sábado 1  de  noviembre 2025
OPINIÓN

Los venezolanos venimos del futuro

Un análisis minucioso y normativo que plantea reflexiones y tiene en cuenta los dictámenes de la historia

Diario las Américas | ASDRÚBAL AGUIAR
Por ASDRÚBAL AGUIAR

Habrán transcurrido 30 años hasta 2029, apenas faltará un lustro y todavía resta sin una respuesta seria, objetiva, serena, desprejuiciada, ajena a la generosidad de los odios de trincheras que ardieran al término de la república civil de partidos, que explique de manera satisfactoria cómo una de las más afirmadas democracias del hemisferio – la venezolana – pudo derivar no en una dictadura o dictablanda sino en la destrucción cabal de la república y la pulverización de su nación en cierne.

Dos volúmenes en edición, Memorias de Venezuela (I-II), reunirán algunos pocos de los centenares de ensayos y artículos escritos a partir de 1999 por Allan R. Brewer Carías y quien suscribe, buena parte vertidos en distintos libros nuestros, para ofrecer unos primeros elementos del análisis reposado sobre esta cuestión vertebral.

A la historia no le servirá lo panfletario, pues sólo satisface animosidades de coyuntura, sobre todo la de quienes habiendo elegido democráticamente el camino del desierto transitado por todos y en espera de una tierra prometida que aún no llega – sosteniendo, sí, la fe y la voluntad para ello – cedemos a la fácil tentación de buscar culpables, los de ayer y los de hoy, tras cada pérdida de rumbo. Es eso, justamente, lo que retarda nuestra madurez como nación en permanente elaboración de su ser siempre inacabado, al punto que, habiendo alcanzado el bien de la modernidad material y educativa durante la segunda mitad de nuestro siglo XX, pudo cautivarla otro hombre a caballo. La regresaron, él y sus causahabientes, a los momentos más aciagos del siglo XIX.

Lo decía Jorge Olavarría, quien después de acompañar en sus primeros días a Hugo Chávez Frías, corajudo y ante la naciente Asamblea Nacional de una república mutada en bolivariana, creada por éste – léase, acendradamente presidencialista, vitalicia, militarista, protectora de un pueblo impreparado para la libertad según lo predicaba El Libertador – denunció en su presencia la desviación del camino que nos merecíamos los venezolanos ya en las puertas del siglo XXI.

Las simplificaciones, reitero, son inútiles. Ni siquiera sirven para el frívolo o malévolo desahogo de las sordas tertulias de redes; como aquella que le endilgaban los partidos al presidente Carlos Andrés Pérez una vez como se casa, sin miramientos, con el Consenso de Washington, a fin de provocar un parto económico y social mediante un “fórceps”; o la que fuese su revelación auténtica, constante sus “memorias proscritas”: “Cuando se iniciaron las investigaciones sobre los implicados en el golpe [del 4 de febrero de 1992], cada uno de los jefes de las distintas fuerzas tenía un criterio distinto sobre las sanciones”, afirma. Muestra el rompecabezas de una institución que se creyó la dueña de la república tras la guerra de Independencia y superada la Guerra Federal hasta 1959, y que no logra ensamblarlo.

Al efecto, según CAP y dado ello, “en lugar de abrirles juicio a los oficiales implicados en la intentona golpista [frisaban 650 entre oficiales y suboficiales], optamos por cernir, depurar, ir a los verdaderos responsables, que no significaba dejar sin aclarar las cosas”. No abrir los juicios – hoy lo revelo, tal como me lo confesara personalmente el presidente Pérez – no abriría luz sobre las causas profundas; si bien no contuvo, como afectado directo, su indignación: ¡A Uslar Pietri me provoca llevarlo a juicio militar! Y no lo hizo, más allá de sus expresiones coloquiales posteriores para hacer arder el debate político, pues como hombre de Estado ello no le daba una respuesta a lo esencial. La pregunta que hemos de respondernos los venezolanos, de conjunto: ¿Cómo y porqué una nación y una república tan pretenciosamente moderna y democrática puede desaparecer? Es como si nos la hubiésemos bebido en un instante de delirio, como quien se engulle una botella de licor que no se puede reponer.

Aclara lo circunstancial histórico, lo manifestado por el presidente Rafael Caldera en su primer mensaje al Congreso de 1995, en línea con la política de perdones decidida por CAP y acompañada por todo el país político, partidos y candidatos presidenciales, que se ha olvidado de mala fe: “Con pleno respaldo del Alto Mando que designé, me propuse remediar los traumas causados por los intentos de sublevación del 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992”, asevera. Luego discierne sobre el trato diferenciado que aplicó y le servía para contener y evaluar una crisis agonal o terminal en el seno de la república, evitando otro golpe posible, como lo previene Ramón J. Velásquez: “Muchos se reincorporaron a la actividad [militar] mediante una etapa de transición, indispensable para restablecer los vínculos de compañerismo que se habían quebrantado a causa de lo ocurrido”. A los otros, a los jefes, “no se consideró conveniente que lo hicieran – se les dio de baja – por haber tomado una declarada actividad política, incompatible con el apartidismo de las Fuerzas Armadas”, agrega el gobernante.

Que hubiese desunión y luego unión militar durante tal elipse importará analizarlo, pero tampoco ofrece la respuesta que importa y habrá de ser de fondo, pues será la prueba de fuego de nuestra madurez como nación. La saña cainita que absuelve o condena a Pérez o que condena, sin más, a Caldera, es sólo saña, alimentada, sí, por quienes le dieron soporte mediático y financiero al candidato Chávez, en 1998, acompañados por la embajada norteamericana.

Distinta fue la circunstancia de José María Vargas, preocupado por la cuestión de la impunidad en una república por hacerse y sin nación, mientras que el general José Antonio Páez, que le salva tras la Revolución de las Reformas que lo tumba y le repone en el ejercicio del poder, optó por perdonar a los alzados. Se hacían llamar a sí bolivarianos y eran partes del Ejército Libertador. Quedaron fuera de la organización de la Primera República de Venezuela. Fue el primer tramo de nuestro recorrido republicano que se sostuvo, mediante equilibrios críticos forjados por el propio Páez, pero que al final decantan en la Guerra Federal. Muere allí el 30% de nuestra población.

No hay república ni democracia sin nación

Lo de destacar, aquí sí, es que el Estado venezolano emerge primero, en 1830, sin precederle la nación como su contenido. Simón Bolívar la denuesta y desconoce desde Cartagena en 1812. Mas en sus guerras por la independencia – que no por la libertad – otro 30% de la población desaparece. El anhelo o la apuesta de tal Estado y nuestros gobiernos sucesivos para subsistir fue la inmigración, en sus inicios la canaria. Y el dato relevante es que, dominando al ser del venezolano un no-ser todavía o cultor del presente, como nación logra Venezuela amalgamarse paulatinamente – en un esfuerzo de sincretismo con los migrantes europeos durante la primera mitad del siglo XX. Pero existe, sí, originariamente, sólo a partir de los cuarteles. Y es lo que nos ha dejado una huella controversial, a la hora de resolver sobre las cuestiones de la paz y la estabilidad de la república hasta la actualidad.

Durante la segunda mitad de dicho siglo adquiere texturas la nación, sin ser acabada, evolucionando hacia su modernización plena, pero tamizada ahora por el odre de los partidos de la llamada república civil que concluye en 1998. Daba muestras de agotamiento, insisto y he aquí el primer elemento de juicio que será indispensable tener a mano, a partir de 1989, casualmente en coincidencia con el final del comunismo y el declive de Occidente. Los sistemas de partido desaparecen y declinan, se hacen líquidos en muchos países, no sólo en Venezuela. Chávez no es el autor.

No podemos obviar lo propio, pues, incluso manteniendo la simbiosis con ese ecosistema global emergente tras el final de la guerra fría. Me refiero, como primer hito, al voto mayoritario depositado por los venezolanos en 1998, sin reparar efectivamente en la naturaleza militar del escogido. Entonces, incluso modernizados, seguimos ocupando las butacas del teatro de la república y de la democracia. Esperábamos, como en el siglo XIX, que se subiesen a la escena actores que siempre aciertan o yerran y ante quien nos limitamos sea tirándoles tomates, o aplaudiéndoles sin discernimiento. Juan Vicente Gómez, así, escogió por nosotros al actor del momento, a Eleazar López Contreras, bajo su dictadura. Y en democracia, seguimos creyendo que el caudillo es el culpable de haber mal escogido al nuevo actor de reparto o haberlo puesto bajo nuestra mirada.

¿Es esa la nación que aún no somos y a la que aspiramos, pues no-ser nos resulta más cómodo? ¿Puede sobrevivir de tal modo la democracia como experiencia de vida o estado del espíritu en cada ciudadano que sólo sabe medrar, pendiente del padre bueno y fuerte, del traficante de ilusiones, del hombre a caballo que estimule nuestros sentidos, enajene nuestra razón, y nos alimente de mitos?

La república era un rompecabezas desde 1989, la civil y democrática, y después de 1999, tras el pecado original de la Constitución dictada por el propio Chávez, concluyó su camino hacia el cementerio. Y quienes ahora, en el presente, hacen de oficiantes de las franquicias de esa república, no pasan de ser fantasmas atrapados por el pasado y malos remedos del narcisismo.

¿Y qué de la nación?, hemos de repreguntárnoslo. Enhorabuena parece haber despertado tras las elecciones primarias de 2023 y las presidenciales de 2024. Parece haber entendido lo que no entienden los sobrevivientes de la república virtual que es Venezuela. La democracia no podrá ser más una ingeniería de poder y para su conquista, sino la voluntad activa de la gente decidiendo por vez primera sobre su porvenir y asumiendo la directa responsabilidad por acción u omisión; dejándose acompañar por quienes entiendan cabalmente ese mandato, como María Corina Machado y Edmundo González Urrutia. No son éstos la encarnación de la nación, sino sus intérpretes legítimos, nuestros abogados. Y son los que hemos seleccionado, bajo nuestra responsabilidad.

La diáspora, que otra vez le arranca su costado a la nación en la hora nona de su presumida madurez – cuando deja las casas y se va a la calle – frisando otro 30% de pérdida en su difuminación hacia el planeta, está haciendo sentir su excelencia donde la reciben y es sensible al familiar o compatriota que resta como igual víctima dentro de la Casa Común. Será nuestra próxima inmigración.

Que haya aparecido una mácula, deriva o excrecencia, es lo que hemos de analizar, justamente, sin simplificaciones. Y sobre las razones que nos den razón de ese por qué, de esa fractura ocurrida, no dejamos de reparar – es nuestra perspectiva – en que si bien la generación democrática (1958-1998) conoció el don de la libertad y la modernización, culturalmente – como en la persecución de las sombras, diría nuestro más emblemático ilustrado José Rodríguez Iturbe – hemos quedado como presas, los venezolanos, de nuestras taras históricas y sin solución de continuidad: el mito de el Dorado, la constante evocación y en cada crisis del padre bueno y fuerte de estirpe bolivariana, el césar o gendarme necesario, y el complejo adánico o el mito de Sísifo: como vaya viniendo, iremos viendo. Gozamos de la democracia, ciertamente, pero, vuelvo a macharlo, nos la bebimos.

Importará, aquí sí, recrear el tiempo inaugural de la llamada revolución bolivariana – ante la cual muy pocos permanecieron alertas, pues incluso desde el extranjero se tachaba de alarmista al que no le diese el beneficio de la duda – sobre todo para orientar, a quienes tengan la grave responsabilidad de reunir a la nación reconciliándola y de incidir sobre las políticas públicas pertinentes al desafío. Leer esa génesis, entenderla más allá de las trincheras y los reduccionismos, puede servirnos para conjurar o reducir los equívocos inevitables en toda empresa humana, y para reparar los daños – memoria, verdad y justicia - y asimismo para que seamos útiles, tras nuestra reconstrucción, a otras naciones que se vean amenazadas por el cáncer político del siglo XXI que hemos padecido. Los venezolanos, en efecto, venimos del futuro.

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