El tío de Alejandro murió en el 2001 y, gracias a lo pragmático que fue, pudo dejarle al sobrino el carro con que consiguió irse del país.
El tío de Alejandro murió en el 2001 y, gracias a lo pragmático que fue, pudo dejarle al sobrino el carro con que consiguió irse del país.
“Era como mi padre”, recuerda Alejandro en Hialeah, desde el exilio que asegura le debe al tío.
“Yo era el niño más orgulloso del barrio cuando me venía a visitar y los vecinos lo confundían con un embajador por el hermoso DeSoto negro, modelo Fireflite de 1958, con cola de pato y bombillos originales”.
En su narrativa hay una nebulosa en cómo el tío consiguió semejante nave siendo un carnicero de los años 70 en La Habana, pero Alejandro dice que para él lo que contaba era que lo tenía como la propiedad más valiosa de la familia y que lo dejaba montarse adelante; “en aquella época no se comía tanta mierda con lo de los niños detrás, los ‘carsiii’ (car seat) y los cinturones de seguridad”.
Dice que olía a nuevo; “allí no te podías montar con un lápiz afilado o una espada con punta, nada que fuera a dañar el tapizado original en rojo y blanco”.
El invitado recuerda en voz alta: “Teníamos que abrirle el portón y limpiar de tarecos el patiecito cuando llegaba a casa. Aunque La Víbora era un barrio tranquilo, ni jugando lo parqueaba en la calle, este es mi retiro y lo tengo que cuidar para mi jubilación, decía”.
Alejandro confiesa que se ponía nervioso al saber que el destino del DeSoto era ser vendido; según el tío, el precio del auto subía por día y en algún momento serviría para forrarse en oro en su vejez.
Pero con la vejez del tío llegó el periodo especial y, aunque el auto seguía siendo una joya, los pesos cubanos no valían nada, se cayó el mercado.
“Mi tío se encogió de hombros y dijo que no importaba, que lo guardaba pa’lante entonces, lo metió en el garaje, lo subió en burros y lo pulió una vez por semana”.
Lo mató un aneurisma en una noche de apagón, esperando a que llegara la estabilización del mercado y que volviera a aparecer la gasolina liberada. Alejandro no lo ve como una desgracia, sino como un ejemplo de lo visionario que era.
“Lo saqué del garaje cuando Obama, muchos años después, para vendérselo al hijo de un piloto de Cubana [de Aviación] que tenía plata para hacer dulce; la cosa fue en dólares y al precio de verdad”.
Con ese dinero se fueron la madre, Alejandro y su mujer, “hasta para vivir los primeros tiempos aquí me alcanzó lo que dejó el DeSoto, ¡que Dios tenga en la gloria a mi tío!”.
Jose Julián, que está de visita en Miami, ha tenido la paciencia de escuchar toda la historia de Alejandro. Cuando se acaba el cuento, se voltea a su mujer y le dice que se van de vuelta la próxima semana. “¡Pero si nos queda un mes!, ¿a qué viene ese cambio?”, le espeta la mujer. Jose Julián le hace señas para que venga con él a la cocina; allí intenta hablarle en un susurro, pero el apartamento de Hialeah es tan pequeño que escuchamos todo desde la sala.
“¿No atendiste la historia del tipo ese?”, le dice a la mujer que pone cara de no entender nada: “Nos vamos cuanto antes para vender nuestra casa”. La mujer abre los ojos, los brazos y hasta la boca: “¡te volviste loco!, pero si lo que nos dan es una mierda, ahora mismo nadie está comprando y el que lo hace es por unos quilos”.
Vuelve Jose Julián con el intento de susurro: “¿Y qué pretendes?”, ¿esperar a que me muera para que el ‘hijoeputa’ de tu sobrino se la coja y la venda cara?, ¡de eso nada!...”
Comienzan a discutir ya en tono de voz “solar de Centro Habana”, mientras Alejandro, que todavía está en la sala, no sabe si asombrarse u ofenderse. “Oigan, que era solo un cuento, yo no tengo nada que ver con su sobrino, tampoco me aproveché del tío, ni lo envenené ni nada”.
La dueña de la casa se lo tira a bonche: “Ale, mejor vete, que mira lo que has armado, ¡hasta un divorcio has provocado!”.
El tipo se aleja, rumbo a la puerta, mientras pregunta a los demás si creen que él es una mala persona.
Antes de tirar la puerta, lanza una conclusión: “¡Una pila de locos!, eso es lo que están viniendo de Cuba ahora, ¡más raros que el carajo!”.
Ya con la puerta cerrada y Alejandro afuera, Jose Julián le grita: “Pero si tú llegaste ayer como aquel que dice, y que te quede claro, te aprovechaste de tu tío y bien, cosa que a mí no me va a pasar”. Esto último lo dice mirando a su mujer como si en lugar de a ella observara al sobrino odiado que está en Cuba, supuestamente frotándose las manos y salivando por su casa.
La dueña de la casa, para distender el ambiente, intenta cambiar el rumbo, se vira y me pregunta: “¿Periodista? ¿Y cómo fue que usted llegó a la yuma?”.
“Ah, ¿pero te volviste loca?” alcanzo a decirle mientras alterno la mirada, nerviosamente, entre ella y Jose Julián.
