No se equivoquen, el dragón siempre ha estado ahí. Mientras los chinos dormían, solo cambió de color. Ahora luce una brillante piel roja-escarlata y lleva la hoz y el martillo de talismán, pero sigue siendo el mismo dragón voraz y autocrático de hace dos mil años.
Quien tuvo la oportunidad de observar el show que se montó el Partido Comunista Chino este 1ro de octubre notó cuánto se esmeraron. Podríamos calificarlo, incluso, de espectáculo fascinante. Fue una faraónica parada militar en la que desfilaron 15.000 soldados, 580 piezas de material militar y 160 aviones.
Ni hablar de los miles de participantes, estupendamente ataviados, extraordinariamente alegres, insuperablemente patrióticos. Todo tan espléndido, tan ordenado, tan perfecto, que resulta imposible dudar de que se trate solo de publicidad ideológica y no de la verdadera realidad china.
No se confundan, es una puesta en escena, exquisita, sí; pero del más puro y duro estilo propagandístico totalitario. Es la quintaesencia de cualquier régimen absolutista: la proyectaron los romanos, la depuraron los nazis, la plagiaron los soviéticos.
El mensaje único
Y allí, en medio de un icónico y silenciado Tiananmen, Xi Jinping soltó: “Ninguna fuerza puede afectar al estatus de China o impedir que el pueblo y la nación chinos avancen”. Una advertencia directa al mundo, y en particular a EEUU, de que este dragón está aquí para reclamar lo que le pertenece.
Por si alguien dudaba, sacaron a pasear por primera vez su poderoso misil intercontinental Dongfeng-41, capaz de recorrer entre 14.000 y 15.000 kilómetros y portar entre 3 y 12 cabezas nucleares (al mismo nivel, e incluso con ciertas características superiores, al estadounidense LGM-30 Minuteman y al SS-27 ruso).
Xi Jinping tampoco disimuló sus intenciones cuando notificó a quienes le escuchaban que el “país mantendrá la estabilidad y la prosperidad duraderas de Hong Kong y Macao” y dejó claro que continuará trabajando por la reunificación de todo el país. O sea, palabras que, traducidas del chino tradicional a la realpolitik, significan que a nadie se le ocurra mover un dedo en contra del status quo, porque este nuevo imperio celestial de corte comunista no se levantó de nuevo para hacer concesiones anodinas.
Empero, una es la realidad que China intenta bosquejar, otra es con la que tiene que lidiar. Mientras Xi Jinping se daba su imprescindible baño de masas, la policía en Hong Kong lanzaba gases lacrimógenos, utilizaba potentes cañones de agua y, por primera vez, disparaba con balas vivas a miles de manifestantes que continúan protestando pacíficamente ante las exigencias que les quiere imponer el régimen comunista.
La Gran Muralla roja
Estos 70 años que pretendió celebrar el Partido Comunista, presumiendo “estabilidad” y “unidad”, es tan falsa que se puede desmontar con una simple ojeada al costosísimo y avanzado sistema de espionaje, control y vigilancia que ha instalado el estado chino, desde la más sucia calle de Pekin hasta el más pulcro edificio del propio Partido, o desde una oficina de prensa oficialista hasta la más irrelevante sala de mensajería que pueda existir en Internet.
De todos es conocido como funciona el great firewall (El gran cortafuegos) un sistema electrónico de censura que filtra, bloquea y prohíbe el libre acceso de los internautas, no solo a los temas tabúes o contenidos no afines al régimen comunista, sino también a sitios webs, agencias de noticias, blogueros, servicios de mensajería, así como a páginas o información relacionada con el Dalái Lama, el Movimiento de Independencia Internacional del Tíbet o directamente con el Gobierno de Taiwán.
No se engañen, los jerarcas chinos no pretenden, ni les interesa, construir una robusta democracia en el corazón del continente asiático. Xi Jinping prácticamente ya fue investido como presidente vitalicio en 2018, y su propósito es devolverle a China un lugar predominante en la geopolítica internacional. Han podido llegar hasta aquí, porque impulsaron su economía al más feroz estilo capitalista y, si lograron dar un enorme salto con esta fórmula, otra historia será el día que puedan ascender como superpotencia única.
Es difícil vaticinar qué ocurrirá con el futuro de China. Si bien su pujante economía los ha colocado detrás de EEUU, tienen, en cambio, serios retos que enfrentar, como el contraste de desarrollo entre las zonas del interior y las costeras, o una deuda medioambiental muy grande. Aunque su activismo diplomático es cada vez mayor, todavía subyace una desconfianza innegable en su propia área geográfica, donde otras naciones como India, Japón, Corea o Vietnam, muestran constante recelo del rearme chino y de su intento de imponer un nuevo orden sinocéntrico. Un contradictor de convencionalismos como es el académico Andrew Moravcsik, profesor de la Universidad de Princeton, ha predicho que China nunca llegará a ser la próxima superpotencia hegemónica, antes colapsará, pero no por sus problemas internos, sino porque, eventualmente, le será imposible superar a un competidor impredecible: la Unión Europea.
La otra China
Pero China no es únicamente Mao Zedong, el Partido Comunista o Xi Jinpin, también existe una China republicana y diversa que se ha constituido en una sólida nación democrática: Taiwán. Esta pequeña isla, por esfuerzo propio, intenta erigirse como alternativa frente a sus hermanos del continente. Aunque ese derecho ni siquiera le ha sido reconocido por la mayoría de los países del mundo, los taiwaneses persisten en su desafío y el próximo día 10 de octubre, contra todo pronóstico, cumplirán 108 años de una porfía que, a ojos vista, aún perdurará por mucho más tiempo: la lucha entre los totalitarismos autocráticos y las democracias liberales.