viernes 15  de  marzo 2024
Análisis

¿Cómo murió José Martí?

A pesar de que han pasado 127 años de la catástrofe de Dos Ríos, la muerte del apóstol sigue llena de incógnitas
Diario las Américas | EMILIO J. SÁNCHEZ
Por EMILIO J. SÁNCHEZ

De José Martí puede decirse que, tanto de su vida como de su obra, ya está escrito —que no conocido— lo esencial y más importante. Tal vez pasen de treinta el número de biografías, y no son pocas las que resultan originales y presentan información relevante.

Así, más que compilar las descripciones de los momentos previos y posteriores a su muerte, me limitaré a recoger las razones circunstanciales e individuales que la propiciaron, según las biografías que estimo más notables.

  • Martí, el apóstol de Jorge Mañach

Jorge Mañach y Robato, nacido en Sagua la Grande, en 1898, y fallecido en el exilio en San Juan, Puerto Rico, en 1961, es quizá el pensador y ensayista cubano más importante de todos los tiempos. Fue, además, periodista, catedrático, filósofo y protagonista de las más encendidas polémicas de la República. Muchas veces se le presenta sencillamente como el autor de Martí, el apóstol, prueba de la importancia de dicho texto dentro de su obra. Escribió, además, José Martí. Comprensión de Cuba (Ed. Nuevo Mundo, La Habana 1960) y El espíritu de Martí (Ed. San Juan, San Juan, Puerto Rico 1973).

Mañach, de sólida reputación académica, establece con su biografía un referente de rigor histórico. Publicada en 1933, es quizá la mejor entre todas y, sin duda, la que yo recomendaría a aquellos que se acercan por primera vez a la vida y obra del ilustre cubano. Ciertamente novelada, pero ajustada a la verdad, escrita con elegancia y amenidad que, a pesar del tiempo transcurrido (casi un siglo), es fuente de valiosa información.

El autor aborda el tema de la muerte en su capítulo “Dos Ríos” (Martí, el apóstol, Espasa-Calpe, Madrid, 1998, pp. 242-248), que lleva como exergo la frase “Para mí ya es hora” (de la carta a Federico Henríquez y Carvajal, 25 de marzo de 1895). Al tratar de explicar —de explicarse— las causas de aquel cataclismo, formula las tres preguntas por las que han transitado desde entonces otros biógrafos e historiadores: “¿Arrebato épico? ¿Inexperiencia? ¿Codicia de su hora?”. No resulta ocioso significar que “hora” se refiere al fin de su vida.

  • Biografía de José Martí, de Carlos Márquez Sterling

Carlos Márquez Sterling, académico, periodista, político, miembro de la Academia de Historia de Cuba, nació en Camagüey en 1898, y murió en Miami, en 1991. Escribió numerosas obras sobre temas históricos, buena parte de ellas dedicadas a la figura del prócer. La primera de ellas fue Martí ciudadano de América (Ed. Las Américas, NY, 1935), a la que siguieron Martí, maestro y apóstol (Ed. Seoane, Fernández y Cía, La Habana, 1942), Nueva y humana visión de Martí (Ed. Lex, La Habana,1953), Biografía de José Martí (Ed. Manuel Pareja, Barcelona, 1973) y José Martí: síntesis de una vida extraordinaria (Ed. Porrúa, México, 1982).

Pese que algunas de sus biografías son voluminosas, Márquez Sterling no desarrolla especialmente el tema de la muerte. Asigna apenas una página al episodio dentro del capítulo “Dos Ríos” que, por cierto, es reproducido sin cambios en las dos últimas obras citadas. De hecho, desde 1942 no aparece dato o interpretación novedosos.

En cuanto a la interpretación de los motivos, el autor desliza la idea de la predestinación: “Toda su existencia, y aun su muerte tan cercana, no son otra cosa que la providencia misma (…) Se diría que una fuerza interior lo conduce y lo guía hacia lo eterno, de acuerdo con el papel que debía representar en la vida, próxima terminarse” (Biografía de José Martí, op. cit., p. 557).

  • Martí, místico del deber, de Félix Lizaso

Félix Lizaso González, ensayista, profesor, periodista e historiador cubano, nació en Madruga, La Habana, en 1891, y falleció en Rhode Island, Estados Unidos, en 1967. Con la revista que fundó, Archivos de José Martí, dio a conocer textos inéditos e interpretaciones sobre su vida y obra. Fue miembro de la Academia Nacional de Artes y Letras, de la Academia de la Historia, de la Academia Cubana de la Lengua y de la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO.

Carlos Ripoll calificó su devoción por la vida y obra del apóstol —cuyo resultado fueron centenares de trabajos, entre libros, artículos y antologías— como “martiolatría”. Lizaso publicó Martí, místico del deber, en 1940. Acaso el primer especialista en el tema martiano, la biografía que le ofrendó —enfocada en el ideario ético-moral del héroe— sobresale por la profusión de datos. Sin embargo, no es allí donde se refiere a los posibles motivos de su final sino en Proyección humana de Martí (Ed. Raigal, B. Aires, 1953).

En esta obra Lizaso dedica un capítulo al tema: “Muerte y transfiguración”. Allí indica que ya desde el episodio de Dos Ríos, muchos se preguntaron sobre las circunstancias del hecho y, sobre todo, de si habría existido el propósito deliberado en su ánimo de “ir en busca de la muerte”. Y señala: “es muy posible que todos cuantos hemos dedicado algún empeño a estudiar la vida y la obra de Martí, al llegar a ese momento final de su existencia hayamos tenido la duda de si fue realmente un acto de heroísmo impremeditado el que le llevó a lanzarse incontenible sobre el enemigo, o si fue acaso el pensamiento de poner término de modo heroico y grandioso a una vida que ya consideraba cumplida”.

Lizaso interpreta su caída como sacrificio mayor para que pudiera apreciarse “la verdad de su prédica, la verdad de su entrega total a la idea que había dado contenido sobrehumano a su existencia”. Estima que acaso su muerte era parte sustancial de su predestinación, “parte de la obra que tenía que realizar”.

Con todo, y pese a la argumentación que sustentaría la tesis de la “inmolación”, Lizaso la rechaza y recurre, finalmente, al argumento místico de que “fue obra de designios superiores reservarle una muerte tal”.

  • Martí, hombre, de Gonzalo de Quesada y Miranda

Gonzalo de Quesada y Miranda nació en La Habana en 1900 y murió en la misma ciudad en 1976. Hijo de Gonzalo de Quesada y Aróstegui, secretario del Partido Revolucionario Cubano (PRC) y albacea de la obra de Martí, respiró en su hogar la admiración por el héroe y desde joven se dedicó a continuar la tarea de su padre: divulgar su obra. Fundador del Museo Nacional José Martí (1928) y de la Fragua Martiana en La Habana (1950), tuvo el privilegio de disponer de la papelería que custodiaba su padre, especialmente los Cuadernos de trabajo, que recogen, en bruto, intimidades, proyectos y visiones.

De Quesada y Miranda publicó Martí periodista, Mujeres de Martí, Facetas de Martí, La juventud de Martí, Anecdotario martiano y Papeles martianos, entre otros títulos, además de obras literarias, artículos en revistas y periódicos. Junto con Emeterio Santovenia, Félix Lizaso y Pánfilo Camacho creó en 1935 la Editorial Trópico para publicar las obras completas.

Con Martí hombre (Seoane, Fernández y Cía., La Habana, 1940), quiso el autor revelar la condición humana del biografiado. El tema de su muerte ocupa el capítulo XXXIII y final, intitulado “Su hora”.

Quesada abre su interpretación con el episodio de La Mejorana: “después de la borrascosa entrevista con Maceo tal parece que su gran corazón se encoge, que comprende que solo le queda un camino, el del holocausto” (aquí en la antigua acepción de sacrificio por amor). Y, si bien disimula su dolor y desengaño, “su alma ya está profundamente herida y su ruta definitivamente trazada” (p. 250). Ha llegado “su hora”.

El autor abraza la idea de la inmolación y discurre que, una vez iniciada la acción de Dos Ríos, Martí “presiente y lo avasalla el supremo instante de demostrar que ya es “hombre”, de acallar para siempre las lenguas víperas, acusándole de “civilista” cobarde, de asegurar para siempre la perdurabilidad de su obra y de hallar remanso a su alma atormentada en el Nirvana” (p. 253).

  • José Martí, El Santo de América, de Luis Rodríguez Émbil

Luis Rodríguez Émbil, narrador, poeta, ensayista, periodista y diplomático, nació en La Habana en 1879 y murió en la misma ciudad en 1954. Fue miembro de la Academia Nacional de Artes y Letras de Cuba.

Obtuvo en 1938 el primer premio del concurso internacional sobre proyectos de monumentos y biografías, convocado por la Comisión Central Pro-Monumento a José Martí. Pese a ello, José Martí, El Santo de América (P. Fernández y Cía., La Habana, 1941), se caracteriza por una desbordada loa al apóstol, enfilada a sustentar su “santidad y heroísmo”, que contrasta con su insuficiente base fáctica.

Rodríguez Émbil dedica dos páginas a su muerte. En ellas resume los aspectos más conocidos sobre el episodio. El autor no descarta la tesis de la inmolación, aunque excluye que fuera por “motivos egoístas”. Se pregunta: “¿Quiso morir?”. Y prefiere aposentarse en la incertidumbre con esta frase: “Lo ignoraremos siempre”.

  • Martí revolucionario, de Ezequiel Martínez Estrada

Ezequiel Martínez Estrada —narrador, poeta, ensayista y biógrafo— nació en San José de la Esquina, Santa Fe, en 1895, y murió en Bahía Blanca, Buenos Aires, en 1964. Uno de los autores argentinos más destacados del siglo XX, recibió dos veces el Premio Nacional de Literatura. Su estancia en La Habana, de 1960 a 1962, como director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Casa de las Américas, le permitió acometer un estudio en profundidad de la obra de José Martí, del cual resultó una biografía en tres tomos publicados de manera póstuma.

Martí revolucionario (Ed. Casa de las Américas, La Habana, 1974) sobresale por su originalidad. Considerada por su autor su obra más entrañable, presenta un enfoque antropológico-sociológico-psicológico del personaje. Basándose en las categorías de “mito”, “alegoría” y “héroe”, analiza la trayectoria de Martí y lo coloca junto a otras figuras redentoras: Prometeo, Teseo, Jesús, Juana de Arco…

El capítulo III, “El ciclo fatídico del héroe”, contiene nueve epígrafes, y sus dos últimos son “presagios” y “muerte”. Uno de los presagios es la entrevista de La Mejorana. Martínez Estrada estima que la decisión de que el delegado del PRC regresara a Estados Unidos era una virtual condena a muerte, en tanto “se le quitaba la gloria del sacrificio que había reclamado como única recompensa para sí (…) En ese encuentro, prosigue, “Martí hubo de sentir secretamente, y ahora de manera inapelable, que debía morir” (p. 285).

El autor cita numerosas frases y pensamientos de Martí relacionados con su propia muerte. Estima que esta “es el hecho más fabuloso y al mismo tiempo más lógico de su biografía. Considerada como drama su vida, no pudo tener otro final, y jamás dudó él de que la muerte combatiendo por la libertad de Cuba era un fin indefectible de su destino (…) Muerte enigmática, absurda, inexplicable, insólita, inverosímil y, sin embargo, conclusión perfectamente ajustada al proceso y culminación de la tragedia que constituye su vida” (p. 288).

Otros estudios sobre la muerte de Martí

Existen estudios específicos acerca de la muerte del apóstol. En el pasado, entre otros, Alrededor de la acción de Dos Ríos, de Gonzalo de Quesada y Miranda (Imp. Seoane, Fernández y Cía., La Habana,1942). En ella lo más relevante es la correspondencia entre el coronel José Ximénez de Sandoval y Fernando de Quesada y Aróstegui, padre del autor, que incluye la versión del militar español sobre el hecho, rectificaciones a Gómez y no pocas alusiones a su ineficiencia como jefe.

El autor admite que “probablemente nunca se sabrá con certeza cómo se produjeron realmente los acontecimientos”, pero reitera su firme criterio de que la muerte de Martí “fue un sacrificio consciente de su parte, de acuerdo con su más íntimo sentir y ante el hondo convencimiento de que su caída, lejos de debilitar a la revolución, le daría el supremo y necesario ejemplo para triunfar (…) en su aspecto más importante y trascendental aun, o sea, en el psíquico, al dejar su huella inmortal en el alma cubana” (pp. 7-8). Curiosamente un artículo publicado casi 40 años después, “La interrogante de Dos Ríos” (Anuario Martiano, vol. 6, 1976) modifica ese juicio. Por un lado, mantiene la idea de que Martí deseaba que se viese en él “puro e inequívoco símbolo del más excelso patriotismo y espíritu de sacrificio por una santa causa”; por otro, subraya que, no obstante, nunca tuvo “la ‘voluntad de morir’, de un ‘suicidio” (p.49).

Dos Ríos: a caballo y con el sol en la frente (Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 2001), de Rolando Rodríguez; y La muerte indócil de José Martí (Ed. Nueva Prensa Cubana, Miami, 2006), de Arnaldo Miguel Fernández son trabajos del siglo XXI.

Rolando Rodríguez, historiador cubano y alto funcionario oficial, rechaza de plano la tesis de la inmolación y para ello se basa en las acciones que el propio Martí reconoce que debía emprender. El autor se esmera en demostrar que este salió a luchar para dar el ejemplo a la tropa. En verdad estaba bastante aislado pues había tomado un camino diferente al del grueso del contingente. De los cubanos, salvo Ángel de la Guardia, nadie lo vio caer. En sentido general, la obra apenas hace aportes en documentación o interpretación.

Arnaldo Miguel Fernández, ensayista, periodista y abogado, rechaza también la idea de la inmolación y se basa en iguales argumentos sobre las proclamadas acciones futuras. Refuta la explicación de servir de ejemplo que sustenta Rodríguez: Martí, argumenta, es un general sin tropa; nunca la tuvo. Sin embargo, el mayor valor de la obra es que señala directamente el factor central, en última instancia, de su muerte: “la conducción irracional de las acciones combativas en Dos Ríos por el General en jefe Máximo Gómez”.

Y desmenuza su tesis: desviarse del destino principal: Camagüey; desespero por entrar en combate, planearlo mal y, para colmo, arrastrar al aclamado “presidente” a “una escaramuza insignificante”. Fernández demuestra, basándose en un análisis pormenorizado del mapa del terreno, los errores tácticos de Gómez. Es, a todas luces, una de las obras más rigurosas y singulares de los últimos años acerca de la muerte de José Martí.

A modo de resumen

Todas las biografías aquí expuestas están escritas en el siglo XX; todas provienen de admiradores de José Martí y presentan información de valor histórico. Respecto de su muerte, unas dedican más espacio al tema que otras. En el cotejo afloran contradicciones, omisiones y errores, naturales en la construcción de un relato donde escasean fuentes fidedignas. Exponen diferentes perspectivas acerca de los posibles motivos: dos no se pronuncian (Mañach; Rodríguez-Émbil), dos los atribuyen a una inmolación (Martínez Estrada, Gonzalo de Quesada); dos a predestinación o designios divinos (Lizaso; Márquez-Sterling).

Hay dos momentos decisivos para entender la muerte de José Martí: el primero, cuando el General en jefe le comunica, el 15 de abril, que el Ejército Libertador lo había nombrado Mayor General, sin que ello implique —ni entonces ni más adelante— la asignación de una escolta (razón circunstancial); y un mes más tarde, el 19 de mayo, ya en el teatro de operaciones de Dos Ríos, cuando el dominicano le ordena que se retire y este lo desoye (razón individual).

Razón circunstancial

El 17 de mayo Gómez había disuadido a Martí de ir al combate, pues alegaba ignorar la fuerza del enemigo. Resulta incomprensible que, en peores condiciones, acepte que lo acompañe dos días después.

Lamentablemente, y a pesar de su grado de Mayor General, Martí no estaba rodeado (resguardado) por una escolta, la mejor, como era obligado por su responsabilidad como jefe de la Revolución.

Gómez reconoce que el plan fue deficiente (“combate rudo y mal preparado, lo confieso”). Desconocía no solo el tamaño de las fuerzas enemigas, sino también sus posiciones. Aun en esas desventajosas condiciones tomó decisiones equivocadas. Luego admitió que el delegado del PRC había desobedecido su orden —se cuentan en decenas las contradicciones y versiones de Gómez sobre Dos Ríos. Anota en su Diario de campaña: “y no pudiendo yo hacer otra cosa que marchar adelante para arrastrar a la gente, no pude ocuparme más de Martí”.

Sin embargo, hay un hecho sobrecogedor: José Martí es la única víctima de ese día entre más de 300 mambises. El capitán español Antonio Serra Orts escribió en sus memorias: “¡Pero, Señor! ¿Por qué se batía Martí en vanguardia? ¿Es posible que un futuro presidente de la República Cubana se bata como un guerrillero?” (Recuerdos de las guerras de Cuba. 1868 a1898. Santa Cruz de Tenerife, A.J. Benítez, tipógrafo, 1906).

Y expresaba del mismo modo su desconcierto el jefe de la columna, coronel J. Ximénez de Sandoval:

“La acción de Dos Ríos es un hecho de mi historia militar, en la que halló muerte gloriosa aquel genio dotado de hermosa elocuencia, tan hermosa como los sentimientos de su hermosa alma. Su arrojo y valentía así como el entusiasmo por sus ideales, le colocó frente a mis soldados y más cerca de las bayonetas de lo que a su elevada jerarquía correspondiera: pues no debió nunca exponerse a perder la vida de aquel modo, por su representación en la causa cubana, por los que de él dependían y por su significación y alto puesto que ocupa como primer magistrado de un pueblo que luchaba por su independencia”. (Enrique Ubieta, Efemérides de la Revolución Cubana, t. IV, La Habana, La Moderna Poesía, 1920, pp. 293-294- Carta del 24 de junio de 1918 al autor).

Extraña, asimismo, que el propio Martí se sume a un combate olvidando las más elementales reglas de seguridad: sobre un caballo de pelaje dorado, y en un atuendo que lo convertía en blanco fácil para el enemigo.

Razón individual

El 19 de mayo Martí, como un soldado más, sin escolta, marcha con la tropa. El militar dominicano le indica que se retire, pero este desoye la orden y poco después decide ir a la carga por su cuenta. En busca de las posibles motivaciones, retomo las preguntas paradigmáticas de Mañach: “¿Arrebato épico? ¿Inexperiencia? ¿Codicia de su hora?”.

Los biógrafos han respondido de diferente manera a estas interrogantes. El arrebato épico ha dado lugar al argumento de que Martí, habiendo notado que la respuesta cubana era débil, se lanzó a la carga para animar a los cubanos. Sin embargo, su aislamiento le hacía invisible para la tropa y murió teniendo un único testigo mambí: Ángel de la Guardia. Por demás, su revólver nacarado se encontró con todas las balas en el cilindro: jamás fue usado.

A fin de no desdorar la imagen del héroe, se ha querido presentarlo como consumado jinete y brillante estratega. Lo cierto es que su experiencia militar era solo libresca. No es lo mismo una carga al machete, recurso guerrillero, que la guerra convencional. Martí era inexperto en ambas. Aun así, alguien de tamaña inteligencia, sabiéndose bisoño y vulnerable, ¿arriesgaría la vida de modo tan irreflexivo?

La muerte como ofrenda sacrificial se ha descartado por algunos alegando la incompatibilidad del acto con la trascendencia de la obra martiana, la resiliencia del prócer ante los desaires y ofensas de Maceo y Gómez, y el amargo acatamiento de la decisión de su regreso a Estados Unidos (“clavándome el alma”). Comparadas con las poquísimas referencias a sus deberes, a corto y largo plazo, hay abrumadoras declaraciones acerca de la búsqueda de la muerte. La más concluyente, expresada el mismo 19 de mayo, pocas horas antes del combate: “¡Quiero que conste que por la causa de Cuba me dejo clavar en la cruz!”.

Esta, si no es la única explicación, es de las menos desatinadas. En otras palabras: tendría más sentido entender su deceso como martirologio, que como mera casualidad o accidente, aunque no ha faltado esta última asunción.

Con todo, aún queda el recurso de apelar al misticismo: sino trágico del héroe o designio superior. El finado historiador de La Habana, Eusebio Leal Spengler, significaba en el 2015 que Martí había ido al combate vestido como para ir de bodas y lo ligaba a su hiper-percepción de los acontecimientos. “Igual que Céspedes (Carlos Manuel) el día antes de su muerte” (Dos ríos, el enigma, 2015; documental).

A fin de cuentas, en situaciones límite puede que se mezclen un sinnúmero de resortes sicológicos y motivaciones contradictorias en las que resulta difícil dirimir cuál o cuáles han sido determinantes en la conducta.

Por ello, y a fuerza de carecer de información suficiente, estamos obligados a movernos dentro del campo de las conjeturas. Aunque suscribo la tesis de la responsabilidad de Máximo Gómez (por comisión y omisión), sospecho que nunca sabremos los motivos del proceder de Martí en sus momentos postreros.

La única conclusión a la que he llegado, con absoluta convicción, es que cualquier impulso —y no descarto ninguno— pudo influir en él aquel 19 de mayo en Dos Ríos.

Ciertamente, Martí no debió de morir. Quisiera creer, como él, que “la muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”, y cerrar este artículo con estas palabras de su biógrafo, Félix Lizaso:

“Pero su aliento quedó flotando en lo más azul del cielo, en lo más recóndito de las almas. Y perdura, y perdurará hecho brisa entre el verde de nuestros campos y pupila guiadora en lo más alto de nuestros destinos”.

Periodista, conductor de Comentando, canal 17 WLRN, domingos 6 pm

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