martes 29  de  abril 2025
PERIODISTA Y ESCRITOR SATÍRICO

Librerías

Librero y lector nos respetamos, nos miramos a los ojos y compartimos una extraña química; la sensación de que somos, en un instante determinado, las dos únicas personas del mundo que compartimos ese idioma secreto

Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Pocos placeres ha dejado intactos el siglo XX, que era muy sobón, que todo tenía que romperlo. Y los que ha dejado, renquean en la subsistencia. O se encarecen. Y no tengo respuestas para las generaciones que acechan. No sé cómo estropeamos tantos bienes culturales, ni cómo hemos sido capaces de despreciar todas esas cosas que la civilización occidental pudo conquistar, para reducirlo todo a un abrefácil, magna metáfora de nuestro tiempo: tires de donde tires, no lo abres más fácil, y probablemente te cortes. Ríos de sangre. Eso sí que es muy de hoy. Quizá porque hay pocas librerías. A pesar de que el placer de ver, tocar y comprar libros, es uno de esos pocos que han logrado sobrevivir.

Con todo, no me gusta esa divinización del libro, tan exagerada a veces. Ni ese carácter mesiánico que algunos intelectuales quieren imponerle al librero. Alguien que se dedica a vender libros tiene suficiente destino en la vida como para, además, tener que salvar un planeta que otros han estropeado. Y sin embargo, hay en cada librería un oasis, un remanso de paz, un montón de emociones del corazón, del intelecto, y del espíritu por sentir. Tanto papel que tocar. Tanto, y lo habrá, por más que los tecnoadictos nos insistan en su defunción. Antes de que cierre la última de las librerías, tendrán que matarnos. A nosotros y al librero. Y después quemar los libros.

Sigo entrando en las librerías a mirar, como otros pasean por los parques, o van al cine. Hace muchos años que mi mejor película es una librería tranquila a una hora extraña, y un librero distante, de los que dejan al cliente moverse como pez en el agua hasta que se requiere su atención. En realidad son la mayoría los que lo hacen así, porque los libreros que quedan, resisten precisamente por un impulso vocacional, y esos llevan el buen oficio en la sangre. Librero y lector nos respetamos, nos miramos a los ojos y compartimos una extraña química; la sensación de que somos, en un instante determinado, las dos únicas personas del mundo que compartimos ese idioma secreto.

En las librerías hemos aprendido a ojear libros, también a distinguir lo bueno de lo más vendido, y a hablar de literatura extraña, de la que solo edifica a unos pocos afortunados. Allí aprendimos a desear de verdad un libro, a esperar el momento de comprarlo, a arriesgar con algún autor que creíamos que no nos cautivaría. Allí nos refugiamos cuando llueve en la calle, o cuando la tormenta es intelectual, cuando el frío hace de la ciudad un palacio de hielo, y necesitamos el calor de una poesía, de una lectura familiar, o cuando el corazón se detiene preguntándose cosas, y necesitamos respuestas, en las grandes ediciones de la historia de la filosofía.

De niños, estaban los libros que no queríamos perdernos, que eran demasiados, allí brillantes y encolados en el estante. Y quizá íbamos juntando los ahorros, semana tras semana, esperando el momento. Y nos acercábamos a ver si seguía allí cada día, como quien se asoma a la ventana a ver pasar las trenzas morenas de su amor platónico. Porque comprar libros nunca ha sido barato, ni caro, sino inoportuno. Casi todo lo oportuno es vulgar. Ningún amante de los libros puede conformarse, contemplar su propia biblioteca como una obra culminada. Los compradores de libros padecemos una enfermedad que va mucho más allá de lo que pueden entender los ingenieros que diseñan nuevos formatos de libro digital.

Cuento esto porque se celebra hoy el día de las librerías. Veo en las calles un ejercicio de melancolía, casi un homenaje, de los amantes de los libros al viejo librero. Y me desmarco de ese tributo, que  casi parece póstumo, que es como una lágrima de tinta. Celebro las librerías cada día, pero vivas, presentes, necesarias, felices. Por lector, y también por escritor. Que no sé qué sería más trágico, no tener nada que leer, o tener que dejar de escribir y ponerme a trabajar.  

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