El frío es el principal enemigo del escritor. Se puede escribir con calor, con lluvia, o incluso en condiciones normales, pero no es posible escribir con frío. El frío se adhiere a los dedos, provoca espasmos, y hace que todo vaya más lento. Es posible que las bajas temperaturas congelen las terminaciones nerviosas de las manos, y las deje inútiles, y se aferre a las neuronas, para hacer sus paseos lentos y caldosos, pero no tengo respaldo científico para estas sospechas. Sea como sea, el frío es molesto y escribo hoy precisamente por esto –¡poeta!-: porque hace frío, mucho, y me está molestando, mucho. Y así no se puede trabajar.
Alguno objetará que la importancia de que un articulista pase eventual frío se reduce al perímetro cuadrado que ocupa su persona, multiplicado por el radio de su ego al cuadrado. Tal vez tengan razón. Pero visto así, nada de lo que le ocurra a nadie nos importaría, y eso es más falso que un ministro de Hacienda. Nos encanta saber qué pasa, a quién le pasa, por qué le pasa. Por eso he venido aquí a algo tan simple, y a la vez tan inmenso, como confesar que tengo un frío espeluznante, que lo noto danzando por dentro de los huesos, y que teclear estas líneas con las manos humedecidas y congeladas está siendo un esfuerzo sobrehumano, del que probablemente no logre reponerme nunca. Quién sabe, quizá sean estas mis últimas líneas, y me descubran aquí tras la gran glaciación, con los dedos sobre el ordenador, los bisnietos de mis bisnietos, y se pregunten a qué extraña e infructuosa actividad parecía dedicar mis días.
El primer frío de todos los años es el peor, porque sumerge al ser de naturaleza débil, como este articulista, en una desfavorable tormenta perfecta de virus y bajas defensas. Así, además congelado, escribo febril. Ante tanta hostilidad meteorológica, y bajo la inclemencia de mi comunidad de vecinos, que aún no se ha decidido este año a encender la calefacción central –imagino que están esperando a ver salir los primeros cadáveres-, solo me queda el recurso de abrazarme a la chaqueta. Después de las zapatillas de andar por casa, no hay invento que produzca más satisfacción que esa gastada chaqueta que utilizamos solo en el ámbito doméstico, que hace años que jubilamos de la ropa titular, y que ahora es reservista de lujo, colgada siempre junto al escritorio, esperando siempre para dar amor y calor.
Cierto que esta chaquetita, bajo la que escribo atrincherado, no me hará triunfar el sábado en la discoteca. No creo que las chicas vayan a hacer cola para pedirme mi tarjeta gracias a este montón de lana envejecida y decolorada. Pero la función de esta chaquetita no es conquistar ganar un certamen de moda y belleza, sino evitar en última instancia que un humilde y pobre escritor, abandonado al albur de las nieves, perezca en acto de servicio.
No ha llegado aún el invierno, pero no hay nada más traicionero que el otoño. Hay estadísticas aterradoras sobre el número de escritores que fallecen en esta estación, y tengo para mi que gran parte de ellos se mueren de frío. Tal vez no tenga su chaquetita. O sea hayan confiado a ese falso sol que dura un suspiro. O estén convencidos de que los escritores son inmortales, que es algo que no deja de asombrarme cada vez que indago en los pensamientos de mis amigos de las letras. Resulta alarmante que la mayor parte de mis amigos escritores no tengan planes de morirse jamás. Pero ya no de morirse de frío, sino de morirse de nada. No creo que haya lector que merezca semejante condena.
Cae la noche y arrecia el frío. La mitad del vecindario estará ahora en un estado ideal para ingresar en las vitrinas del Museo de Historia Natural. Por suerte aún puedo contarlo, aunque entre temblores; abrazado a toses, mieles, y a esos cafés calientes que ya no sé si bebérmelos o echármelos por la espalda. Lo escribo como lo tiemblo. Solo he venido hoy a contarles que tengo una chaquetita y muchísimo frío. Por un instante, me siento el gran Jaime Bayly.