La democracia benefactora, inspirada en la socialdemocracia y en la economía keynesiana, parte de la premisa de que el Estado debe redistribuir la riqueza.
El contribuyente lucha para que lo aportado sea invertido en bienes y servicios de utilidad colectiva —infraestructura, educación, salud, seguridad
La democracia benefactora, inspirada en la socialdemocracia y en la economía keynesiana, parte de la premisa de que el Estado debe redistribuir la riqueza.
En este modelo, el ciudadano produce, genera ingresos y aporta mediante impuestos; sin embargo, el verdadero problema no está en el acto de contribuir, sino en el destino final de esos recursos. Con demasiada frecuencia, terminan en favoritismo político (pensiones solidarias), privilegios para grupos cercanos al poder (botellas y botellones) o en la corrupción (“vine a buscar lo mío”) de burócratas y allegados.
En cambio, la democracia libertaria, inspirada en la escuela austríaca, aunque imperfecta (solo Dios es perfecto), preserva los mecanismos de libertad y control ciudadano.
El contribuyente lucha para que lo aportado sea invertido en bienes y servicios de utilidad colectiva —infraestructura, educación, salud, seguridad— y no en proyectos espurios ni en el reparto de favores políticos. La protesta constructiva, el reclamo institucional y, en última instancia, el voto constituyen las herramientas para revertir y sancionar el mal uso de lo recaudado.
Por el contrario, cuando el Estado degenera en un sistema estatista extremo, como en Venezuela y ahora con los intentos de Petro en Colombia y de Lula en Brasil, la ficción de la redistribución “justa” se convierte en confiscación total: el ciudadano deja de ser dueño de su trabajo y de su riqueza, pues todo queda supeditado al aparato estatal, controlado por una élite política enquistada en el poder.
Lo que se presenta como “igualdad” termina siendo un régimen de privilegios discrecionales, donde la cúpula dominante reparte beneficios a conveniencia, incluso a costa de sus propios compañeros de lucha, tal cual Saturno, que devora a sus hijos.
La clave es reconocer que la igualdad absoluta es un mito. Siempre existirán diferencias entre los individuos por talento, esfuerzo, preparación o circunstancias.
Lo verdaderamente justo y posible es garantizar la igualdad de oportunidades, es decir, un punto de partida común para que cada persona pueda desarrollarse en libertad.
Esa igualdad de oportunidades no la provee un Estado todopoderoso, sino una democracia libertaria viva, con instituciones sujetas al escrutinio, participación ciudadana efectiva, contrapesos sólidos y líderes patriotas comprometidos con el bien común.
En definitiva, el dilema consiste en elegir entre:
Solo en una Democracia Libertaria existe esperanza de “progreso” real y sostenible.
