¿Hay vida después de la muerte?, ¿podemos comunicarnos con el más allá?, ¿existe realmente un principio ordenador o estamos a merced de un mundo sin reglas? Para Carl Gustav Jung, creador de la escuela de Psicología analítica profunda, es parte natural de la “segunda etapa de la vida” (después de los 40 años) hacernos este tipo de preguntas de índole metafísico. Para Sherlock Holmes, Philip Marlowe o Hercule Poirot, la respuesta a estas incógnitas es evidente: la única fuerza que rige este mundo son las acciones de los seres humanos —que, a su vez, parecen influenciados por algo más cercano a la maldad que a la divinidad. Esta visión pesimista del mundo es completamente normal para estos investigadores que, luego de haber visto decenas de crímenes enrevesados y horrores de toda índole, han perdido la fe en un Dios justo (que, paradójicamente, pareciera obrar a través de ellos, permitiéndoles resolver casos imposibles).
Siguiendo la teoría junguiana, entre más edad tenemos —y más cercanos estamos a la muerte— se despierta en nosotros alguna especie de inquietud por el mundo espiritual. Algunos viven esta etapa haciendo las paces con la religión. Otros intentando alcanzar la trascendencia a través de la filantropía o haciendo un último esfuerzo por lograr sus sueños (desde escribir sus memorias, viajar por el mundo, emprender un negocio o volverse a enamorar). Frente a la inevitabilidad del final de nuestros días y nuestra confrontación con la idea de Dios, es común que hasta el más incrédulo se detenga un segundo a cuestionar su lugar en el mundo. Dilemas que casi nunca hemos visto expuestos en el mundo frío, racional y escéptico de los investigadores. Es precisamente este el corazón y principal atractivo de A Haunting in Venice (Cacería en Venecia), la nueva adaptación de Agatha Christie de la mano de Kenneth Branagh quien, por tercera vez, asume la dirección de la historia y encarna Hercule Poirot. Esta vez, para enfrentar al famoso detective con los fantasmas de su pasado, los horrores del presente y la noción personal de la muerte y el más allá.
Basada en la novela Hallowe’en Party de Agatha Christie y ambientada en una Venecia post Segunda Guerra Mundial, la película nos muestra a un Hercule Poirot (Kenneth Branagh) retirado y cansado de todas las vicisitudes que ha atravesado durante su vida como detective. Como Sherlock con Watson, Hercule tiene a su propia cronista: Ariadne Oliver (Tina Fey), una escritora que se ha encargado de inmortalizar los casos que ha resuelto el detective (una especie de guiño metaficcional a Agatha Christie). La historia comienza cuando Ariadne invita a Hercule a una casa antigua donde habrá una sesión espiritista para intentar aliviar al dolor de Rowena Drake (Kelly Reilly), una madre cuya hija se suicidó luego de sufrir una terrible y misteriosa enfermedad. Como es de esperarse, Hercule se muestra escéptico a toda esta parafernalia y asiste al acto de la medium Mrs. Reynolds (Michelle Yeoh) solo para demostrar que todo es mentira. Como ya es un trademark en todas las aventuras del detective: las cosas se salen de control y alguien es asesinado, obligándolo a quedarse encerrado con personajes variopintos para deducir quién es el culpable.
Escrita por Michael Green (Death on the Nile, Jungle Cruise, Murder on the Orient Express, Blade Runner 2049, Logan), A Haunting in Venice dista mucho de sus predecesoras. Aunque el setting de la historia sigue siendo el mismo, este es el primer largometraje que se centra en explorar la psique de Hercule Poirot, confrontando sus convicciones y jugando con su percepción de la realidad. Esto hace que la atención del espectador se divida en tres grandes pilares: resolver el crimen, descubrir si hay un elemento paranormal o no dentro de la historia y, por último, saber si Poirot cambiará su forma de ver el mundo. Estos meandros narrativos dotan de A Haunting in Venice de un ritmo y tensión que no habíamos experimentado en otras aventuras del detective, demostrando la madurez y evolución de la franquicia. En la otra antípoda, el resto de los personajes cumple con los tropos de las obras de Agatha Christie: todos son excéntricos, con potenciales motivos para cometer un asesinato y en el transcurso del guion cada uno tiene escenas para conocerlo, sospechar de él y, finalmente, redimirlo. El riesgo que trae la historia es hacer sentir al público que Poirot no está en pleno uso de sus facultades —o que está viviendo una experiencia paranormal— y las consecuencias nefastas que esto puede tener en la resolución del caso.
Dirigida por Kenneth Branagh (Death on the Nile, Belfast, Murder on the Orient Express, Thor), A Haunting in Venice es, de lejos, la mejor película de su trilogía dedicada a Hercule Poirot. A diferencia de otras entregas, este largometraje rebosa de personalidad en su puesta en escena gracias a un manejo exquisito de la estética en cada cuadro. Inspirado en el Expresionismo Alemán (homenajeando las angulaciones holandesas, picados, contrapicados y encuadres de Fritz Lang en M), Branagh genera claustrofobia en el espectador, encerrándolo durante todo el metraje en una mansión decimonónica y decadente que sirve como metáfora de la psique de Poirot, construyendo con la cámara un lugar errático, laberíntico y ominoso (saltando de cuadros fijos con una composición estática a una cámara en mano que explora libremente el espacio). Esto hace que A Haunting in Venice esté más cerca del thriller psicológico (con uno que otro jump scare) que del suspenso, la comedia o la acción (géneros con los que coqueteo el director previamente). El resultado de una experiencia hipnótica, llena de momentos oníricos donde, al igual que Poirot, el espectador se cuestionará constantemente qué es real y qué no.
Desde el poster y el trailer, uno de los puntos a resaltar en A Haunting in Venice es la cinematografía de Haris Zambarloukos (Death on the Nile, Belfast, Murder on the Orient Express, Locke, Thor), colaborado habitual de todos los largometrajes de Branagh. En esta ocasión, Zambarloukos utiliza una tormenta perenne que ilumina y oscurece (como la danza entre la realidad y la fantasía que plantea la historia) para construir diferentes espacios de luz. Desde una cocina oscura, un baño con un spotlight, una sala enorme o un sótano iluminado apenas con una lámpara, en cada espacio de la mansión hay un juego de claroscuros que recordarán a F.W. Murnau en Nosferatu (sobre todo en los flashbacks en blanco y negro). A esto también se suma la utilización de lentes angulares para deformar el espacio y composiciones asimétricas (donde el aire del cuadro es excesivo y el sujeto es ubicado en las esquinas) generando en el espectador una sensación incómoda.
De la mano con la cinematografía y dirección inquietante está el diseño de producción de John Paul Kelly (The Other Boleyn Girl, Tristam Shandy, The Theory of Everything, Operation Mincemeat) que se encarga de hacer de la mansión un personaje más. Inspirado por los espacios deformes de Robert Wiene, Kelly hace que cada lugar tenga elementos reales y, al mismo tiempo, desconcertantes. Es así como cada espacio, sin importar que esté habitado o no por uno o varios personajes, siempre tiene un feeling ominoso. Esto también se ve potenciado por el montaje de Lucy Donaldson (Ma, The Midnight Club) que se encarga de construir el suspenso de forma progresiva y, de vez en cuando, romperlo con jump scares o saltar de planos abiertos donde todos los personajes interactúan a primeros planos de Poirot para ponernos en sus zapatos y desconcertarnos con su subjetividad. Donaldson es la responsable, entre corte y corte, de crear los vasos comunicantes entre el mundo real y el mundo sobrenatural que A Haunting in Venice plantea. A su lado, tenemos la música de Hildur Gunadóttir (Joker, Women Talking, Tár, Chernobyl) que, a diferencia de otros trabajos, pasa a un segundo plano haciendo una banda sonora que, por momentos, pasa por debajo de la mesa y en una que otra escena resalta al transmitirnos una sensación de extrañeza intencional.
De las actuaciones, como en todas las entregas anteriores, no hay ninguna queja: tenemos un cast de lujo entre actores nuevos y viejos donde todos brillan como posibles asesinos. Particularmente, resalta Jamie Dornan (que da vida a un médico atormentado), Tina Fey (que mantiene sus diálogos agudos y cierto cinismo en su interpretación, pero evitando caer en la comedia que es su zona de confort) y Jude Hill (que, a pesar de su corta edad, encarna convincentemente a un niño que nos hace pensar en un potencial asesino). Kelly Reilly y Camille Cottin funcionan en su papel de “personaje femenino maternal que sufre”, pero son las menos llamativas del reparto. Aunque en otras aventuras el acento está puesto en los sospechosos, en A Haunting in Venice el foco está en la actuación de Kenneth Branagh. Gracias al acento personal que tiene la historia, Branagh puede explorar diferentes registros con Poirot, dejando a un lado el histrionismo de otras entregas para regalarnos a un detective más complejo, profundo, atormentado y comedido. Sin lugar a dudas, la mejor interpretación de Poirot y el tono ideal a replicar en futuras entregas.
A Haunting in Venice es, de lejos, la mejor adaptación de Hercule Poirot a gran pantalla. Kenneth Branagh y su equipo logró el equilibrio perfecto entre thriller psicológico, drama y terror, apoyándose en una puesta en escena que les permitió crear una experiencia inmervisa para meternos de lleno en la psique de Poirot. Dejando a un lado los tropos de cada historia de Agatha Christie, A Haunting in Venice termina haciendo que, más allá de querer resolver un crimen, nos interesemos por la transformación de su protagonista y el proceso que está viviendo. El resultado es una historia que nos confronta con nuestros fantasmas y nos invita a hacer las paces con ellos: la ambigüedad de su presencia no descarta lo reales que son para nosotros y esto es más que suficiente para tenerlos en cuenta. Como Poirot, aunque el destino nos haya mostrado la cara más monstruosa de la naturaleza humana y tengamos un pasado que nos persiga, nunca podemos olvidar que al final de cada noche oscura —y lluviosa— saldrá el sol. Personajes como él terminan transformándose en faros contra la oscuridad del mundo, sirviendo como artífices de esa justicia divina de la que tanto reniegan —resolviendo su paradoja interior sin darse cuenta.
Lo mejor: su propuesta visual con guiños al expresionismo alemán, de toda la trilogía de Kenneth Branagh esta es la que tiene la impronta más fuerte. Sus elementos de thriller psicológico y poder profundizar en Hercule Poirot. Ver de regreso a Tina Fey en el cine.
Lo malo: como todas sus antecesoras, la resolución del crimen peca de expositiva y es un frenazo al ritmo y la tensión que la película venía construyendo. La música de Hildur Gunadóttir funciona, pero dista de ser memorable como en Joker o Chernobyl.