lunes 17  de  noviembre 2025
ANÁLISIS

Biden en su laberinto

El presidente Biden no ha logrado encontrar un punto medio en la compleja interna de su propio partido
Por Leonardo Martín

El pasado 20 de enero el presidente Joe Biden cumplió su primer año en la Casa Blanca. Ha sido un año complicado por diferentes razones. Es necesario enumerar y comentar aquí algunas de ellas.

Su camino a la Casa Blanca casi naufraga en las vísperas de la primaria clave en Carolina del Sur, realizada el 29 de febrero de 2020, cuando en un dramático momento obtuvo el apoyo decisivo del influyente y mítico congresista James Clyburn. Luego de este y otros apoyos, en el mes de marzo del 2020 ocurrió un punto de inflexión en donde quedaba claro para todos que el veterano ex vicepresidente (2009-2017) y ex senador por el Estado de Delaware (1973-2009) no era un gran candidato en sí mismo pero era el mejor posicionado para lidiar con un partido que se encontraba dividido entre un ala progresista crecientemente radicalizada (donde sobresalían los senadores Bernie Sanders y Elizabeth Warren sumado, por cierto, al histrionismo de nuevas figuras como Alexandria Ocasio-Cortez) y un espacio moderado debilitado.

Biden había sido un histórico moderado que desarrolló en sus 46 años en Washington las aptitudes para, primero encontrar un punto medio dentro de su partido y luego, eventualmente, intentar acordar con el ala más moderada de los republicanos.

Sin embargo, el presidente no solo no ha logrado encontrar un punto medio en la compleja interna de su propio partido sino que, en un punto, ha contribuido a profundizar la desconfianza entre los progresistas y los moderados. Más aún, ha jugado una extraña carta política al radicalizar su posición cuando fracasaron las cruciales negociaciones con el “más republicano de los demócratas”, es decir, el veterano senador por el (conservador) Estado de West Virginia, Joe Munchin III, para impulsar la ley conocida como “Build Back Better”. Es necesario detenerse en esta última decisión del presidente: dada su evidente historia como demócrata moderado, es posible interpretar este reciente derrotero como un intento de sobreactuación que, en última instancia, no convencerá a los radicales y mal predispondrá a los moderados. Como nos enseña la historia a lo largo de incontables episodios, los momentos donde las sociedades se polarizan suponen para los moderados un desafío delicado: deberán demostrar una notable habilidad y coraje o serán percibidos por los radicales como demasiado conservadores y por los moderados como demasiado radicales. Es decir, generarán desconfianza en unos y otros y, al final del día, serán definidos como incapaces incluso por aquellos que apostaron por un punto medio. Así, al final del día no representarán cabalmente a ningún actor ni sector relevante.

Era una posibilidad que el experimentado Biden sabía que podía suceder. Sin embargo, ha sucedido en forma rápida y preocupante. ¿Por qué? ¿Es responsabilidad del presidente y de sus propias aptitudes y concepciones o, en cambio, hay una responsabilidad mayor de un partido (su partido) y del sistema político que enfrenta una inédita transición hacia un lugar indeterminado? Es decir, ¿el fracaso ha sido de Biden para gobernar o hubiese sido de cualquier otro moderado (o no moderado) en un momento histórico delicado para la noble democracia americana?

La administración Biden ha sido exitosa en pasar una ley de infraestructura bipartidista y ha fracasado estruendosamente en su intento de sancionar la mencionada “Build Back Better”, cuyo objetivo era aglutinar una serie de reparaciones y gastos sociales bajo un impulso fiscal que aprovechara el paraguas de la pandemia. “Build Back Better” era una política ambiciosa respaldada principalmente por el ala radical. Como mencionamos, la incapacidad (o inhabilidad) de Biden para incorporar a los dos senadores más moderados (Joe Munchin y Kyrsten Sinema) ha contribuido a generar una especie de vacío de liderazgo que ha llevado a distintos analistas políticos a reflexionar incluso sobre la conveniencia de una explícita renuncia de Biden a presentarse para un segundo mandato en noviembre de 2024.

Sin embargo, a esta altura queda claro para todos que la cuestión no es Biden (o la relativa ineficiencia de su vicepresidenta, Kamala Harris) para lidiar con un cargo complejo en medio de una situación difícil. Lo evidente es la delicada polarización política e ideológica que se ha consolidado en el sistema bipartidista de los Estados Unidos. Básicamente, la característica central que refleja el sistema político americano es una creciente desconfianza tanto entre los dos partidos como dentro de cada uno de los partidos. Paso seguido, es necesario detenerse en la polarización o distancia dentro de cada partido porque ofrece características diferentes. Por un lado, Biden no ha podido generar una confianza mínima suficiente entre dos alas distantes pero no irreconciliables del Partido Demócrata. Aquí la diferencia es ideológica y horizontal. Es decir, dentro del partido de gobierno hay un ala que considera acertadas y repetibles las políticas llevadas a cabo por Bill Clinton (1993-2001) y Barack Obama (2009-2017) mientras el otro ala percibe con cierto recelo a estas dos presidencias y considera imprescindible modificar los principales preceptos ideológicos. La distancia ideologica es sustancial y ello se traduce en una creciente desconfianza. Hay allí un laberinto para Biden que, probablemente, hubiese sido difícil de solucionar para cualquier líder demócrata contemporáneo.

Hay una diferencia relevante con la desconfianza que se ha consolidado dentro del Partido Republicano. Aquí, la creciente distancia es entre un ala populista que responde al ex presidente Trump y un ala liberal-conservadora que, todavía, no responde a ningún liderazgo en particular y cuya razón principal de ser es oponerse al liderazgo populista-carismático del ex presidente. Así, mientras la distancia entre los demócratas es horizontal, la distancia entre los republicanos es vertical. Es decir, no es primordial la diferencia ideológica sino la institucional. Por ejemplo, tanto uno como el otro sector podrían coincidir en la reducción de impuestos como una política virtuosa pero los simpatizantes del ex presidente le darían a esa política una connotación personal y “movimientista” mientras que los críticos impulsarían mecanismos institucionales clásicos que, como sabemos, generan más previsibilidad y menos arbitrariedad. Paso seguido, este último punto es importante para hipotetizar que un nuevo y vigoroso liderazgo republicano tendría más posibilidades para articular y unir a las partes en pugna en tanto las diferencias son sustanciales (institucionales) pero no estructuralmente ideológicas. Allí seguramente se intentará posicionar el exitoso gobernador de la Florida, Ron deSantis, que con una buena gestión y un crecimiento sin precedentes de su estado, tiene una importante base para construir su liderazgo.

En cambio, en las filas demócratas las diferencias son sustanciales e ideológicas y un (viejo) liderazgo como el de Biden no posee la suficiente capacidad y voluntad como para lidiar con ellas.

En síntesis, un nuevo y vigoroso liderazgo (como el que, como mencionamos, para muchos podría representar Ron DeSantis) sería capaz de institucionalizar las (profundas) diferencias que existen en el seno del Partido republicano mientras que un viejo liderazgo como el de Biden enfrenta dificultades estructurales para encauzar la creciente ausencia del “Affectio Societatis” entre los dos espacios del Partido Demócrata. La pregunta aquí es si los demócratas reaccionarán a tiempo para conservar la mayoría parlamentaria primero y aspira a otros cuatro años después. Noviembre será la primera cita.

FUENTE: CESCOS

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