TÚNEZ.- RICARD GONZÁLEZ
Especial
El mariscal egipcio Al-Sisi hizo retroceder el país dos décadas, instaurando una copia casi exacta del régimen de Mubarak, mientras que las organizaciones sociales tunecinas mediaron entre partidos islamistas y laicos para desactivar la confrontación civil
TÚNEZ.- RICARD GONZÁLEZ
Especial
La Primavera Árabe no hubiera brotado de no haber sido por Túnez y Egipto. El primero, sugirió con su rebelión la capacidad de las masas árabes de destronar incluso al dictador más brutal. El segundo, gracias a su peso histórico y demográfico, propulsó la revuelta hacia un fenómeno regional.
El día que Tahrir derrotó a Mubarak el 7 de febrero del 2011, evidenció que la Revolución de los Jazmines no fue una extravagancia del pequeño país magrebí, el más cercano a la órbita europea. Los años inmediatamente posteriores, las imágenes que proyectaban los procesos en Túnez y Egipto parecían ser el reflejo de un mismo espejo. Sin embargo, a partir del 2013, ese espejo se volvió convexo.
Ambos países celebraron elecciones legislativas en 2011, y en ambos venció el islamismo tradicional con el sello de los Hermanos Musulmanes, lo que inició un proceso de reforma constitucional que tensó y polarizó la escena política. De la lucha entre el viejo régimen y los actores revolucionarios, se pasó a la batalla entre islamistas y laicos, estos últimos acomplejados por su aparente condición de minoría.
No obstante, la historia dio un giro el 3 de julio de 2013, el día que el mariscal Abdelfatá Al-Sisi utilizó un amplio movimiento de protesta contra el Gobierno islamista del raïs Mohamed Morsi para dar un golpe de Estado, antesala de una contrarrevolución en toda regla. Túnez, sin un Ejército con ambiciones hegemónicas, consiguió evitar el choque de trenes gracias a la mayor ductilidad de su clase política y sociedad civil, ambas advertidos del riesgo de un contagio a la egipcia.
Contrastes
Cinco años después de aquella pulsión emancipadora desencadenada por la desesperación de un vendedor ambulante en el empobrecido corazón de Túnez, la situación de este país magrebí y de Egipto es diametralmente opuesta. Al menos a simple vista.
En Túnez, aún reverberan los ecos de la concesión del premio Nobel de la Paz al “cuarteto nacional del diálogo”, las organizaciones sociales que mediaron entre partidos islamistas y laicos para desactivar la confrontación civil y culminar la redacción de una Constitución democrática y de consenso.
Las segundas elecciones libres resultaron en la derrota de Ennahda, el partido islamista, en manos de una coalición entre izquierdistas y figuras vinculadas al régimen de Ben Alí, el partido Nida Tunis. Una transición de poderes sin sobresaltos y la posterior formación de una coalición entre enemigos, islamistas y laicos acérrimos, enterró de forma definitiva el riesgo de una confrontación civil.
En Egipto, el mariscal Al-Sisi hizo retroceder el país dos décadas, instaurando una copia casi exacta del régimen de Mubarak -con sus elecciones fraudulentas, su demonización de los Hermanos Musulmanes y su aplicación de políticas neoliberales-.
Sin embargo, ni el Egipto ni el Oriente Medio del 2015 son los mismos que los de los años noventa. Para imponerse y sostenerse, la contrarrevolución ha debido utilizar una violencia mucho más extrema. Los abusos policiales registrados en un día en el Egipto de Al-Sisi superan a los que había en un año en el Egipto de Hosni Mubarak.
Desde verano del 2013, hubo decenas de miles de detenidos entre las filas de la oposición, centenares de muertos bajo custodia policial, decenas de sentenciados a la pena de muerte en macroprocesos judiciales de apenas unas horas de duración…
Mientras Mubarak toleró a los Hermanos Musulmanes y ni tan siquiera osó arrestar a su Guía Supremo, su líder ahora enfrenta a unos 40 procesos judiciales, y ya fue sentenciado a pena de muerte en un par de ellos. También los activistas que lideraron la Revolución del 2011, como Ahmed Maher y Ala Abdelfatá, se encuentran entre rejas.
Caja de Pandora
De forma consciente o no, Al-Sisi abrió una auténtica caja de Pandora con su asonada. Desde entonces, se constituyó una potente y tenaz insurgencia islamista que ya no se limita a la península del Sinaí, su feudo tradicional, sino bien activa en todo el país, especialmente en el Gran Cairo.
Dentro de esta nebulosa insurgente, el antiguo Ansar Bait Al-Maqdis, rebautizado como Wilaya Sina tras jurar lealtad al Estado Islámico, es la organización más mortífera. Su acto más audaz, el derribo de un avión civil ruso en la Península del Sinaí, un golpe mortal al turismo en Egipto. La violencia estatal y terrorista se retroalimentan en una espiral sin final a la vista. Al-Sisi prometió orden, estabilidad y prosperidad al tomar las riendas del país, pero nunca ha estado un Gobierno de Egipto tan lejos de conseguirlo.
La imagen de Túnez es muy diferente. A nivel internacional, es un ejemplo de éxito. No obstante, sus activistas cuentan una historia diferente. “Mi única esperanza es conseguir un visado para ir a Estados Unidos, a trabajar con mi tío”, lamenta Essam Kitli, un joven parado sentado en la plaza central de Sidi Bouzid -la ciudad donde se inició la revuelta-, mientras muestra las cicatrices de la represión policial.
El elevado paro juvenil -alrededor del 50%- se ve agravado por el frenazo del sector turístico después de dos brutales atentados yihadistas este año en Susa y la capital, en los que murieron 60 personas, la mayoría turistas extranjeros.
Aunque el país cuenta con una comisión de la verdad, encargada de investigar los crímenes de la dictadura, el Ministerio del Interior no tuvo una verdadera reforma, y se continúan registrando abusos policiales de forma habitual. Aprovechando una narrativa de alcance global, el Gobierno justifica en la lucha antiterrorista el recorte de libertades y garantías. Ante un Parlamento fragmentado, la oposición está en la calle, en los movimientos sociales. De ellos depende que las costuras del nuevo sistema, aún por coser, no perviertan los objetivos de la Revolución de los Jazmines.
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