala en un espíritu de luchas de poder y de reparto de bienes, no tendrá ninguna posibilidad de salir adelante. De hecho, ningún gobierno es viable si este es el espíritu con el que funciona. Y el resultado será el que todo el mundo augura: un gobierno de corta duración.
No obstante, si el nuevo gobierno implanta un espíritu de auténtica unidad –entre todas las facciones de la nación y componentes del mapa político– tendrá el éxito garantizado. Lo relevante no es que se establezca un gobierno de unidad o un gobierno por un estrecho margen, sino que se establezca un gobierno de unidad entre seculares y ortodoxos, entre judíos y árabes, entre recién llegados (olim) y veteranos; y en general, entre todas las personas que vivan en Israel. En otras palabras, el estado de Israel debería existir en un estado de unidad.
En su artículo, la señora Kershner se mostró escéptica sobre la capacidad de Netanyahu para “mejorar la reputación (de Israel) en el mundo”. Es una forma eufemística de expresar que la imagen de Israel en el mundo es catastrófica, y que ella no cree que Netanyahu pueda cambiarla mientras mantenga sus actuales políticas. No obstante, si el tándem Livni-Herzog tuviera que encargarse del próximo gobierno, estoy seguro de que no lo harían mucho mejor.
No digo esto porque crea que carecen de habilidades diplomáticas. De hecho, creo que la diplomacia no tiene nada que ver con la mejora de la imagen de Israel en el mundo. Para mejorar nuestra reputación, el pueblo de Israel debe empezar a ser una nación. No es una cuestión de construir o dejar de construir en un territorio o en otro: se trata de infundir un nuevo estado de ánimo. En vez del “nosotros contra ellos” o “cualquier otro, pero no él”, debemos empezar a pensar en términos de “todos nosotros, juntos”.
En mi libro, La solidaridad mutua: una luz para las naciones en tiempos de crisis global, utilizo una alegoría para mostrar lo que quiero decir cuando hablo de unidad. Supongamos que tenemos dos personas: un fornido peón de mudanzas de casi dos metros de altura que trabaja doce horas al día, y un escuálido genio de la informática de apenas metro y medio. El peón de mudanzas gana 15 dólares por hora más propinas, y el informático, cuyo mobiliario va a trasladar hoy, gana 150 dólares por hora más bonos y suplementos. ¿Es esto justo?
Uno nació con muchos músculos, el otro con mucho cerebro. Ambos utilizan con el mismo esmero lo que la naturaleza les dio. Entonces ¿por qué tiene que ganar uno más que otro? Ambos aportan a la sociedad aquello que mejor saben hacer, de modo que, en lo referente a su contribución, ambos son iguales. ¿Por qué no se aplica esto mismo a sus ingresos?
Ahora bien, ¿y si el peón y el informático fueran hermanos? ¿Seguiría el informático ignorando las dificultades financieras de su hermano? O mejor aún: ¿qué ocurriría si el informático fuera el padre del peón? ¿Acaso permitiría que su hijo pasara hambre o se arruinara solo porque no heredó el cerebro de su padre sino un cuerpo robusto?
Por eso, antes de que sigamos celebrando nuestras victorias o lamentando nuestras derrotas, detengámonos por un momento a pensar: “¿Qué es lo que realmente queremos lograr? ¿Qué le estamos mostrando al mundo tratando a los demás tal como lo hacemos? ¿Así queremos que nos perciban? ¿Es este el tipo de ‘luz’ que queremos ser para las naciones?”.